Los miserables

París a vista de búho

II

París a vista de búho

Cualquier ser vivo que hubiese planeado en aquellos momentos con alas de murciélago o de lechuza habría visto un espectáculo hosco.

Todo ese barrio viejo del Mercado Central, que es como una ciudad dentro de la ciudad, por el que pasan las calles de Saint-Denis y de Saint-Martin, en que se cruzan mil callejuelas y donde se habían hecho fuertes los insurrectos convirtiéndolo en su plaza de armas, se le habría aparecido como un agujero enorme y oscuro excavado en el centro de París. Era como si la mirada cayese en un barranco. Como los faroles estaban rotos y las ventanas cerradas, allí acababa cualquier fulgor de vida, cualquier rumor, cualquier movimiento. La invisible policía del levantamiento velaba por doquier y mantenía el orden, es decir, la oscuridad. Disimular los efectivos escasos con una gran oscuridad, multiplicar a todos y cada uno de los combatientes por las posibilidades que brinda esa oscuridad, tal es la táctica que precisa la insurrección. Al caer la tarde, a toda ventana o a toda vela que se hubiesen encendido les habían disparado una bala. La luz se había apagado y, a veces, el vecino había muerto. Nada se movía, en consecuencia. Sólo quedaba allí, en aquellas casas, temor, duelo y estupor; y, en las calles, algo semejante a un espanto sacro. Ni siquiera se divisaban las largas filas de ventanas y pisos, los festones de las chimeneas y de los tejados, los reflejos inconcretos que destellan en el pavimento embarrado y húmedo. Los ojos que hubieran mirado desde las alturas aquella acumulación de sombra quizá podrían haber visto a medias, de trecho en trecho, resplandores inconcretos que resaltaban líneas quebradas y extrañas, perfiles de edificaciones singulares, algo así como unas luces que fueran y vinieran entre unas ruinas; allí estaban las barricadas. Lo demás era un lago de oscuridad, brumoso, agobiante, fúnebre, por encima del que se alzaban como siluetas inmóviles y lúgubres la torre de Saint-Jacques, la iglesia de Saint-Merry y otros dos o tres edificios de gran tamaño que el hombre convierte en gigantes, y la noche, en fantasmas.

Rodeando ese laberinto desierto e intranquilizador, en los barrios en que no había desaparecido la circulación parisina y donde lucían unos cuantos faroles, el observador aéreo podría haber divisado el centelleo metálico de los sables y de las bayonetas, el rodar sordo de la artillería y el pulular de los batallones silenciosos que iban creciendo por minutos; cinturón formidable que se iba apretando y cerrando despacio en torno a la sublevación.

El barrio tomado no era ya sino una monstruosa caverna; todo parecía dormido o quieto y, como acabamos de ver, ninguna de las calles por las que era posible pasar brindaba nada que no fueran tinieblas.

Tinieblas hoscas, repletas de trampas, repletas de encuentros desconocidos y temibles, donde daba miedo penetrar y era espantoso quedarse, donde quienes entraban se estremecían ante quienes los estaban esperando, donde quienes esperaban se sobresaltaban ante los que iban a llegar. Combatientes invisibles emboscados tras las esquinas; las asechanzas del sepulcro ocultas en la densa oscuridad de la noche. Nada que esperar. Ninguna luz podía haber ya en aquellos lugares más que el relampaguear de los fusiles; ningún encuentro a no ser la aparición repentina y veloz de la muerte. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? Nadie lo sabía, pero era algo seguro e inevitable. Ahí, en ese lugar señalado para el combate, el gobierno y la insurrección, la Guardia Nacional y las sociedades populares, la burguesía y el levantamiento iban a enfrentarse a tientas. Tenían ambas partes la misma necesidad. Salir de allí o muertos o vencidos: no había ya más salida posible. Eran una situación tan extremada y una oscuridad tan poderosa que los más apocados notaban que los embargaba la determinación; y los más osados, que los embargaba el pánico.

Por lo demás, furia, encarnizamiento y determinación parejos por ambas partes. Para unos, avanzar era morir, y nadie pensaba en retroceder; para los otros, quedarse era morir; y nadie pensaba en huir.

Era preciso que todo hubiera acabado a la mañana siguiente, que la victoria estuviera o en un campo o en otro, que la insurrección fuera una revolución o una algarada. El gobierno lo entendía, y los partidos también; incluso el burgués más limitado lo sentía. Por eso había aquella impresión de angustia en la sombra impenetrable de ese barrio donde todo iba a zanjarse; por eso aquella ansiedad creciente en torno a ese silencio del que iba a surgir una catástrofe. No se oía sino un ruido, un ruido desgarrador, como un estertor, y amenazador como una maldición: el toque de rebato de Saint-Merry. Nada podía helar la sangre en las venas tanto como el clamor de aquella campana desatentada y desesperada que se lamentaba en las tinieblas.

Como sucede con frecuencia, la naturaleza parecía haberse puesto de acuerdo con lo que iban a hacer los hombres. Nada estorbaba las funestas armonías de aquel conjunto. Las estrellas habían desaparecido; unos nubarrones cubrían por completo el horizonte con sus pliegues melancólicos. Aquellas calles muertas las cubría un cielo tan negro como si una mortaja gigantesca se abriera sobre aquella gigantesca tumba.

Mientras una batalla totalmente política se aprestaba en ese mismo lugar que ya había presenciado tantos acontecimientos revolucionarios, mientras la juventud, las asociaciones secretas y la universidad, en nombre de los principios, y la clase media, en nombre de los intereses, se iban acercando para chocar, enzarzarse y derribarse, mientras todos metían prisa a la hora postrera de la crisis y la invocaban, más allá y fuera de aquel barrio fatídico, en lo más hondo de las cavidades insondables de ese París antiguo y mísero que se oculta tras los esplendores del París dichoso y opulento, oíase retumbar sordamente la voz del pueblo.

Voz amedrentadora y sagrada que es a medias rugido de fiera y a medias palabra de Dios, que aterra a los débiles y que avisa a los prudentes, que llega al tiempo desde abajo, como la voz del león, y desde arriba, como la voz del trueno.

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