Los miserables

En el filo

III

En el filo

Marius había llegado al Mercado Central.

Allí estaba todo más tranquilo, más oscuro y más quieto aún que en las calles aledañas. Hubiérase dicho que la paz del sepulcro había brotado de la tierra y se había extendido bajo la capa del cielo.

Un resplandor rojizo, no obstante, perfilaba sobre aquel fondo negro los tejados elevados de las casas que cortaban la calle de La Chanvrerie por la zona de Saint-Eustache. Era el reflejo de la antorcha encendida en la barricada de Corinthe. Marius se encaminó hacia ese resplandor rojizo. Lo condujo hasta la calle de Le Marché-aux-poirées y ya divisaba la entrada tenebrosa de la calle de Les Prêcheurs. Se metió por ella. El centinela de los insurrectos, que estaba vigilando la otra punta de la calle, no lo vio. Marius notaba que estaba muy cerca de lo que había ido a buscar y caminaba de puntillas. Llegó así al recodo de ese tramo corto de la calle de Mondétour que era, como recordaremos, la única comunicación que había dejado Enjolras con el exterior. En la esquina de la última casa de la izquierda asomó la cabeza por el tramo de Mondétour y miró.

Algo más allá de la esquina oscura de la callejuela con la calle de La Chanvrerie, que proyectaba una capa extensa de sombra donde él estaba también hundido, divisó alguna luz en los adoquines, una parte de la taberna y, detrás, un farolillo que hacía guiños en algo así como una muralla informe; y a unos hombres sentados a lo moro y con los fusiles encima de las rodillas. Todo ello a una distancia de veinte metros. Era el interior de la barricada.

Las casas que flanqueaban la callejuela, a la derecha, le tapaban el resto de la taberna, la barricada grande y la bandera.

Marius no tenía ya sino un paso más que dar.

Entonces, el desventurado joven se sentó en un mojón, se cruzó de brazos y pensó en su padre.

Pensó en aquel heroico coronel Pontmercy que había sido un soldado tan valiente, que había defendido, en tiempos de la República, la frontera de Francia y llegado con el emperador hasta las fronteras de Asia; que había visto Génova, Alejandría, Milán, Turín, Madrid, Viena, Dresde, Berlín y Moscú; que se había dejado en todos los campos de victoria de Europa unas cuantas gotas de esa misma sangre que él, Marius, llevaba en las venas; que había encanecido prematuramente en la disciplina y el mando; que había vivido sin desabrocharse el cinturón, con las charreteras colgándole sobre el pecho, con la escarapela tiznada de pólvora, con el casco arrugándole la frente, en barracones, en campamentos, en vivaques, en ambulancias; y que, al cabo de veinte años, había vuelto de esas guerras mayores con un tajo en la mejilla y el rostro sonriente, sencillo, tranquilo, admirable, puro como un niño, tras hacer por Francia todo cuanto estuvo en su mano y nada en contra de ella.

Se dijo que a él también le había llegado su día; que su hora había sonado por fin; que, tras los pasos de su padre, iba él también a ser valiente, intrépido, osado, a correr hacia las balas, a ofrecer el pecho a las bayonetas, a derramar la sangre, a buscar al enemigo, a buscar la muerte; que le había llegado la vez de pelear y de ir al campo de batalla; y que ese campo de batalla al que iba era la calle; ¡y que esa guerra en que iba a luchar era la guerra civil!

Vio la guerra civil abierta como un abismo ante él y vio que en ese abismo era en el que iba a caer.

Entonces se estremeció.

Pensó en aquella espada de su padre que su abuelo le había vendido a un chamarilero y que él había echado de menos con tanta amargura. Se dijo que aquella espada valiente y casta había hecho bien al írsele de las manos y alejarse irritada entre las tinieblas; que si había escapado de esa forma, ello se debía a que era inteligente y preveía el futuro; era que presentía los disturbios, la guerra en el arroyo, la guerra callejera, las ráfagas de tiros por los tragaluces de los sótanos, los golpes que se dan y se reciben por la espalda; que, porque venía de Marengo y de Friedland, no quería ir a la calle de La Chanvrerie; ¡que, después de lo que había hecho con el padre, no quería hacer aquello otro con el hijo! ¡Se dijo que si tuviese ahora esa espada, que si, por haberla recogido a la cabecera de su padre muerto, se hubiera atrevido a cogerla y llevársela para este combate nocturno entre franceses en una encrucijada, lo más seguro es que le habría quemado las manos, y se habría convertido, ante sus ojos, en una espada flamígera como la del ángel! Se dijo que afortunadamente no estaba allí y que afortunadamente había desaparecido, que estaba bien, que era justo, que el auténtico guardián de la gloria de su padre había sido su abuelo, y que más valía que la espada del coronel la hubiesen subastado, se la hubiesen vendido al trapero, la hubiesen arrojado al montón de los hierros viejos, antes de clavarse ahora en el costado de la patria.

Y, luego, se echó a llorar amargamente.

Era espantoso. Pero ¿qué podía hacer? Sin Cosette no podía vivir. Como ella se había ido, a él no le quedaba más remedio que morir. ¿Acaso no le había dado su palabra de honor de que se moriría? Y ella se había ido aun sabiendo eso; así que le agradaba que Marius muriese. Y además estaba claro que ya no lo quería, puesto que se había marchado así, sin avisarlo, sin una palabra, sin una carta, ¡y eso que sabía sus señas! Ahora, ya, ¿para qué vivir y por qué vivir? Y, además, ¡qué demonios!, ¿cómo iba a haber llegado hasta allí para retroceder después? ¡Haberse acercado al peligro y escapar! ¡Haber ido a ver la barricada y escurrir el bulto! Escurrir el bulto temblando y diciendo: ¡bien pensado, con esto me basta, ya he visto de sobra, ya está bien, es la guerra civil, me marcho! ¡Abandonar a sus amigos, que lo estaban esperando, que, a lo mejor, lo necesitaban! ¡Que eran unos pocos contra un ejército! Faltar a todo a la vez: ¡al amor, a la amistad, a la palabra dada! ¡Proporcionarle a su cobardía el pretexto del patriotismo! ¡No podía ser! Y si el fantasma de su padre estuviera allí, en la sombra, y lo viera retroceder, le daría en la parte baja de la espalda, de plano, con la espada y le diría: ¡Adelante, cobarde!

Presa de aquel vaivén de pensamientos, tenía la cabeza gacha.

De repente, la enderezó. Acababa de pasársele por la cabeza algo que parecía una rectificación espléndida. Cuando la tumba está cerca, se da una dilatación particular del pensamiento; que se avecine la muerte permite ver la verdad. La visión de la acción que quizá se sentía a punto de emprender dejó de parecerle lamentable para parecerle soberbia. La guerra callejera se transfiguró de súbito, a saber por qué íntima elaboración del alma, ante la mirada de sus pensamientos. Todos los tumultuosos signos de interrogación de la reflexión regresaron a borbotones, pero sin trastornarlo. No dejó ni uno sin respuesta.

A ver, ¿por qué iba a indignarse su padre? ¿Es que no hay casos en que la insurrección alcanza la dignidad de un deber? ¿Qué podría ir en menoscabo del hijo del coronel Pontmercy en ese combate que empezaba? No se trata ya ni de Montmirail ni de Champaubert; es otra cosa. Ya no se trata de un territorio sagrado, sino de una idea santa. La patria se lamenta, bien está; pero la humanidad aplaude. Francia sangra, pero la libertad sonríe; y, al ver la sonrisa de la libertad, Francia olvida la herida. Y, además, mirando las cosas aún desde más alto, ¿quién iba a hablar de guerra civil?

¿Qué es eso de guerra civil? ¿Existe acaso una guerra extranjera? ¿No es acaso toda guerra entre hombres una guerra entre hermanos? Lo único que califica a la guerra es lo que pretende. No hay ni guerra extranjera ni guerra civil; sólo hay guerra justa e injusta. Hasta el día en que se consume el gran concordato humano, la guerra, al menos esa que consiste en el esfuerzo del porvenir que arremete contra el pasado que tarda en irse, puede ser necesaria. ¿Qué se le puede reprochar a esa guerra? La guerra no se torna vergüenza ni la espada se torna puñal más que cuando asesina al derecho, al progreso, a la razón, a la civilización, a la verdad. En tal caso, sea guerra civil o sea guerra extranjera, es inicua; se llama crimen. Si dejamos aparte ese hecho santo, la justicia ¿con qué derecho iba a despreciar una forma de guerra a otra? ¿Con qué derecho iba a renegar la espada de Washington de la pica de Camille Desmoulins? Leónidas contra los extranjeros, Timoleón contra el tirano, ¿cuál de los dos es más grande? Aquél es el defensor, y éste, el liberador. ¿Puede censurarse cualquier toma de armas dentro de la ciudad sin preguntarse qué pretende? Tíldese entonces de infames a Bruto, a Marcelo, a Arnould de Blankenheim, a Coligny. ¿Guerra de emboscadas? ¿Guerra callejera? ¿Por qué no? Así era la guerra de Ambiorix, de Artevelde, de Marnix, de Pelayo. Pero Ambiorix luchaba contra Roma; Artevelde, contra Francia; Marnix, contra España; Pelayo, contra los moros; todos ellos contra el extranjero. Pues bien, la monarquía es el extranjero; la opresión es el extranjero; el derecho divino es el extranjero. El despotismo viola la frontera ética de la misma forma que el extranjero viola la frontera geográfica. Expulsar al tirano o expulsar a los ingleses supone, en ambos casos, recuperar el territorio propio. Llega un momento en que con protestar ya no basta; tras la filosofía, es precisa la acción; la fuerza viva remata lo que esbozó la idea: empieza, Aristogitón acaba; la Enciclopedia lleva las luces a las almas, el 10 de agosto las electriza. Tras Esquilo, llega Trasíbulo; tras Diderot, Danton. Las muchedumbres tienen tendencia a aceptar al amo. Su masa crea apatía. El gentío se totaliza fácilmente en obediencia. Hay que pinchar a los hombres, darles empellones e increparlos con rudeza por su propio bien, que consiguen con su libertad, y arrojarles la luz a puñados terribles. Su propia salvación tiene que fulminarlos hasta cierto punto; ese deslumbramiento los despierta. De ahí la necesidad de los toques de rebato y de las guerras. Tienen que alzarse grandes combatientes, iluminar audazmente a las naciones y espabilar a esa triste humanidad que cubren de sombra el derecho divino, la gloria de los césares, la fuerza, el fanatismo, el poder irresponsable y las majestades absolutas; tropel estúpidamente absorto en la contemplación, en su esplendor crepuscular, de esos sombríos triunfos de la noche. ¡Abajo el tirano! Pero ¿cómo? ¿Qué dice? ¿Llama tirano a Luis Felipe? No, ni tampoco a Luis XVI. Los dos son eso que la historia suele llamar reyes buenos; pero los principios no pueden despacharse en partes; la lógica de lo verdadero es rectilínea; lo propio de la verdad es que carece de condescendencia; no existen, pues, concesiones; hay que suprimir cualquier intento de pisotear al hombre; Luis XVI lleva en sí el derecho divino, y Luis Felipe, el hecho de ambos representan hasta cierto punto la confiscación del derecho y, para barrer la usurpación universal, hay que combatirlos; es preciso porque Francia es siempre la que va por delante. Cuando cae el amo en Francia, cae por todas partes. En resumidas cuentas, restablecer la verdad social, devolverle el trono a la libertad, devolverle el pueblo al pueblo, devolverle al hombre la soberanía, volver a ponerle a Francia en la cabeza el tocado de púrpura, restaurar en toda su plenitud la razón y la equidad, suprimir todo germen de antagonismo al devolverlos a todos a sí mismos, aniquilar el obstáculo que supone la monarquía para la ingente concordia universal, volver a colocar al género humano al mismo nivel que el derecho, ¿puede haber causa más justa y, por consiguiente, guerra mejor? Guerras así construyen la paz. Una fortaleza enorme de prejuicios, de privilegios, de supersticiones, de mentiras, de concusiones, de abusos, de violencias, de iniquidades, de tinieblas se yergue aún sobre el mundo con sus torres de odio. Hay que derribarla. Hay que echar abajo esa mole monstruosa. Vencer en Austerlitz es algo grande; tomar la Bastilla es algo gigantesco.

No hay nadie que no lo haya comprobado en su persona: el alma, y en eso reside la maravilla de su unidad que también implica ubicuidad, tiene la curiosa aptitud de razonar casi con frialdad en las extremidades más violentas; y sucede con frecuencia que la pasión desconsolada y la honda desesperación, en la mismísima agonía de sus monólogos más oscuros, traten algunos temas y discutan algunas tesis. La lógica se mezcla con la convulsión y el hilo del silogismo flota sin romperse en la tormenta lúgubre del pensamiento. En tal estado de ánimo se hallaba Marius.

Mientras reflexionaba así, agobiado, pero resuelto y, pese a todo, dubitativo, y, en resumidas cuentas, estremecido por lo que iba a hacer, le vagaba la vista por el interior de la barricada. Los insurrectos charlaban a media voz, sin moverse, y se palpaba ese silencio a medias que caracteriza la última fase de la espera. Más arriba, en un tragaluz de un tercer piso, Marius divisaba algo así como un espectador o un testigo que le parecía curiosamente atento. Era el portero a quien había matado Le Cabuc. Desde abajo, con la reverberación de la antorcha hundida entre los adoquines, apenas si se divisaba con claridad aquella cabeza. Nada resultaba más extraño, en aquella luz oscura e incierta, que esa cara lívida, inmóvil, pasmada, con el pelo tieso, con los ojos desorbitados que miraban fijamente y con la boca abierta, asomada a la calle como si sintiera curiosidad. Hubiérase dicho que el que ya estaba muerto miraba a los que iban a morir. Un largo reguero de sangre, que había brotado de esa cabeza, bajaba en hilillos rojizos hasta la altura del primer piso y allí se detenía.

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo