Algunas aclaraciones acerca de la poesía de Gavroche. Influencia de un académico en dicha poesía
I
Algunas aclaraciones acerca de la poesía de Gavroche. Influencia de un académico en dicha poesía
En el momento en que la algarada que surgió del encontronazo entre el pueblo y las tropas delante de L’Arsenal causó un movimiento de retroceso en la muchedumbre que iba tras el coche fúnebre y descargaba en la cabeza del cortejo, por así decirlo, el peso de cuantos llenaban los bulevares, hubo un reflujo terrible. Ese tropel de gente empezó a moverse, las filas se deshicieron, todos echaron a correr, escaparon, unos soltando los gritos del ataque y otros con la palidez de la huida. Aquel gran río que cubría los bulevares se dividió en un abrir y cerrar de ojos, se desbordó por la derecha y por la izquierda y fluyó, convertido en torrentes, por doscientas calles a la vez, con el flujo de una esclusa abierta. En ese instante, un niño desharrapado que iba calle de Ménilmontant abajo, llevando en la mano una rama de codeso en flor que acababa de cortar en los altos de Belleville, divisó en el tenderete que estaba delante de una chamarilería una pistola de arzón vieja. Tiró al suelo la rama florida y le gritó a la dueña de la tienda:
—Buena mujer, que le cojo prestado este chisme.
Y salió corriendo con la pistola.
Dos minutos después, un grupo de gente espantada que escapaba por la calle de Amelot y la calle Basse se cruzó con el niño que blandía la pistola e iba cantando:
De noche no se ve,
de día sí se ve.
Un escrito que miente
asusta a la gente.
Que sea usted sincero
y que lleve sombrero.
Era Gavroche en pie de guerra.
Ya en el bulevar cayó en la cuenta de que a la pistola le faltaba el percutor.
¿De quién era esa estrofa que le servía para acompañar la marcha y todas las demás canciones que gustaba de cantar llegado el momento? No lo sabemos. A lo mejor eran suyas, a saber… Gavroche, por lo demás, estaba al tanto de cuanto se tararease y fuera de boca en boca y mezclaba con ello sus propios trinos. Duende y galopín, hacía un popurrí con las voces de la naturaleza y las voces de París. Combinaba el repertorio de los pájaros con el repertorio de los obradores. Conocía a algunos aprendices de pintor, tribu contigua de la suya. Había sido, por lo visto, tres meses aprendiz de cajista. Le hizo una vez un recado al señor Baour-Lormian, uno de los cuarenta académicos de número. Gavroche era un golfillo letrado.
Gavroche, por lo demás, no sospechaba que en aquella desapacible noche de lluvia en que había brindado hospitalidad en su elefante a dos chiquillos había hecho el papel de providencia para sus mismísimos hermanos. Sus hermanos al anochecer; su padre al amanecer: tal había sido su noche. Al irse de madrugada de la calle de Les Ballets, volvió corriendo al elefante, sacó de él a los dos chiquillos con virtuosismo, compartió con ellos un desayuno improvisado y luego se fue, encomendándoselos a la calle, esa madre bondadosa que lo había criado a él en buena parte. Al separarse de ellos, los citó a la noche en el mismo sitio y les dejó por adiós la perorata siguiente: . A los dos niños o los recogió un guardia y los llevó a la comisaría, o los robó algún saltimbanqui o, sencillamente, se perdieron en el gigantesco rompecabezas parisino: no volvieron. Los bajos fondos del mundo actual están llenos de rastros perdidos como ése. Gavroche no volvió a verlos. Desde aquella noche habían transcurrido diez o doce semanas. Más de una vez se había rascado la coronilla diciéndose: «¿Dónde se habrán metido mis dos niños?».
Ya había llegado, en éstas, empuñando la pistola, a la calle de Le Pont-aux-Choux. Le llamó la atención que en aquella calle no quedaba ya abierto más que un comercio, que era, cosa digna de meditación, una pastelería. Era una ocasión providencial de comerse otra empanadilla dulce de manzana antes de internarse en lo desconocido. Gavroche se detuvo, se palpó los costados, rebuscó en el bolsillo, le dio la vuelta a ése y a los demás, no encontró nada, ni cinco céntimos, y empezó a gritar: «¡Socorro!».
Es duro eso de perderse el dulce supremo.
Pero no por ello se detuvo Gavroche.
Dos minutos después estaba en la calle de Saint-Louis. Al cruzar la calle de Le Parc-Royal sintió la necesidad de un desagravio por lo de la empanadilla imposible y se concedió la inmensa voluptuosidad de arrancar en pleno día los carteles de teatro.
Algo más allá, al ver pasar a un grupo rebosante de salud que le pareció compuesto de hacendados, se encogió de hombros y escupió al azar, según caminaba, este sorbo de bilis filosófica:
—Pero ¡qué gordos están los rentistas! Se ponen ciegos de comer. No salen de las buenas cenas. Pregúntales qué hacen con el dinero. No tienen ni idea. ¡Se lo comen, vamos! Todo se lo lleva el vientre.