Los miserables

El resultado de juntar dos desdichas es la felicidad

III

El resultado de juntar dos desdichas es la felicidad

Al despuntar el día siguiente, Jean Valjean estaba otra vez junto a la cama de Cosette. Esperaba, sin moverse, y la vio despertarse.

Algo nuevo se le metía en el alma.

Jean Valjean nunca había sentido cariño por nadie. Llevaba veinticinco años solo en el mundo. Nunca había sido padre, amante, marido, amigo. En presidio era malo, adusto, casto, ignorante y hosco. El corazón de aquel presidiario viejo estaba rebosante de virginidades. De su hermana y los hijos de su hermana no tenía sino un recuerdo inconcreto y lejano que, andando el tiempo, se había desvanecido casi por completo. Se había esforzado cuanto había podido para localizarlos, y, como no había podido, los había olvidado. Tal es la naturaleza humana. Las demás emociones tiernas de la juventud, si es que las había tenido, habían caído en un abismo.

Cuando vio a Cosette, cuando la cogió, se la llevó y la liberó, notó que se le removían las entrañas. Cuantos sentimientos de pasión y afecto llevaba dentro despertaron y se abalanzaron hacia esa niña. Se acercaba a la cama en que dormía y se estremecía de gozo; sentía dolores de parto como una madre y no sabía qué era aquello; pues esa vibración tan grande y extraña de un corazón que empieza a amar es muy misteriosa y muy dulce.

¡Pobre corazón viejo y tan nuevo!

Pero, como tenía cincuenta y cinco años y Cosette, ocho, todo el amor que habría podido tener en la vida se juntó en algo así como un resplandor inefable.

Era la segunda aparición blanca con que topaba. El obispo hizo amanecer en su corazón la virtud; Cosette hacía que amaneciera el amor.

Los primeros días transcurrieron en ese deslumbramiento.

¡También Cosette, la pobre criaturita, se iba volviendo otra sin darse cuenta! Era tan niña cuando la dejó su madre que ya no la recordaba. Como todos los niños, que son como los zarcillos de la parra que se enganchan en todo, intentó querer. No lo consiguió. Todos la rechazaron: los Thénardier, sus hijas, los demás niños. Quiso al perro y el perro se murió. Luego nada ni nadie quisieron saber nada de ella. Es lúgubre decirlo y ya lo habíamos indicado: a los ocho años tenía el corazón helado. No era culpa suya, no es que le faltase la facultad de amar, sino, ¡ay!, la posibilidad. Y en consecuencia desde el primer día todo cuanto en ella sentía y pensaba empezó a querer a aquel pobre hombre. Notaba lo que no había notado nunca: una sensación de plenitud.

Y el hombre no le parecía ya ni viejo ni pobre. Jean Valjean le parecía guapo, de la misma forma que el cuchitril aquel le parecía bonito.

Son impresiones de aurora, de infancia, de juventud, de alegría. La novedad de la tierra y de la vida tiene que ver con ellas. Nada hay tan delicioso como el reflejo de la dicha que colorea el desván. Todos tenemos en nuestro pasado un sotabanco azul.

La naturaleza había puesto la enorme separación de cincuenta años de intervalo entre Jean Valjean y Cosette; y el destino abolió esa separación. El destino unió repentinamente y emparejó con su poder irresistible esas dos existencias sin raíces, diferentes en la edad, semejantes en el duelo. Y, efectivamente, se completaban. El instinto de Cosette buscaba un padre de la misma forma que el instinto de Jean Valjean buscaba un hijo. Conocerse fue hallarse. En el momento misterioso en que las dos manos se tocaron, se quedaron soldadas. Cuando esas dos almas se vieron, se reconocieron, reconocieron que se necesitaban y se fundieron en un estrecho abrazo.

Si tomamos las palabras en su acepción más amplia y absoluta, podríamos decir que, al separarlos de los demás unos muros sepulcrales, Jean Valjean era el Viudo y Cosette, la Huérfana. Aquella situación convirtió, de forma celestial, a Jean Valjean en el padre de Cosette.

Y, en verdad, aquella impresión misteriosa que le hizo a Cosette, en lo hondo del bosque de Chelles, la mano de Jean Valjean cuando cogió la suya en la oscuridad no era una ilusión, sino una realidad. La aparición de ese hombre en el destino de esa niña fue como la llegada de Dios.

Por lo demás, Jean Valjean había elegido bien el refugio. Tenía allí una seguridad que podía parecer completa.

La habitación con gabinete que ocupaba con Cosette era la que tenía ventana al bulevar. Como aquella ventana era única en la casa, no había que temer las miradas de los vecinos, ni de lado ni de frente.

La planta baja del número 50-52, una especie de cobertizo destartalado, la usaban de almacén unos hortelanos y no tenía comunicación con el primer piso, del que lo separaba el suelo, sin trampilla ni escaleras, que era como el diafragma del caserón. En el primer piso había, como ya hemos dicho, varias habitaciones y unos cuantos desvanes, de los cuales sólo estaba ocupado uno, donde vivía una anciana que le hacía la limpieza a Jean Valjean. En el resto del caserón no vivía nadie.

Era aquella anciana, que ostentaba el título de y, en realidad, desempeñaba el cometido de portera, la que le había alquilado aquella vivienda el día de Nochebuena. Se había presentado como un rentista que se había arruinado con los bonos españoles y se iba a ir a vivir ahí con su nieta. Pagó seis meses por adelantado y dejó encargada a la anciana de amueblarle la habitación y el gabinete, como ya hemos visto. Era esa buena mujer quien había encendido la estufa y preparado todo la noche en que llegaron.

Fueron pasando las semanas. Aquellos dos seres llevaban en aquel cuchitril mísero una vida dichosa.

Cosette reía desde que amanecía; parloteaba, cantaba. Los niños tienen sus cantos matutinos, como los pájaros.

A veces, Jean Valjean le cogía la manita encarnada y con las grietas de los sabañones y se la besaba. La pobre niña, acostumbrada a que le pegasen, no sabía a qué venía aquello y se iba, muy avergonzada.

De vez en cuando se ponía seria y miraba fijamente el vestidito negro. Cosette ya no iba hecha una andrajosa; iba de luto. Salía de la miseria y entraba en la vida.

Jean Valjean había empezado a enseñarle a leer. A veces, mientras la niña deletreaba, él pensaba que había aprendido a leer en presidio con la intención de hacer daño. Y aquella idea se había convertido en que ahora enseñaba a leer a una niña. Entonces el anciano presidiario sonreía con la sonrisa meditabunda de los ángeles.

Notaba que había en aquello una premeditación de más arriba, una voluntad de alguien que no era humano, y se perdía en ensoñaciones. Los pensamientos buenos también tienen abismos, igual que los malos.

Enseñar a leer a Cosette y dejarla jugar, en eso consistía casi toda la vida de Jean Valjean. Y además le hablaba de su madre y la hacía rezar.

Ella lo llamaba y no sabía que tuviera ningún otro nombre.

Él se pasaba las horas muertas mirando cómo vestía y desnudaba a la muñeca y oyéndola gorjear. La vida le parecía ya interesantísima; opinaba que los hombres eran buenos y justos; ya no le reprochaba in mente nada a nadie; no veía razón alguna para no vivir hasta muy viejo ahora que aquella niña lo quería. Veía por delante un porvenir que Cosette iluminaba con un fulgor delicioso. Los mejores hombres no están libres de algún pensamiento egoísta. De vez en cuando pensaba, con algo parecido a la alegría, que Cosette iba a ser fea.

Lo que sigue no es sino una opinión personal; pero, por no callarnos nada, diremos que, en el punto en que se hallaba Jean Valjean cuando empezó a querer a Cosette, no tenemos la seguridad de si no necesitaría aquel abastecimiento para perseverar en el bien. Acababa de ver desde perspectivas nuevas la maldad de los hombres y la miseria de la sociedad, perspectivas incompletas y que adolecían de la fatalidad de no mostrar sino uno de los aspectos de la verdad, la suerte de la mujer resumida en Fantine, la autoridad pública personificada en Javert; había vuelto a presidio, y en esta ocasión por haber hecho lo que debía; había probado nuevas amarguras; volvían a adueñarse de él el asco y el cansancio; incluso el recuerdo del obispo estaba quizá aproximándose a un eclipse, con la salvedad de que luego podría aparecer de nuevo luminoso y triunfante, pero el hecho era que aquel recuerdo santo se iba debilitando. ¿Quién sabe si Jean Valjean no estaba en vísperas de desanimarse y recaer? Quiso y volvió a ser fuerte. Por desgracia, no era menos frágil que Cosette. Él la protegió y ella le dio firmeza. Gracias a ella pudo caminar por la vida; gracias a ella pudo perseverar en la virtud. Fue el sostén de aquella niña y aquella niña fue su punto de apoyo. ¡Ah, misterio insondable y divino del equilibrio del destino!

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