Los miserables

La evasión a tientas

IV

La evasión a tientas

Para entender lo que viene a continuación, hay que imaginarse con exactitud la calleja de Droit-Mur y, en particular, la esquina que quedaba a la izquierda al salir de la calle de Polonceau para meterse en esa calleja. La calleja de Droit-Mur la bordeaban casi entera a la derecha, hasta la calleja de Picpus, unas casas de aspecto humilde; a la izquierda, un único edificio, de línea severa, compuesto de varios cuerpos que ganaban gradualmente una planta o dos según se iban acercando a la calleja de Picpus, de forma tal que, aquel edificio, muy alto por el lado de la calleja de Picpus, era bastante bajo por el lado de la calle de Polonceau. En esa esquina que hemos mencionado, bajaba tanto que no constaba ya sino un muro. Ese muro no daba directamente a la calle; formaba un ángulo matado muy retranqueado, y sus dos esquinas lo ocultaban a dos observadores que hubieran estado uno en la calle de Polonceau, y el otro, en la calle de Droit-Mur.

Desde las dos esquinas de ese lienzo en ángulo matado, el muro seguía por la calle de Polonceau hasta una casa que era el número 49, y por la calle de Droit-Mur, cuyo tramo era mucho más corto, hasta el edificio oscuro del que ya hemos hablado y cuyo gablete cortaba, formando así en la calle otra esquina más, que miraba hacia dentro. La fachada del gablete era de aspecto triste; sólo se veía en ella una ventana, o, mejor dicho, dos postigos forrados con una hoja de cinc y siempre cerrados.

La descripción del lugar que damos aquí es rigurosamente exacta, y no cabe duda de que les traerá a la mente unos recuerdos muy concretos a los vecinos antiguos del barrio.

El lienzo del ángulo matado lo cubría por completo algo que parecía una puerta colosal y mísera. Era un ensamblaje fenomenal e informe de tablas perpendiculares, las de arriba más anchas que las de abajo, que unían unas largas tiras de hierro transversales. Al lado había una puerta cochera de dimensiones normales, que estaba claro que no tenía más de cincuenta años.

Un tilo asomaba las ramas por encima del ángulo matado, y el muro estaba cubierto de hiedra por el lado de la calle de Polonceau.

En el inminente peligro en que se hallaba Jean Valjean, aquel edificio sombrío tenía un algo que lo hacía parecer deshabitado y solitario y le resultaba tentador. Lo recorrió deprisa con la mirada. Se decía que, si conseguía entrar, a lo mejor estaba salvado. Tuvo para empezar una idea y una esperanza.

En la parte central de la fachada de aquel edificio que daba a la calle de Droit-Mur había en las ventanas de todas las plantas unas cubetas viejas de plomo, en forma de embudo, cuyas ramificaciones, que partían de una tubería central para desembocar en todas esas cubetas, trazaban en la fachada algo así como un árbol. Esas ramificaciones de tuberías y sus cientos de codos se asemejaban a las cepas de parra viejas y sin hojas que se retuercen en la pared delantera de las granjas antiguas.

Aquella peculiar espaldera de ramas de chapa y hierro fue lo primero que le llamó la atención a Jean Valjean. Sentó a Cosette con la espalda apoyada en un mojón, recomendándole que se quedase callada, y corrió hacia el sitio en que la tubería llegaba a la altura del suelo. A lo mejor había una forma de trepar por ahí y entrar en la casa. Pero la tubería estaba en mal estado y fuera de servicio, y apenas si se sujetaba en el sitio. Además, en todas las ventanas de aquella casa silenciosa había gruesas rejas de hierro, incluso en las de los desvanes, en el tejado. Y, de propina, la luna daba de lleno en aquella fachada y el hombre que la estaba observando desde el extremo de la calle habría visto la escalada de Jean Valjean. Y, en último término, ¿qué iba a hacer con Cosette? ¿Cómo subirla hasta lo alto de una casa de tres plantas?

Renunció a trepar por la tubería y fue reptando, pegado al muro, para meterse en la calle de Polonceau.

Cuando llegó al ángulo matado donde había dejado a Cosette, cayó en la cuenta de que allí no podía verlo nadie. Estaba, como ya hemos explicado, fuera del alcance de todas las miradas, vinieran de donde vinieran. Además, estaba en la sombra. Y, finalmente, había dos puertas. A lo mejor era posible forzarlas. El muro por encima del cual asomaba el tilo y la hiedra estaba claro que daba a un jardín donde, al menos, podría ocultarse, aunque los árboles estuvieran aún sin hojas, y pasar en él el resto de la noche.

Corría el tiempo. Tenía que darse prisa.

Palpó la puerta cochera y se dio cuenta enseguida de que estaba condenada por dentro y por fuera.

Se acercó a la otra puerta, a la grande, más esperanzado. Estaba espantosamente decrépita, su propio tamaño desorbitado la hacía menos sólida, las tablas estaban podridas y las tiras de hierro, que sólo eran tres, estaban oxidadas. Parecía posible hacer un agujero en aquella barrera carcomida.

Al examinarla, vio que aquella puerta no era una puerta. No tenía ni goznes, ni pernios, ni cerradura ni abertura en el centro. Las tiras de hierro la atravesaban de parte a parte sin solución de continuidad. Por las grietas de las tablas entrevió unos mampuestos y unas piedras unidas de mala manera con cemento que estaban aún a la vista de los transeúntes diez años antes. No le quedó más remedio que reconocer, consternado, que aquella puerta aparente era sencillamente el paramento de madera de una edificación, a la que estaba adosada. Era fácil arrancar una tabla, pero uno se daría de bruces con una pared.

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