Los miserables

Jondrette casi llora

IX

Jondrette casi llora

El cuchitril estaba tan oscuro que a quienes llegaban de la calle les daba, al entrar en él, la impresión de estar entrando en un sótano. Los dos recién llegados anduvieron, pues, con pasos titubeantes, ya que apenas si veían unas formas inconcretas alrededor, mientras que los ojos de los moradores de la buhardilla, acostumbrados a ese crepúsculo, los veían y examinaban a la perfección.

El señor Leblanc se acercó, con aquella mirada suya, bondadosa y triste, y le dijo al señor Jondrette:

—Caballero, en este paquete tiene prendas de vestir nuevas, medias y mantas de lana.

—Nuestro angélico benefactor nos colma —dijo Jondrette, haciendo una reverencia hasta el suelo.

Luego se arrimó a su hija mayor y le dijo al oído, en voz baja y a toda prisa, mientras los dos visitantes miraban detenidamente aquella vivienda lamentable:

—¿Qué te decía yo? ¡Ropa! Y de dinero, nada. ¡Todos son iguales! Por cierto, ¿cómo iba firmada la carta de este viejo imbécil?

—Fabantou —contestó la hija.

—El artista dramático; bueno.

Bien hizo Jondrette en preguntarlo, porque en ese preciso momento el señor Leblanc se estaba volviendo hacia él y le estaba diciendo con esa cara de andar buscando el nombre de alguien:

—Veo que es usted muy digno de compasión, señor…

—Fabantou —respondió con presteza Jondrette.

—Señor Fabantou, sí, eso es, ya me acuerdo.

—Artista dramático, caballero, y que tuvo sus éxitos.

Llegados a este punto, a Jondrette le pareció que era el momento de hacerse con el «filántropo». Exclamó con un tono de voz en que había a un tiempo vanagloria de saltimbanqui de feria y humildad de mendigo del camino real: «¡Alumno de Talma, caballero! ¡Soy alumno de Talma! La fortuna me sonrió antaño. Ahora, ¡ay!, le ha tocado el turno a la desgracia. Vea, bienhechor mío, no tenemos ni pan ni fuego. ¡Mis pobres chiquillas no tienen fuego! ¡Mi única silla tiene roto el asiento! ¡Un cristal roto! ¡Con este tiempo! ¡Mi esposa en la cama, enferma!».

—Pobre mujer —dijo el señor Leblanc.

—¡Mi hija herida! —añadió Jondrette.

La niña, distraída con la llegada de los extraños, estaba mirando a «la señorita» y había dejado de llorar.

—¡Llora! ¡Berrea! —le dijo Jondrette por lo bajo.

Y, al mismo tiempo, le dio un pellizco en la mano enferma. Todo ello con destreza de prestidigitador.

La niña puso el grito en el cielo.

La joven adorable a quien Marius llamaba, en su corazón, «su Ursule», se acercó rápidamente.

—¡Pobrecita niña! —dijo.

—¡Vea usted, mi encantadora señorita —siguió diciendo Jondrette—, le sangra la muñeca! Es un accidente que le ocurrió trabajando en una máquina para ganar 30 céntimos diarios. ¡A lo mejor hay que cortarle el brazo!

—¿De verdad? —dijo el anciano caballero alarmado.

Arreciaron los sollozos de la niña, que se había tomado en serio la frase del padre.

—¡Ay, sí, por desgracia, benefactor mío! —contestó Jondrette.

Llevaba unos momentos mirando fijamente al «filántropo» con una expresión rara. Mientras hablaba, parecía pasarle revista con mucha atención como si estuviese intentando hacer acopio de sus recuerdos. De pronto, aprovechando que los recién llegados le estaban preguntando a la niña con mucho interés por la mano herida, se acercó a su mujer, que estaba en la cama con expresión abatida y alelada, y le dijo con vehemencia y en voz muy baja: —¡Fíjate bien en ese hombre!

Luego, volviéndose hacia el señor Leblanc, siguió lamentándose:

—¡Fíjese, caballero, no llevo encima más que una camisa de mi mujer! ¡Y toda rota! ¡En pleno invierno! No puedo salir porque no tengo levita. Si tuviera una levita, la que fuera, iría a ver a la señorita Mars, que me conoce y me tiene mucho cariño. ¿Sigue viviendo en la calle de La Tour-des-Dames? ¿Sabe, caballero? Actuamos juntos en provincias. Compartí con ella los laureles. ¡Célimène me ayudaría, caballero! ¡Elmire le daría una limosna a Bélisaire! Pero ¡no! ¡Nada! ¡Y ni un céntimo en casa! ¡Mi mujer enferma y ni un céntimo! ¡Mi hija peligrosamente herida y ni un céntimo! Mi esposa tiene ahogos. Es cosa de su edad, y además se ha metido por medio el sistema nervioso. ¡Necesitaría cuidados, y mi hija también! Pero ¡el médico! Pero ¡el boticario! ¿Cómo los iba a pagar? ¡No tengo un ochavo! ¡Me arrodillaría delante de una moneda de diez céntimos, caballero! ¡A esto han llegado las artes! ¿Y sabe usted, mi encantadora señorita, y sabe usted, mi generoso protector, saben ustedes, ustedes que respiran virtud y bondad y que perfuman esa iglesia donde los ve a diario mi pobre hija cuando va a rezar…? Porque yo crío a mis hijas religiosamente, caballero. No he querido que entrasen en el teatro. ¡Ah, las muy tunas! ¡Que no las vea yo desmandarse! ¡No soy hombre que se ande con bromas! ¡Menudas melopeas les suelto sobre el honor, la buena conducta y la virtud! Pregúntenles. Tienen que andar derechas. Tienen un padre. No son de esas desdichadas que empiezan por no tener familia y acaban por casarse con el público. De ser señorita Nadie pasan a ser la señora de Todo-el-mundo. ¡Por Dios vivo! ¡En la familia Fabantou nada de eso! ¡Tengo mucho empeño en educarlas virtuosamente, y que sean honestas, y que se porten bien y que crean en Dios! ¡Por Cristo! Pues mire, caballero, mi digno señor, ¿sabe lo que va a ocurrir mañana? Mañana es 4 de febrero, el día fatídico, el último plazo que me ha dado el casero; si no le pago esta noche, mañana a mi hija mayor y a mí, y a mi esposa con la fiebre que tiene, y a mi hija herida, nos echarán a los cuatro y nos pondrán en la calle, en el bulevar, sin refugio, bajo la lluvia, bajo la nieve. ¡Eso es lo que va a pasar, caballero! ¡Debo cuatro recibos, un año! O sea, alrededor de sesenta francos.

Jondrette mentía. Cuatro recibos habrían sido sólo cuarenta francos; y no podía deber cuatro, ya que no hacía ni seis meses que Marius había pagado dos.

El señor Leblanc se sacó del bolsillo cinco francos y los arrojó encima de la mesa.

A Jondrette le dio tiempo de refunfuñar al oído de su hija mayor:

—¡Bribón! ¿Qué querrá que haga con sus cinco francos? ¡Con eso no pago ni la silla ni el cristal! ¡Para eso se mete uno en gastos!

Entretanto, el señor Leblanc se había quitado una levita parda muy amplia que llevaba encima de la levita azul y la había puesto en el respaldo de una silla.

—Señor Fabantou —dijo—. Sólo llevo encima esos cinco francos, pero voy a acompañar a mi hija a casa y volveré a última hora de la tarde. ¿No es esta noche cuando tiene que pagar?

A Jondrette le iluminó la cara una expresión extraña. Contestó impetuosamente:

—Sí, mi respetable señor. A las ocho tengo que ir a ver al casero.

—Estaré aquí a las seis y le traeré los sesenta francos.

—¡Bienhechor mío! —exclamó Jondrette fuera de sí.

Y añadió por lo bajo:

—¡Míralo bien, mujer!

El señor Leblanc había vuelto a coger del brazo a la hermosa joven y se dirigía a la puerta.

—Hasta la tarde, amigos míos —dijo.

—¿A las seis? —preguntó Jondrette.

—A las seis en punto.

En ese momento, la mayor de las Jondrette se dio cuenta de que la levita se había quedado en la silla.

—Señor —dijo—, se deja olvidada la levita.

Jondrette fulminó a su hija con la mirada al tiempo que se encogía de hombros rabiosamente.

El señor Leblanc se volvió y respondió con una sonrisa:

—No se me olvida; la dejo.

—¡Ah, protector mío! —dijo Jondrette—. ¡Mi augusto benefactor, me deshago en llanto! Permita que lo acompañe hasta el coche.

—Si sale —respondió el señor Leblanc—, póngase el gabán, que hace mucho frío.

Jondrette no se lo hizo repetir dos veces. Le faltó tiempo para enfundarse la levita parda.

Y salieron los tres. Jondrette iba precediendo a los dos extraños.

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