Los miserables

Qué pensaba

XIV

Qué pensaba

Una última palabra.

Como este tipo de detalles podría, sobre todo en la época en que vivimos, y por recurrir a una expresión que está ahora de moda, dar al obispo de Digne cierta fisonomía «panteísta» y dar a creer, bien para censurarlo, bien para alabarlo, que tenía una de esas filosofías personales, propias de nuestro siglo, que germinan a veces en las mentes solitarias y en ellas se edifican y crecen hasta ocupar el lugar de las religiones, insistimos en el hecho de que ni uno solo de quienes conocieron a monseñor Bienvenu se habría creído autorizado a pensar nada por el estilo. Lo que iluminaba a aquel hombre era el corazón. Su sabiduría consistía en la luz que de ahí procede.

Ningún sistema y muchas obras. En las especulaciones abstrusas hay vértigo; nada indica que el obispo se aventurase por los apocalipsis. El apóstol puede ser atrevido, pero el obispo debe ser tímido. Probablemente le habría supuesto escrúpulos de conciencia ahondar demasiado en algunos problemas reservados, como quien dice, a las mentes preclaras y excelsas. Hay terror sagrado bajo los soportales de los enigmas; esos huecos sombríos están ahí, abiertos, pero hay algo que nos dice a los transeúntes de la vida que no entremos. ¡Ay de quien penetre en ellos! Los genios, en las honduras inauditas de la abstracción y de la especulación pura, colocándose como quien dice por encima de los dogmas, le proponen sus ideas a Dios. Su oración brinda audazmente la discusión. Su adoración interroga. Así es la religión directa, colmada de ansiedad y de responsabilidad para quien intenta escalar sus escarpadas pendientes.

La meditación humana es ilimitada. Por su cuenta y riesgo analiza su propio deslumbramiento y ahonda en él. Podríamos casi decir que, por algo así como una reacción espléndida, deslumbra a su vez a la naturaleza; el misterioso mundo que nos rodea devuelve lo que recibe; es probable que a los contempladores los contemplen. Fuere como fuere, existen en la tierra hombres —¿son acaso hombres?— que divisan con claridad, al fondo de los horizontes del sueño, la cima de lo absoluto y que tienen la visión terrible de la montaña infinita. Monseñor Bienvenu no era de ésos; monseñor Bienvenu no era un genio. Lo habrían amedrentado esas cosas tan sublimes desde las que algunos, incluso los de mucha envergadura, como Swedenborg y Pascal, fueron cayendo en la demencia. Cierto es que esas poderosas ensoñaciones tienen su utilidad moral y por esos caminos arduos nos acercamos a la perfección ideal. Él tiraba por el camino más corto, el Evangelio.

No intentaba hacer en su casulla las jaretas del manto de Elías; no proyectaba ningún rayo de luz de futuro en el oleaje tenebroso de los acontecimientos; no intentaba condensar en llamas el resplandor de las cosas; no había en él nada del profeta ni nada del mago. Aquella alma humilde amaba; eso es todo.

Es harto probable que dilatase la oración hasta una aspiración sobrehumana; pero, de la misma forma que es imposible amar demasiado, no es posible orar demasiado; y si fuera una herejía orar más allá de los textos, santa Teresa y san Jerónimo serían unos heréticos.

Monseñor Bienvenu se inclinaba sobre cuanto gime y sobre cuanto expía. Veía el universo como una enfermedad gigantesca; sentía doquier la fiebre, auscultaba doquier el sufrimiento y, sin intentar intuir el enigma, procuraba vendar la llaga. El temible espectáculo de las cosas creadas desarrollaba en él la ternura; se entregaba por completo a hallar para sí y a inspirar a los demás la mejor forma de compadecer y aliviar; cuanto existe era para ese sacerdote bueno y fuera de lo común motivo permanente de tristeza que intentaba consolar.

Hay hombres que trabajan extrayendo oro; él se dedicaba a extraer compasión. La miseria universal era su mina. El dolor por doquier no era sino una ocasión para la bondad a todas horas. lo decía tal cual, no deseaba nada más y no tenía más doctrina que ésa. Un día, aquel hombre que se creía «filósofo», aquel senador de quien ya hemos hablado, le dijo al obispo:

—Pero mire Su Ilustrísima el espectáculo del mundo; todos en guerra contra todos; el más fuerte es el más listo. Ese es una necedad.

—Pues si es una necedad —contestó monseñor Bienvenu sin discutir—, el alma debe encerrarse en ella como la perla en la ostra.

Y se encerraba, vivía encerrado en ello, le bastaba por completo y daba de lado las preguntas prodigiosas que atraen y espantan, las perspectivas insondables de la abstracción, los precipicios de la metafísica, todas esas honduras que, para el apóstol, convergen en Dios, y, para el ateo, en la nada: el destino, el bien y el mal, la guerra del ser contra el ser, la conciencia del hombre, el sonambulismo meditabundo del animal, la transformación que llega con la muerte, la recapitulación de existencias que cabe en el sepulcro, el injerto incomprensible de los amores sucesivos en el yo persistente, la esencia, la sustancia, Nil y Ens, el alma, la naturaleza, la libertad, la necesidad; problemas como barrancos a pico; densidades lúgubres, a las que se asoman los arcángeles desmesurados de la inteligencia humana; abismos formidables que Lucrecio, Manu, san Pablo y Dante contemplan con esa mirada fulgurante que, cuando se clava en el infinito, hace que en él se abran estrellas.

Monseñor Bienvenu era sencillamente un hombre que tomaba constancia desde fuera de las cuestiones misteriosas sin escrutarlas, sin darles vueltas y sin alterar con ellas su mente; y llevaba en el alma el solemne respeto de la sombra.

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo