Los miserables

Marius pobre

II

Marius pobre

Pasa con la miseria como pasa con todo. Acaba por convertirse en posible. Al final adopta una forma y se organiza. Vegetamos, es decir, nos desarrollamos de forma un tanto encanijada, pero suficiente para seguir vivos. Ésta era la disposición de la miseria de Marius Pontmercy:

Había salido de lo más angosto; veía el desfiladero ensancharse algo más allá. A fuerza de laboriosidad, de coraje, de perseverancia y de voluntad, había conseguido ganar con su trabajo alrededor de setecientos francos anuales. Había aprendido alemán e inglés. Gracias a Courfeyrac, que lo puso en relación con su amigo el librero, Marius desempeñaba en la literatura de librería el modesto papel de Hacía folletos, traducía periódicos, anotaba ediciones, compilaba biografías, Entre unas cosas y otras, setecientos francos. Con ellos vivía. Y no vivía mal. ¿Cómo? Vamos a contarlo.

Marius ocupaba en el caserón Gorbeau, por treinta francos anuales, un cuchitril sin chimenea conocido por gabinete donde, en lo tocante a muebles, no había sino lo indispensable. Esos muebles eran suyos. Pagaba a la anciana inquilina principal tres francos mensuales para que barriera el cuchitril y le trajese todas las mañanas un poco de agua caliente, un huevo fresco y un panecillo de cinco céntimos. Con ese panecillo y ese huevo almorzaba. El almuerzo le costaba entre diez y veinte céntimos, según que los huevos estuvieran caros o baratos. A las seis de la tarde, iba calle Saint-Jacques abajo para cenar en Rousseau, enfrente de Basset, el vendedor de grabados de la calle de Les Mathurins. No tomaba sopa. Pedía un plato de carne de 30 céntimos, medio plato de verdura de 15 céntimos y un postre de 15 céntimos. Por otros 15 céntimos, pan a discreción. En lo tocante al vino, bebía agua. Cuando pagaba en el mostrador, donde estaba majestuosamente entronizada la señora Rousseau, siempre oronda y aún lozana por entonces, le daba cinco céntimos al camarero y la señora Rousseau le daba a él una sonrisa. Luego se iba. Por 80 céntimos tenía cena y una sonrisa.

Aquel restaurante Rousseau, donde la clientela vaciaba tan pocas botellas y tantas jarras de agua, era un calmante más aún que un restaurante. Hoy en día ya no existe. El dueño tenía un mote muy bonito; lo llamaban .

Por lo tanto, 20 céntimos para el almuerzo y 80 céntimos para la cena; en comer se gastaba un franco diario, es decir, 365 francos anuales. Sumemos los 30 francos de alquiler y los 36 francos que le daba a la vieja, más algunos gastos menudos, y por 450 francos Marius tenía comida, techo y servicio. En ropa se le iban 100 francos, en ropa blanca, 50, y en lavandería, otros 50. La suma no pasaba de 650 francos. Le quedaban 50 francos. Era rico. De vez en cuando le prestaba 10 francos a un amigo; Courfeyrac pudo en una ocasión pedirle prestados 60 francos. En cuanto a calentar la habitación, Marius, como no tenía chimenea, había «simplificado» la cuestión.

Marius contaba siempre con dos atuendos completos, uno viejo, «de diario», y otro nuevecito, para algunas ocasiones. Ambos eran negros. Sólo tenía tres camisas, una puesta, otra en la cómoda y otra en la lavandera. Las iba reponiendo según se iban quedando viejas. Solían estar rotas, por lo que llevaba el frac abrochado hasta la barbilla.

Para llegar a tan floreciente situación, Marius había necesitado años. Años duros; por unos le había costado mucho cruzar; y le había costado mucho subir la cuesta de otros. Marius no se había desanimado ni un día. En cuestiones de indigencia, había soportado de todo; había hecho de todo, menos endeudarse. Podía enorgullecerse de que nunca le había debido un céntimo a nadie. Para él una deuda era el principio de la esclavitud. Llegaba incluso a decirse que un acreedor es peor que un amo; porque un amo sólo es dueño de tu persona, pero un acreedor es dueño de tu dignidad y puede abofetearla. Prefería no comer a pedir prestado. Había pasado por muchos días de ayuno. Como era consciente de que los extremos se tocan y de que, si no se anda uno con cuidado, bajar los peldaños de la fortuna puede llevar a la bajeza del alma, velaba celosamente por su orgullo. Algunas frases hechas o algunas gestiones que, en cualquier otra situación, le habrían parecido deferencias, le parecían rendibús, y se engallaba. No se arriesgaba a nada por no tener que dar marcha atrás. Tenía en el rostro algo así como un rubor austero. Era tímido hasta la acritud.

En todas esas pruebas sentía que lo animaba, e incluso a veces que lo impulsaba, una fuerza secreta que llevaba dentro. El alma ayuda al cuerpo y hay momentos en que consigue que alce el vuelo. Es el único pájaro capaz de sostener en vilo la jaula.

Junto al nombre de su padre, había otro nombre grabado en el corazón de Marius, el apellido Thénardier. El carácter entusiasta y serio de Marius rodeaba con una especie de aureola al hombre al que creía deber la vida de su padre, a aquel intrépido sargento que salvó al coronel entre las balas de cañón y los disparos de Waterloo. Nunca separaba el recuerdo de aquel hombre del recuerdo de su padre y los asociaba en su veneración. Era algo semejante a un culto en dos niveles: el altar mayor para el coronel; el pequeño, para Thénardier. Lo que hacía aún más afectuoso aquel agradecimiento era acordarse del infortunio que sabía que aquejaba y se había tragado a Thénardier. Marius se había enterado en Montfermeil de la ruina y la quiebra del desventurado posadero. A continuación había hecho esfuerzos ímprobos para dar con su rastro e intentar hallarlo en aquel abismo tenebroso de la miseria en que se había esfumado Thénardier. Marius había recorrido toda la comarca; había ido a Chelles, a Bondy, a Gournay, a Nogent, a Lagny. Se había empecinado tres años, gastándose en esas expediciones el poco dinero que ahorraba. Nadie había sabido darle noticia de Thénardier; pensaban que se había ido al extranjero. También lo habían buscado sus acreedores, con menos cariño que Marius, pero con no menos empeño, y no habían podido echarle el guante. Marius se acusaba y casi se guardaba rencor por no haber tenido éxito en aquella búsqueda. Era la única deuda que le había dejado el coronel y para Marius era cuestión de honor pagarla. «¡Cómo! —pensaba—. Cuando mi padre yacía moribundo en el campo de batalla, Thénardier sí supo dar con él entre el humo y la metralla y echárselo a la espalda, y eso que no le debía nada; y yo, que tanto le debo a Thénardier, ¿no voy a ser capaz de localizarlo entre esa sombra en que agoniza y devolverlo, a mi vez, de la muerte a la vida? ¡Ah, ya lo creo que lo encontraré!» Efectivamente, para encontrar a Thénardier Marius habría dado un brazo; y, para sacarlo de la miseria, toda la sangre de su cuerpo. Ver a Thénardier, hacerle a Thénardier el favor que fuera menester, decirle: «¡No me conoce, pero yo sí lo conozco! ¡Aquí me tiene! ¡Disponga de mí!», tal era el sueño más dulce y más esplendoroso de Marius.

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo