Los miserables

Un interrogatorio cumplido

VIII

Un interrogatorio cumplido

Una hora después, ya entrada la noche, dos hombres y una niña se presentaron en el número 62 de la calleja de Picpus. El más viejo de los hombres alzó el llamador y lo dejó caer.

Eran Fauchelevent, Jean Valjean y Cosette.

Los dos hombres habían ido a buscar a Cosette a la frutería de la calle de Le Chemin-Vert donde la había dejado Fauchelevent el día anterior. Cosette se había pasado aquellas veinticuatro horas sin entender nada y temblando en silencio. Temblaba tanto que no había llorado. Tampoco había comido, ni dormido. La buena de la frutera le hizo mil preguntas sin conseguir más respuesta que una mirada taciturna, siempre la misma. Cosette no había dejado que se le escapase nada de lo que había oído y visto en los dos últimos días. Intuía que estaban pasando por una crisis. Notaba en lo más hondo que tenía que «portarse bien». Todos estamos al tanto del poder soberano de estas tres palabras cuando se le dicen con cierta entonación al oído a una criaturita asustada: El miedo es mudo. Por lo demás, nadie guarda un secreto tan bien como un niño.

Pero cuando, tras aquellas veinticuatro horas lúgubres, volvió a ver a Jean Valjean, soltó un grito tal de alegría que cualquiera dado a meditar que lo hubiera oído habría adivinado en aquel grito la salida de un abismo.

Fauchelevent era de la casa y sabía todas las contraseñas. Todas las puertas se abrieron.

Y así quedó resuelto el doble y tremendo problema: salir y entrar.

El portero, que había recibido instrucciones, abrió la puerta de servicio pequeña que daba del patio al jardín y que, hace veinte años, podía verse aún desde la calle, en la pared del fondo del patio, enfrente de la puerta cochera. El portero los hizo pasar a los tres por esa puerta y, desde allí, fueron al locutorio interior y reservado donde a Fauchelevent, la víspera, le había ordenado la superiora lo que tenía que hacer.

La superiora los estaba esperando con el rosario en la mano. Una madre vocal, con el velo echado por la cara, estaba de pie a su lado. Una vela discreta alumbraba, o podríamos decir casi que hacía como que alumbraba, el locutorio.

La superiora le pasó revista a Jean Valjean. No hay nada que examine mejor que la mirada baja.

Luego, le preguntó:

—¿Es usted el hermano?

—Sí, reverenda madre —contestó Fauchelevent.

—¿Cómo se llama?

Fauchelevent contestó:

—Ultime Fauchelevent.

Había tenido, efectivamente, un hermano llamado Ultime que había muerto.

—¿De dónde es?

Fauchelevent contestó:

—De Picquigny, cerca de Amiens.

—¿Qué edad tiene?

Fauchelevent contestó:

—Cincuenta años.

—¿Qué profesión tiene?

Fauchelevent contestó:

—Jardinero.

—¿Es buen cristiano?

Fauchelevent contestó:

—Todos lo somos en la familia.

—¿Esta niña es suya?

Fauchelevent contestó:

—Sí, reverenda madre.

—¿Es usted su padre?

Fauchelevent contestó:

—Su abuelo.

La madre vocal le dijo a media voz a la superiora:

—Contesta bien.

Jean Valjean no había dicho ni palabra.

La superiora miró atentamente a Cosette y le dijo a media voz a la madre vocal:

—Va a ser fea.

Las dos madres charlaron unos cuantos minutos en voz muy baja en una esquina del locutorio; luego, la superiora se volvió y dijo:

—Fauvent, le vamos a dar otra rodillera con un cascabel. Ahora hacen falta dos.

Al día siguiente, en efecto, se oían dos cascabeles por el jardín y las monjas caían irresistiblemente en la tentación de alzar una punta del velo. Veían al fondo, bajo los árboles, a dos hombres cavando uno junto a otro, Fauvent y otro más. Todo un acontecimiento. Hasta quebrantaron el silencio para decirse unas a otras: «Es un ayudante del jardinero».

Las madres vocales añadían: «Es un hermano de Fauvent».

Jean Valjean, efectivamente, ya estaba afincado allí con todas las de la ley; llevaba la rodillera de cuero y el cascabel; su presencia era ya oficial. Se llamaba Ultime Fauchelevent.

El motivo determinante de mayor peso para la admisión había sido el comentario de la superiora acerca de Cosette: .

La superiora, en cuanto hizo ese pronóstico, se encariñó en el acto con Cosette y la admitió en el internado como educanda de caridad.

Nada más lógico. Por mucho que no hubiera espejos en el convento, las mujeres tienen conciencia de su cara; ahora bien, las muchachas que notan que son bonitas no suelen dejar que las metan monjas; como la vocación tiene mucha tendencia a darse en proporción inversa a la belleza, se ponen más esperanzas en las feas que en las guapas. De ahí esa vehemente afición a las poco agraciadas.

Toda esta aventura dio una dimensión nueva al buen Fauchelevent; quedó muy bien por partida triple: con Jean Valjean, a quien salvó y cobijó; con el sepulturero Gribier, que se decía: «Me libró de la multa»; con el convento, que, gracias a él, al quedarse con el ataúd de la madre Crucifixion enterrado bajo el altar, dio esquinazo al César y satisfizo a Dios. Hubo una caja de muerto con cadáver en Le Petit-Picpus y una caja de muerto sin cadáver en el cementerio de Vaugirard; no cabe duda de que fue una tremenda alteración del orden público, pero nadie se enteró. En cuanto al convento, le estaba agradecidísimo a Fauchelevent. Fauchelevent se convirtió en el mejor de los servidores y en el más valioso de los jardineros. En la siguiente visita del arzobispo, la superiora se lo contó a Su Ilustrísima, en parte confesándolo y también jactándose de ello. El arzobispo, al salir del convento, se lo contó, congratulándose de ello y muy por lo bajo, al padre Latil, confesor de Monsieur, el hermano del rey, y, más adelante, al arzobispo de Reims, que también era cardenal. La admiración por Fauchelevent prosperó, pues llegó hasta Roma. Hemos tenido ocasión de ver una notita que le escribió el papa reinante a la sazón, León XII, a uno de sus familiares, prelado destinado en la nunciatura de París y apellidado como él Della Genga; pueden leerse en ella las siguientes líneas: «Al parecer, hay en un convento de París un jardinero excelente, llamado Fauvent, que es un santo». De nada de esta fama triunfal tuvo noticia Fauchelevent en su cabaña; siguió injertando, escardando y abrigando los melones sin estar al tanto ni de su excelencia ni de su santidad. No sospechó nada de su gloriosa fama como tampoco lo sospecha un buey de Durham o de Surrey cuyo retrato se publica en el con el siguiente pie: .

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo