Principio de un enigma
VI
Principio de un enigma
Jean Valjean estaba en algo así como un jardín muy grande y con una apariencia singular; uno de esos jardines tristes que parecen pensados para mirarlos en invierno y de noche. Aquel jardín era alargado, con un paseo de álamos altos al fondo, unos bosquecillos bastante elevados en las esquinas y un espacio sin sombra en el centro, donde se divisaba un árbol muy grande y aislado y, además, unos cuantos frutales retorcidos y erizados como matorrales espesos, unos cuadros de hortalizas, un melonar cuyas campanas brillaban a la luz de la luna y un pozo negro antiguo. Había acá y allá bancos de piedra que parecían negros de musgo. Los paseos tenían a ambos lados arbustos bajos, oscuros y muy rectos. La hierba cubría la mitad de los paseos, y un moho verde, el resto.
Al lado de Jean Valjean estaba la edificación cuyo tejado había usado para bajar, un montón de haces de leña y, detrás de los haces de leña, pegada a la pared, una estatua de piedra cuyo rostro mutilado no era ya sino una máscara informe que se veía vagamente en la oscuridad.
La edificación era algo así como una ruina donde se divisaban habitaciones desmanteladas, una de las cuales, atestada de objetos, debía de haber servido de almacén.
El edificio principal de la calle de Droit-Mur, que hacía esquina con la calleja de Picpus, tenía dos fachadas en escuadra que daban a ese jardín. Esas fachadas, vistas desde dentro, eran aún más dramáticas que las que daban a la calle. En todas las ventanas había rejas. No se veía luz alguna. En los pisos superiores había extractores como en las cárceles. Una de esas fachadas estaba a la sombra de la otra, que caía sobre el jardín como un paño negro enorme.
No se veían más casas. El fondo del jardín se perdía en la bruma y la oscuridad. No obstante, se intuían de forma confusa paredes que se cortaban entre sí, como si hubiera otros cultivos más allá, y los tejados bajos de la calle de Polonceau.
No podía concebirse nada más arisco y solitario que aquel jardín. No había nadie, cosa que parecía lógica dada la hora; pero no parecía un lugar pensado para que alguien paseara por él, ni siquiera a las doce de la mañana.
De lo primero que se ocupó Jean Valjean fue de buscar los zapatos y volver a calzarse; luego entró en el almacén con Cosette. A quien anda huyendo nunca le parece que está bastante escondido. La niña, que seguía pensando en la Thénardier, compartía aquel instinto de ponerse lo más al resguardo posible.
Cosette temblaba y se arrimaba a Jean Valjean. Se oía el escándalo de la patrulla, que registraba el callejón y la calle, los culatazos contra las piedras, a Javert llamando a los de la pasma a quienes tenía apostados y sus maldiciones, revueltas con palabras que no se entendían.
Al cabo de un cuarto de hora, pareció que aquel rugido de tormenta empezaba a alejarse. Jean Valjean no respiraba.
Le había tapado suavemente a Cosette la boca con la mano.
Por lo demás, aquella soledad donde se hallaba era tan curiosamente serena que el barullo tremendo, tan rabioso y cercano, no parecía alterarla mínimamente. Era como si aquellos muros estuvieran construidos con esas piedras sordas de que hablan las Escrituras.
De repente, en medio de aquella honda calma, se alzó un ruido nuevo; un ruido celestial, divino, inefable, tan delicioso como horrible era el otro. Era un himno que nacía de las tinieblas, un deslumbramiento de oración y armonía en el oscuro y amedrentador silencio de la noche; voces femeninas, pero voces que se componían a un tiempo del acento puro de las vírgenes y del acento candoroso de los niños, voces de esas que no son terrenales y que se parecen a las que los recién nacidos oyen aún y los moribundos oyen ya. Aquel cántico venía del edificio adusto que se alzaba en el jardín. En el momento en que se alejaba el escándalo de los demonios, hubiérase dicho que un coro de ángeles se acercaba en la oscuridad.
Cosette y Jean Valjean cayeron de rodillas.
No sabían qué era aquello, no sabían dónde estaban, pero notaban ambos, el hombre y la niña, el penitente y la inocente, que tenían que ponerse de rodillas.
Aquellas voces eran extrañas porque no impedían que el edificio pareciera desierto. Eran como un cántico sobrenatural en una morada vacía.
Mientras cantaban esas voces, Jean Valjean ya no pensaba en nada. Ya no veía la noche, veía un cielo azul. Le parecía notar que se le desplegaban esas alas que todos llevamos dentro.
Se apagó el canto. Quizá hubiera durado mucho. Jean Valjean no habría podido decirlo. Las horas de éxtasis duran siempre un minuto.
Todo había vuelto al silencio. Nada ya en la calle, nada ya en el jardín. Lo que amenazaba, lo que tranquilizaba, todo se había desvanecido. El viento rozaba en la cresta de la tapia unas cuantas hierbas secas, que hacían un ruidito suave y lúgubre.