Los miserables

Incidentes corregidos y aumentados con los comentarios de Toussaint

III

Incidentes corregidos y aumentados con los comentarios de Toussaint

En el jardín, cerca de la verja que daba a la calle, había un banco de piedra que las plantas de un cenador amparaban de la mirada de los curiosos, pero al que, sin embargo, podía llegar en el mejor de los casos el brazo de un transeúnte a través de la verja y de las plantas.

Un atardecer de ese mismo mes de abril, Jean Valjean había salido y Cosette, después de ponerse el sol, se sentó en aquel banco. El viento refrescaba entre los árboles; Cosette estaba pensativa; la iba invadiendo poco a poco una tristeza sin causa, esa tristeza invencible que trae la caída de la tarde y que procede a lo mejor, ¿quién sabe? del misterio de la tumba que, a esa hora, se abre a medias.

Quizá en aquella sombra estaba Fantine.

Cosette se levantó, dio despacio la vuelta al jardín, pisando por la hierba cubierta de rocío, diciéndose en esa especie de estado melancólico de sonambulismo en que estaba sumida: «La verdad es que para estar en el jardín a esta hora habría que ponerse zuecos. Se acatarra una».

Volvió al banco.

Cuando iba a volver a sentarse, se fijó en que en el sitio del que se había levantado había una piedra bastante grande que, por descontado, no estaba hacía un rato.

Cosette miró aquella piedra, preguntándose qué quería decir aquello. De repente, la idea de que esa piedra no había llegado sola al banco, que alguien la había puesto allí, que un brazo había pasado por la verja, esa idea se le presentó y la asustó. Esta vez tuvo miedo de verdad; allí estaba la piedra. No cabía la menor duda; no la tocó, salió huyendo sin atreverse a mirar atrás, se refugió en la casa y cerró en el acto con contraventana, barra y cerrojo la puerta de cristales que daba a la escalera de la fachada. Le preguntó a Toussaint:

—¿Ha vuelto mi padre?

—Todavía no, señorita.

(Ya hemos dejado constancia de una vez por todas del tartamudeo de Toussaint. Permítasenos no volver a recalcarlo. Nos desagrada la transcripción musical de una invalidez.)

Jean Valjean, hombre ensimismado y amigo de los paseos nocturnos, no regresaba a veces sino bien entrada ya la noche.

—Toussaint —siguió diciendo Cosette—, cuide mucho de cerrar bien por la noche por lo menos las contraventanas que den al jardín, poniendo las barras, y de meter esas cositas de hierro en las anillitas que sirven para cerrar.

—¡Huy, quédese tranquila, señorita!

A Toussaint nunca se le olvidaba hacerlo y Cosette lo sabía perfectamente, pero no pudo por menos de añadir:

—¡Es que es tan despoblada esta zona!

—En eso tiene usted toda la razón —dijo Toussaint—. ¡La podrían asesinar a una antes de que le diera tiempo a decir uf! Y encima el señor no duerme en la casa. Pero no tenga miedo, señorita, que cierro las ventanas como si esto fuera una cárcel. ¡Unas mujeres solas! ¡Ya lo creo que es para que den tiriteras! ¿Se lo imagina? Ver entrar por la noche a unos hombres en el cuarto de una y que le digan: ¡A callar! y empiecen a degollarla. Y no es tanto porque te maten, porque, bueno, morirse, ya sabemos que nos tenemos que morir, pero lo que resulta odioso es que una gente así te ande tocando. ¡Y además seguro que llevan unos cuchillos que cortan fatal! ¡Ay, Dios!

—Cállese —dijo Cosette— y cierre bien todo.

Cosette, espantada con el melodrama que había improvisado Toussaint, y quizá también con el recuerdo de las apariciones de la semana anterior, de las que volvía a acordarse, ni siquiera se atrevió a decirle: «¡Vaya a ver qué es esa piedra que han dejado en el banco!», por temor a volver a abrir la puerta del jardín y que entrasen «los hombres». Hizo que Toussaint cerrase con cuidado todas las puertas y ventanas, la mandó a recorrer toda la casa, del sótano al desván, se encerró en su cuarto, echó los cerrojos, miró debajo de la cama, se acostó y durmió mal. Se pasó la noche viendo la piedra, del tamaño de una montaña y llena de cuevas.

Al salir el sol —lo propio del sol naciente es que hace que nos riamos de todos los temores de la noche y la risa que nos da guarda siempre proporción con el miedo que hemos pasado—, al salir el sol, pues, Cosette, al despertarse, vio sus temores como si hubieran sido una pesadilla y se dijo: «Pero, ¿en qué estaba pensando? ¡Igual que los pasos aquellos que me pareció oír de noche en el jardín la semana pasada! ¡Igual que la sombra de la chimenea! ¿Iré a volverme miedosa a estas alturas?». El sol, que brillaba por las rendijas de las contraventanas y convertía en púrpura el damasco de las cortinas, la tranquilizó tanto que todo se le fue de la cabeza, incluso la piedra.

—No había ninguna piedra en el banco igual que no había un hombre con sombrero de media copa en el jardín. He soñado la piedra, como soñé lo demás.

Se vistió, bajó al jardín, fue corriendo al banco y notó un sudor frío. Allí estaba la piedra.

Pero sólo le duró un momento. Lo que es temor de noche es curiosidad de día.

—¡Bah! —se dijo—. Vamos a ver.

Alzó la piedra, que era bastante grande. Debajo había algo que parecía una carta.

Era un sobre de papel blanco. Cosette lo cogió. No había señas por delante ni lo sellaba ninguna oblea por detrás. Pero el sobre, aunque abierto, no estaba vacío. Se veían a medias, dentro, unos papeles.

Cosette metió la mano. No era ya miedo lo que sentía, no era ya curiosidad; era un principio de ansiedad.

Cosette sacó del sobre lo que había dentro, un cuadernito con todas las páginas numeradas y con unas líneas escritas con una letra bastante bonita, pensó Cosette, y muy fina.

Cosette buscó un nombre, no lo había; una firma, no la había. ¿A quién iba dirigido aquello? A ella, probablemente, puesto que una mano había dejado el paquete en su banco. ¿De quién procedía? Se adueñó de ella una fascinación irresistible; intentó apartar los ojos de aquellas hojas que le temblaban en la mano; miró el cielo, la calle, las acacias que chorreaban luz, unas palomas que volaban por encima de un tejado vecino; luego, de pronto, bajó la vista con vehemencia hacia el manuscrito y se dijo que tenía que saber qué había en él.

Esto fue lo que leyó.

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