Un lugar en que están naciendo unos convencimientos
IX
Un lugar en que están naciendo unos convencimientos
Dio un paso, cerró automáticamente la puerta tras entrar y se quedó de pie, contemplando lo que veía.
Era un recinto bastante amplio y poco iluminado, ora colmado de rumores, ora colmado de silencio, donde todo el aparato de un juicio criminal transcurría con su seriedad mezquina y lúgubre, entre el gentío.
En un extremo de la sala, aquel en que él estaba, había jueces con expresión distraída y toga raída, que se comían las uñas o entornaban los párpados; en el otro extremo, una muchedumbre andrajosa; abogados en todas las posturas, soldados de rostro honrado y duro; paneles de madera vieja y manchada, un techo sucio, unas meses cubiertas de una sarga más amarilla que verde, puertas que las manos habían ennegrecido; en unos clavos hincados en las paredes forradas de madera, unos quinqués de taberna que daban más humo que luz; encima de la mesa, velas de sebo en candeleros de cobre; oscuridad, fealdad, tristeza; y de todo eso se desprendía una impresión austera y augusta, porque se notaba esa trascendental cosa humana que llamamos la ley y esa trascendental cosa divina que llamamos la justicia.
Nadie de todo aquel gentío se fijó en él. Todas las miradas convergían en un punto único, un banco de madera pegado a una puertecita, siguiendo la línea de la pared, a la izquierda del presidente. En ese banco, que alumbraban varias velas de sebo, había un hombre entre dos gendarmes.
Aquel hombre era el hombre.
No lo buscó, lo vio. Se le fueron los ojos hacia él espontáneamente, como si hubieran sabido de antemano dónde estaba esa cara.
Creyó verse a sí mismo avejentado; no de rostro absolutamente semejante, desde luego, pero igual en la postura y el aspecto, con el pelo tieso, las pupilas fieras e inquietas, el blusón, tal y como era él el día en que entró en Digne, rebosante de rabia y escondiendo en el alma aquel repulsivo tesoro de pensamientos espantosos que había tardado diecinueve años en recoger del empedrado del presidio. Se dijo, con un escalofrío:
—¡Dios mío! ¿Volveré a ser así?
Aquel ser parecía tener al menos sesenta años. Había en él un no sé qué rudo, estúpido y amedrentado.
Al oír el ruido de la puerta, hubo quienes se apartaron para hacerle sitio y el presidente volvió la cabeza y, dándose cuenta de que el personaje que acababa de entrar era el señor alcalde de Montreuil-sur-Mer, lo saludó. El fiscal, que había visto al señor Madeleine en Montreuil-sur-Mer, donde había tenido que ir más de una vez por motivos de su ministerio, lo reconoció y lo saludó también. Él apenas si se dio cuenta. Era presa de una suerte de alucinación; miraba.
Jueces, un secretario del tribunal, gendarmes, una muchedumbre de caras cruelmente curiosas, ya había visto todo aquello una vez, tiempo atrás, hacía veintisiete años. Volvía a encontrarse con aquellas cosas nefastas; allí estaban, se movían, existían. No se trataba ya de un esfuerzo de su memoria, de un espejismo de sus pensamientos, eran gendarmes de verdad y jueces de verdad, una auténtica muchedumbre de hombres de verdad, de carne y hueso. Ya era un hecho, veía aparecer de nuevo y resucitar a su alrededor, con toda la fuerza temible de la realidad, los aspectos monstruosos de su pasado.
Todo aquello se abría ante él.
Le causó espanto, cerró los ojos y exclamó en lo más hondo del alma: ¡nunca!
¡Y, por un juego trágico del destino, que le conmocionaba todas las ideas y casi lo volvía loco, el que estaba allí era otro él en persona! ¡A aquel hombre a quien estaban juzgando todos lo llamaban Jean Valjean!
Tenía ante los ojos, visión inaudita, algo así como una representación del momento más horroroso de su vida que interpretaba su fantasma.
No faltaba nada: el mismo ceremonial, la misma hora de la noche, casi las mismas caras de los jueces, de los soldados y de los espectadores. La única diferencia era que encima de la cabeza del presidente estaba colgado un crucifijo, cosa de que carecían los tribunales cuando lo condenaron a él. Cuando lo juzgaron, Dios estaba ausente.
Tenía una silla detrás; se desplomó en ella, aterrado al pensar que podían verlo. Tras sentarse, aprovechó un montón de carpetas que había encima de la mesa de los jueces para ocultar la cara a toda la sala. Ahora podía ver sin que lo vieran. Poco a poco se fue recobrando. Se impuso en él por completo la sensación de la realidad; llegó a esa etapa de tranquilidad en que es posible escuchar.
El señor Bamatabois era uno de los jurados.
Buscó a Javert, pero no lo vio. La mesa del secretario tapaba el banco de los testigos. Y además, como acabamos de decir, la sala estaba casi a oscuras.
Cuando entró, el abogado del acusado estaba concluyendo el alegato. La atención de todo el mundo estaba en su punto máximo; hacía tres horas que había empezado el juicio. Aquel gentío llevaba tres horas viendo cómo se doblegaba poco a poco bajo el peso de unas apariencias terriblemente verosímiles un hombre, un desconocido, una especie de criatura mísera, tremendamente estúpida o tremendamente hábil. Sabido es ya que aquel hombre era un vagabundo que habían encontrado en un sembrado llevándose una rama cargada de manzanas maduras que había arrancado de un manzano en un cercado vecino, que llamaban Le Clos Pierron. ¿Quién era aquel hombre? Hubo una investigación; acababan de oír a unos testigos y habían sido unánimes; el juicio oral, en conjunto, había aclarado mucho las cosas. La acusación decía: «No sólo hemos cogido a un ladrón de fruta, a un merodeador; hemos echado el guante a un bandido, un reincidente que ha quebrantado el destierro, un ex presidiario, un facineroso peligrosísimo, un malhechor que se llama Jean Valjean a quien la justicia lleva buscando mucho tiempo y que, hace ocho años, al salir del presidio de Tolón, cometió un robo en descampado y a mano armada cuya víctima fue un niño deshollinador llamado Petit-Gervais, delito que contempla el artículo 383 del código penal y para el que nos reservamos un proceso posterior, cuando la identidad quede jurídicamente establecida. Acaba de cometer otro robo. Es un caso de reincidencia. Condénenlo por el nuevo hecho; más adelante lo juzgarán por el hecho pasado». Ante esta acusación, ante la unanimidad de los testigos, el acusado parecía asombrado más que nada. Hacía ademanes y gestos que querían decir que no, o miraba al techo. Le costaba hablar, contestaba con torpeza, pero toda su persona era una negación, de la cabeza a los pies. Era como un idiota en presencia de todas aquellas inteligencias dispuestas en orden de batalla a su alrededor, y como un extraño en medio de aquella sociedad que lo prendía. Pero, entre tanto, se estaba jugando el porvenir más ominoso; la verosimilitud iba a más por momentos; y todo aquel gentío miraba con ansiedad mayor que la suya aquella sentencia colmada de calamidades que cada vez se le acercaba más. Había una eventualidad incluso que permitía vislumbrar, además del presidio, una posible pena de muerte si quedaba determinada la identidad y si el caso Petit-Gervais concluía más tarde con una condena. ¿Quién era aquel hombre? ¿De qué clase era aquella apatía suya? ¿Era estupidez o astucia? ¿Entendía demasiado o no entendía nada en absoluto? Preguntas que tenían dividido al gentío y parecían dividir al jurado. Había en aquel proceso lo que asusta y lo que intriga; el drama no era solamente sombrío, era oscuro.
El abogado había pronunciado un alegato bastante bueno, en esa lengua provinciana en que consistió durante bastante tiempo la elocuencia en el foro y a la que recurrían antes todos los abogados, tanto los de París cuanto los de Romorantin o de Montbrison, y que ahora, como se ha convertido en clásica, no hablan ya sino los oradores oficiales de los tribunales, a quienes les viene bien porque es sonora, circunspecta y de porte majestuoso; una lengua en que un marido es una mujer, París, ; el rey, el obispo, el fiscal, el alegato, el siglo de Luis XIV, un teatro, la familia reinante, un concierto, el general a cuyo mando está la provincia, etc.; los alumnos del seminario, los errores imputados a los periódicos, Así que el abogado había empezado por referirse al robo de las manzanas, cosa dificultosa en estilo elevado; pero el mismísimo Bénigne Bossuet se vio en la obligación de aludir a una gallina en plena oración fúnebre y salió del paso con pompa y boato. El abogado había dejado establecido que no había pruebas materiales del robo de las manzanas. A su cliente, a quien, en su calidad de defensor, se obstinaba en llamar Champmathieu, no lo había visto nadie escalar la tapia o quebrar la rama. Lo habían detenido provisto de esa rama (que el abogado prefería llamar pero decía que la había encontrado en el suelo y la había recogido. ¿Dónde estaban las pruebas de lo contrario? Seguramente aquella rama la había quebrado y robado, tras un escalo, un merodeador, quien, alarmado, la había dejado tirada; había un ladrón, desde luego. Pero ¿cuál era la prueba de que aquel ladrón fuera Champmathieu? Sólo una cosa. Su condición de ex presidiario. El abogado no negaba que aquella cualidad no pareciera bien probada por desgracia; el acusado había residido en Faverolles; el nombre de Champmathieu podía efectivamente venir de Jean Mathieu; todo ello era cierto; y, finalmente, cuatro testigos reconocían sin vacilar y positivamente en Champmathieu al presidiario Jean Valjean; a esas indicaciones, a esos testimonios, el abogado no podía oponer más que la negación de su cliente, negación interesada; pero, suponiendo que fuera el presidiario Jean Valjean, ¿probaba eso que hubiera robado las manzanas? Era como mucho una presunción, no una prueba; cierto era que el acusado —y el defensor, «con su buena fe», tenía que admitirlo— había adoptado «un sistema malo de defensa». Se obstinaba en negarlo todo, el robo y que fuera un presidiario. Confesar ese último punto habría sido preferible, desde luego, y le habría valido la indulgencia de sus jueces; el abogado se lo había aconsejado; pero el acusado se había negado con obstinación, por creer, seguramente, que lo salvaba todo si no confesaba nada. Era un error; pero ¿no había que tener acaso en cuenta lo corto que era de inteligencia? Aquel hombre estaba claro que era estúpido. Una prolongada desdicha en presidio y una prolongada miseria fuera del presidio lo habían embrutecido, etc., Se defendía mal; ¿era ésa una razón para condenarlo? En cuanto al caso Petit-Gervais, el abogado no tenía por qué referirse a él porque no entraba en aquel juicio. El abogado terminaba rogando al jurado y al tribunal, si la identidad de Jean Valjean les parecía evidente, que le aplicasen las penas policiales que tienen que ver con la ruptura de destierro y no el espantoso castigo que cae sobre el presidiario reincidente.
El fiscal respondió al defensor. Fue violento y florido, como suelen serlo los fiscales.
Le dio al defensor la enhorabuena por su «lealtad» y le sacó partido hábilmente a esa lealtad. Hirió al acusado mediante todas las concesiones que había hecho el abogado. El abogado parecía aceptar que el acusado era Jean Valjean. Tomó buena nota de ello. Así que aquel hombre era Jean Valjean. Eso lo tenía claro la acusación y no podía ya ponerse en duda. Al llegar aquí, mediante una hábil antonomasia, remontándose a las fuentes y a las causas de la criminalidad, el fiscal soltó rayos y centellas contra la inmoralidad de la escuela romántica, en sus albores entonces, recurriendo al nombre de que le habían concedido los críticos de y de atribuyó, no sin verosimilitud, a la influencia de esa literatura perversa el delito de Champmathieu o, mejor dicho, de Jean Valjean. Pasó a hablar de Jean Valjean propiamente dicho. ¿Quién era el tal Jean Valjean? Describió a Jean Valjean. Un monstruo a quien había vomitado, El modelo de ese tipo de descripciones está en el relato de Terámenes, que no le resulta de utilidad a la tragedia pero presta a diario grandes servicios a la elocuencia judicial. El auditorio y los jurados «se estremecieron». Tras concluir esa descripción, el fiscal siguió diciendo, en un arrebato de oratoria pensado para llevar a la cima a la mañana siguiente el entusiasmo de «Y es un hombre así, etc., etc, etc., vagabundo, mendigo, sin medios de subsistencia, etc., etc., a quien su vida pasada tiene acostumbrado a las acciones culpables, y al que enmendó poco su estancia en el presidio, como demuestra el delito del que fue víctima Petit-Gervais, etc., etc., ¡es un hombre así quien, hallado en la vía pública en flagrante delito de robo, a pocos pasos de la tapia que había escalado, llevando aún en la mano el objeto robado, niega el flagrante delito, el robo, el escalo, lo niega todo, niega hasta cómo se llama, niega hasta su identidad! Además de otras cien pruebas que no repetiremos, cuatro testigos lo reconocen, Javert, el íntegro inspector de policía Javert, y tres de sus antiguos compañeros de ignominia, los presidiarios Brevet, Chenildieu y Cochepaille. ¿Y qué es lo que opone a esa unanimidad fulminante? Niega. ¡Qué hombre tan endurecido! Señores del jurado, hagan ustedes justicia, etc., etc.». Mientras hablaba el fiscal, el acusado escuchaba con la boca abierta, con algo parecido a un asombro donde entraba incluso cierta admiración. Estaba claro que lo sorprendía que un hombre pudiera hablar así. De vez en cuando, en los momentos más «enérgicos» de la alegación, en esos momentos en que la elocuencia, que no consigue refrenarse, se desborda en un flujo de epítetos mancilladores y envuelve al acusado en algo semejante a una tormenta, movía despacio la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, una especie de protesta triste y muda con la que llevaba contentándose desde el principio del juicio oral. En dos o tres ocasiones, los espectadores que estaban sentados más cerca de él lo oyeron decir a media voz: «¡Éstas son las cosas que pasan por no haberle preguntado al señor Baloup!». El fiscal llamó la atención al jurado acerca de aquel comportamiento alelado, fruto evidente de un cálculo, que indicaba no imbecilidad, sino habilidad, astucia y el hábito de engañar a la justicia, y que dejaba completamente al descubierto «la honda perversidad» de aquel hombre. Concluyó haciendo las correspondientes reservas en lo referido al caso Petit-Gervais y pidiendo una condena severa.
Esa condena era, de momento, como se recordará, la de trabajos forzados a perpetuidad.
El defensor se puso de pie, empezó por elogiarle al «señor fiscal» su «admirable don de la palabra» y, luego, contestó como pudo, pero se iba debilitando; estaba claro que estaba perdiendo pie.