Cravatte
VII
Cravatte
Aquí viene a cuento un hecho que no debemos omitir, pues es de esos que permiten ver mejor qué hombre era el señor obispo de Digne.
Tras la desintegración de la partida de Gaspard Bès, que infestó las gargantas de Ollioules, uno de sus lugartenientes, Cravatte, buscó refugio en la montaña. Estuvo escondido una temporada con sus bandidos, lo que quedaba de la banda de Gaspard Bès, en el condado de Niza; se fue luego al Piamonte y volvió a aparecer de repente en Francia, por la zona de Barcelonnette. Se escondió en las cuevas de Le Joug-de-l’Aigle y desde allí bajaba a las aldeas y los pueblos por los barrancos de Ubaye y Ubayette. Llegó incluso hasta Embrun, entró de noche en la catedral y desvalijó la sacristía. Sus bandidos asolaban la comarca. Mandaron a la gendarmería a perseguirlo, pero en vano. Siempre se escabullía; a veces resistía por la fuerza. Era un miserable muy atrevido. El obispo llegó en pleno terror. Estaba de gira por Chastelar. El alcalde fue a verlo y lo animó a volverse por donde había venido. Cravatte era el amo de la montaña hasta Arche y más allá; había peligro, incluso con escolta. Era exponer inútilmente a tres o cuatro pobres gendarmes.
—Por eso mismo —dijo el obispo— tengo intención de ir sin escolta.
—Pero ¡cómo se le ocurre a Su Ilustrísima!
—Tanto se me ocurre que me niego tajantemente a que vengan conmigo unos gendarmes y me marcho dentro de una hora.
—¿Que se va?
—Me voy.
—¿Solo?
—Solo.
—¡Monseñor! ¡No puede hacer semejante cosa!
—Hay en la montaña —siguió diciendo el obispo— un municipio muy humilde y muy pequeño por que el que llevo tres años sin aparecer. Tengo muy buenos amigos, son pastores mansos y honrados; de cada treinta cabras que cuidan, una es suya. Hacen unos cordones de lana muy bonitos de varios colores y tocan melodías de las montañas en unos flautines de seis agujeros. Necesitan que alguien les hable de Dios de vez en cuando. ¿Qué dirían de un obispo miedoso? ¿Qué dirían si no fuera?
—¡Pero, Ilustrísima, los bandidos!
—Caramba —dijo el obispo—, ahora que caigo, tiene razón. Es posible que me encuentre con ellos. Ellos también deben de estar necesitados de que alguien les hable de Dios.
—Pero, Ilustrísima, ¡si es una partida! ¡Un rebaño de lobos!
—Señor alcalde, a lo mejor es precisamente de ese rebaño del que Dios me hizo pastor. ¿Quién conoce los caminos de la Providencia?
—¡Desvalijarán a Su Ilustrísima!
—No tengo nada.
—Matarán a monseñor.
—¿Un cura viejo que pasa mascullando sandeces? ¡Bah! ¿Para qué?
—¡Ay, Dios mío! ¡Mira que si se los encuentra Su Ilustrísima!
—Les pediré una limosna para mis pobres.
—¡No vaya, monseñor, en nombre del cielo! Pone en peligro su vida.
—Señor alcalde —dijo el obispo—, ¿así que sólo se trata de eso? No estoy en el mundo para cuidar de mi vida, sino para cuidar de las almas.
Hubo que dejarlo por imposible. Se fue, sin más compañía que un niño, que se ofreció a servirle de guía. Su cabezonería dio mucho que hablar en la comarca y asustó mucho.
No quiso llevarse ni a su hermana ni a la señora Magloire. Cruzó la montaña a lomo de mula, no se encontró con nadie y llegó sano y salvo a la aldea de sus «buenos amigos» los pastores. Se quedó con ellos quince días, predicando, administrando, enseñando, moralizando. Cuando ya le faltaba poco para irse, decidió celebrar una misa pontifical con tedeum cantado. Se lo comentó al párroco. Pero ¿era posible? No había ornamentos episcopales. Sólo podían poner a su disposición una insignificante sacristía de pueblo con unas cuantas casullas de damasco, raídas y sin más adorno que unos galones de pacotilla.
—¡Bah! —dijo el obispo—. Señor párroco, anunciemos de todas formas el tedeum en el sermón. Ya se arreglarán las cosas.
Buscaron en las iglesias de los alrededores. Ni reuniendo todas las magnificencias de aquellas parroquias humildes se habría podido vestir como es debido al chantre de una catedral.
Cuando andaban con aquel apuro, trajeron un cajón grande y lo dejaron en el presbiterio, para el señor obispo, dos jinetes desconocidos que se fueron en el acto. Abrieron el cajón: había en él una capa pluvial de paño de oro, una mitra adornada con diamantes, una cruz arzobispal, un báculo espléndido, todos los ornamentos pontificales que habían robado hacía un mes del tesoro de la catedral de Embrun. En el cajón, había un papel en que estaban escritas las siguientes palabras: .
—¡Ya decía yo que todo acabaría por tener arreglo! —dijo el obispo. Luego añadió, sonriente—: A quien se conforma con una sobrepelliz de párroco, Dios le envía una capa de arzobispo.
—Dios… o el Diablo, Ilustrísima —susurró el párroco cabeceando con una sonrisa.
El obispo miró fijamente al párroco y repitió con tono de autoridad:
—¡Dios!
Cuando regresó a Chastelar, y por todo el camino, acudían para mirarlo con curiosidad. Lo estaban esperando en el presbiterio de Chastelar la señorita Baptistine y la señora Magloire; y le dijo a su hermana:
—¿Qué? ¿No tenía yo razón? Este pobre cura fue a ver a esos pobres montañeses con las manos vacías y vuelve con las manos llenas. Al irme sólo me llevé mi confianza en Dios, y traigo el tesoro de una catedral.
Por la noche, antes de acostarse, añadió:
—No hay que tenerles nunca miedo ni a los ladrones ni a los asesinos. No son sino los peligros externos, los peligros pequeños. Tengámonos miedo a nosotros mismos. Los prejuicios, ésos son los ladrones; los vicios, ésos son los asesinos. Los peligros grandes los llevamos dentro. ¿Qué importan las cosas que amenazan a nuestras personas o nuestras bolsas? No pensemos sino en lo que nos amenaza el alma.
Luego dijo, volviéndose hacia su hermana:
—Hermana mía, por parte del sacerdote nunca debe haber precauciones contra el prójimo. Lo que hace el prójimo es lo que Dios permite. Limitémonos a rezarle a Dios cuando creamos que se nos viene encima un peligro. Pidámosle no por nosotros, sino para que nuestro hermano no peque por causa nuestra.
Por lo demás, pocos acontecimientos había en su vida. Estamos contando al lector los que sabemos; pero lo normal era que se pasase la vida haciendo siempre lo mismo a la misma hora. Un mes de un año suyo parecía una hora de uno de sus días.
En cuanto a saber qué se hizo del «tesoro» de la catedral de Embrun, si alguien nos lo preguntara nos pondría en un aprieto. Eran cosas muy hermosas y muy tentadoras, y muy adecuadas para robarlas en provecho de los desdichados. Por lo demás, ya las habían robado. La mitad de la aventura estaba concluida; sólo quedaba modificar la dirección del robo y encaminarlo un trecho hacia los pobres. No afirmamos nada al respecto, desde luego; pero encontraron entre los papeles del obispo una nota bastante poco clara que es posible que se refiera a este asunto y que dice lo siguiente: .