Los miserables

El mote: cómo se forman los apellidos

I

El mote: cómo se forman los apellidos

Marius era por entonces un joven apuesto de estatura mediana, con pelo abundante y muy negro, frente despejada e inteligente y nariz de ventanas dilatadas y apasionadas, expresión sincera y sosegada y, en todo el rostro, un algo altanero, reflexivo e inocente. El perfil, cuyos trazos se habían ido redondeando sin perder la firmeza, tenía esa dulzura germánica que pasó a formar parte de la fisonomía francesa entrando por Alsacia y Lorena y esa completa ausencia de ángulos que diferenciaba tan claramente a los sicambros cuando estaban entre romanos y distingue la raza leonina de la raza aquilina. Estaba en esa estación de la vida en que la inteligencia de los hombres que piensan se compone, casi a partes iguales, de hondura e ingenuidad. En una situación grave, contaba con todo lo necesario para comportarse como un necio; con otra vuelta de tuerca, podía ser sublime. Era de modales reservados, fríos, educados, poco comunicativos. Como tenía una boca deliciosa, labios muy rojos y dientes blanquísimos, la sonrisa enmendaba la seriedad general de su fisonomía. Había momentos en que esa frente casta y esa sonrisa voluptuosa formaban un contraste singular. Tenía los ojos pequeños y la mirada grande.

En la peor época de su miseria, se fijaba en que las muchachas se volvían para verlo pasar, y se escabullía o se ocultaba, consternado. Creía que lo miraban porque llevaba la ropa muy vieja y que se reían de él; pero en realidad lo miraban porque era encantador y soñaban con él.

Aquel malentendido mudo entre él y las transeúntes bonitas lo volvió hosco. No escogió a ninguna por la sencilla razón de que escapaba de todas. Vivió así por tiempo indefinido, tontamente, a lo que decía Courfeyrac.

Courfeyrac le decía también: «No aspires a ser venerable (porque se tuteaban; las amistades jóvenes dan enseguida en la pendiente del tuteo). Un consejo, mi querido amigo. No leas tanto en los libros y mira algo más a las muchachas. ¡Tienen cosas buenas las muy pícaras, ah, Marius! De tanto escapar y ruborizarte, vas a embrutecerte».

Otras veces Courfeyrac se encontraba con él y le decía:

—Buenos días, señor cura.

Cuando Courfeyrac le había dicho cosas de ésas, Marius se pasaba ocho días huyendo más que nunca de las mujeres, jóvenes y viejas, y además, de propina, huía de Courfeyrac.

Había, no obstante, en la inmensidad de la creación, dos mujeres a las que Marius no evitaba y en las que no se fijaba. La verdad es que se habría quedado muy asombrado si le hubiesen dicho que eran mujeres. Una de ellas era la vieja barbuda que le barría la habitación y que hacía decir a Courfeyrac: «Al ver que la criada lleva barba, Marius no la lleva». La otra era algo así como una niña a la que veía con mucha frecuencia y a la que no miraba nunca.

Hacía más de un año que Marius se venía fijando, en un paseo desierto de Le Luxembourg, el paseo que corre a lo largo del parapeto del vivero, en un hombre y una muchacha muy joven, sentados casi siempre juntos en el mismo banco, en el extremo más solitario, por la zona de la calle de L’Ouest. Siempre que ese azar que interviene cuando pasean quienes tienen la mirada vuelta hacia dentro llevaba a Marius hasta esta zona, cosa que sucedía casi a diario, se encontraba allí con esa pareja. El hombre podía andar por los sesenta años; parecía triste y serio; se le notaba en toda su persona ese aspecto robusto y cansado de los hombres de guerra retirados del servicio. Si hubiera llevado una condecoración, Marius habría dicho: «Es un oficial retirado». Parecía bueno, pero inabordable, y nunca miraba a los ojos a nadie. Llevaba un pantalón azul, una levita azul y un sombrero de ala ancha que parecían siempre nuevos, una corbata negra y una camisa de cuáquero, es decir, de resplandeciente blancura, pero de tela basta. Una modistilla que pasó junto a él un día dijo: «¡Qué viudo más apañado!». Tenía el pelo blanquísimo.

La primera vez que la muchacha que iba con él se sentó a su lado en ese banco, que parecían haber escogido como propio, era una jovencita de trece o catorce años, tan flaca que resultaba casi fea, torpe, insignificante y que quizá prometía tener más adelante unos ojos bastante hermosos. Pero llevaba siempre la mirada alta con algo así como un aplomo desagradable. Iba vestida de esa forma a la vez antigua e infantil de las internas de los conventos; un vestido mal cortado de merino negro y grueso. Parecían padre e hija.

Marius le estuvo pasando revista dos o tres días a ese hombre viejo que aún no era un anciano y a esa niña que aún no había llegado a mujer; luego dejó de fijarse en ellos. Y ellos, por su parte, ni tan siquiera parecían verlo. Conversaban entre sí con aspecto apacible e indiferente. La muchacha charlaba sin cesar, alegremente. El hombre viejo hablaba poco y, a ratos, clavaba en ella unos ojos rebosantes de una paternidad inefable.

Marius había adquirido la costumbre de ir de forma automática a pasear por allí. Y allí se los encontraba invariablemente.

Así era como sucedían las cosas:

Marius solía llegar por el extremo del paseo opuesto al extremo en que estaba aquel banco. Lo recorría entero, pasaba delante de ellos y, luego, se volvía al extremo por el que había llegado y volvía a empezar. Hacía ese mismo recorrido cinco o seis veces a diario, y daba ese paseo cinco o seis veces por semana sin que aquellas personas y él hubieran llegado a cruzar ni un saludo. Aquel personaje y aquella joven, aunque parecían rehuir las miradas y quizá porque parecían rehuirlas, habían despertado un tanto, lógicamente, la atención de cinco o seis estudiantes que paseaban de vez en cuando a lo largo del vivero; los aplicados, después de las horas de clase; los otros, después de la partida de billar. Courfeyrac, que se contaba entre esos últimos, había pasado cierto tiempo observándolos, pero como la muchacha le pareció fea, se apartó rápida y concienzudamente. Escapó disparándoles, de despedida, la flecha de un mote. Al llamarle sólo la atención el vestido negro de la jovencita y el pelo blanco del anciano, le puso a la hija y al padre de forma tal que, como nadie los conocía por otro conducto, al no haber apellido, el mote cuajó. Los estudiantes decían: «¡Ah, ya dio el señor Leblanc en el blanco de su banco!». Y a Marius, como a los demás, le resultó cómodo llamar señor Leblanc al desconocido.

Haremos lo mismo que ellos y hablaremos del señor Leblanc para mayor facilidad de este relato.

Marius los estuvo viendo así casi todos los días a la misma hora durante el primer año. El hombre le gustaba, pero la muchacha le parecía bastante desangelada.

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