En que un agente de policía le da dos cachorrillos a un abogado
XIV
En que un agente de policía le da dos cachorrillos a un abogado
Al llegar al número 14 de la calle de Pontoise, Marius subió al primer piso y preguntó por el comisario de policía.
—El señor comisario de policía no está —le dijo un oficinista—. Pero lo sustituye un inspector. ¿Quiere usted hablar con él? ¿Es algo urgente?
—Sí —dijo Marius.
El oficinista lo hizo pasar al despacho del comisario. Un hombre de elevada estatura estaba de pie, detrás de una reja, apoyado en una estufa y recogiéndose con ambas manos los vuelos de un amplio carrique con tres esclavinas. Tenía la cara cuadrada, los labios finos y firmes, unas patillas muy abundantes y tremebundas que empezaban a encanecer, una mirada que le ponía del revés los bolsillos a cualquiera. Habría podido decirse de esa mirada no que era penetrante, sino que lo registraba a uno.
Aquel hombre no aparentaba menor ferocidad ni parecía menos temible que Jondrette; a veces no resulta menos inquietante toparse con el dogo que con el perro.
—¿Qué quiere? —le preguntó a Marius, sin añadir «caballero».
—¿El señor comisario de policía?
—Está ausente. Yo lo sustituyo.
—Es para un asunto de mucho secreto.
—Pues hable.
—Y de mucha urgencia.
—Pues entonces hable deprisa.
Aquel hombre tranquilo y brusco daba miedo y, al tiempo, resultaba tranquilizador. Inspiraba temor y confianza. Marius le refirió la aventura: que a una persona a quien no conocía más que de vista iban a hacerla caer esa misma tarde en una encerrona; que, como él, Marius Pontmercy, abogado, vivía en la habitación de al lado del tugurio, había oído toda la confabulación a través del tabique; que el granuja que había ideado la trampa era un tal Jondrette; que iba a tener cómplices, seguramente maleantes de portillo, entre otros un tal Panchaud, conocido por Printanier y Bigrenaille; que las hijas de Jondrette vigilarían; que no había forma alguna de avisar al hombre amenazado, dado que ni siquiera sabía cómo se llamaba; y que, para terminar, todo lo dicho iba a llevarse a cabo aquella tarde a las seis en el punto más desierto del bulevar de L’Hôpital y en la casa que llevaba los números 50 y 52.
Al oír el número, el inspector alzó la cabeza y dijo fríamente:
—¿Así que es la habitación esa del fondo del pasillo?
—Precisamente —dijo Marius; y añadió—: ¿Conoce usted la casa? El inspector se quedó callado unos momentos y, luego, contestó, calentándose el tacón de la bota en la boca de la estufa:
—Tal parece.
Y añadió entre dientes, hablándole menos a Marius que a la corbata:
—Algo debe de tener que ver El culo del gato.
Esa frase le llamó la atención a Marius.
—El culo del gato —dijo—. Efectivamente, he oído esa expresión.
Y le contó al inspector el diálogo del melenudo y del barbudo en la nieve, detrás de la tapia de la calle de Le Petit-Banquier.
El inspector masculló:
—El melenudo debe de ser Brujon y el barbudo debe de ser Demi-Liard, conocido por Deux-Milliards.
Había vuelto a bajar los párpados y reflexionaba.
—Y en lo referido al de la tartana, veo más o menos quién debe de ser. Ya me he quemado el carrique. Siempre encienden demasiado estas malditas estufas. Los números 50 y 52. La antigua finca Gorbeau.
Luego miró a Marius.
—¿Sólo ha visto al barbudo y al melenudo?
—Y a Panchaud.
—¿No ha visto rondar por allí a una especie de currutaco endemoniado?
—No.
—¿Ni a uno alto y gordo, de material macizo, que se parece al elefante del Jardín Botánico?
—No.
—¿Ni a uno muy ladino que parece un payaso de los de antes?
—No.
—En lo referido al cuarto, no lo ve nadie, ni siquiera sus ayudantes, encargados ni empleados. No es de extrañar que no lo haya visto usted.
—No. ¿Quién es toda esa gente? —preguntó Marius.
El inspector contestó:
—Por lo demás, ésas no son horas para ellos.
Volvió a callarse y, luego, siguió diciendo:
—El 50 y el 52. Conozco el local. Es imposible esconderse dentro sin que se enteren los artistas. Y entonces les bastaría con suspender el vodevil. ¡Son tan modestos! Les da apuro actuar en público. Nada, nada. Quiero oírlos cantar y hacerlos bailar.
Concluido el monólogo, se volvió hacia Marius y le preguntó, mirándolo fijamente:
—¿Tendrá usted miedo?
—¿De qué? —dijo Marius.
—De esos hombres.
—¡No más que de usted! —replicó con rudeza Marius, que empezaba a fijarse en que el de la pasma aquel aún no le había dicho «caballero».
El inspector miró a Marius aún con mayor fijeza y añadió, con algo así como una solemnidad sentenciosa:
—Habla usted como un hombre valiente y como un hombre honrado. El valor no le tiene miedo al crimen y la honradez no le tiene miedo a la autoridad.
Marius lo interrumpió:
—Bien está. ¿Qué piensa usted hacer?
El inspector se limitó a responderle:
—Los inquilinos de esa casa tienen llaves maestras para volver de noche a casa. Usted debe de tener una.
—Sí —dijo Marius.
—¿La lleva encima?
—Sí.
—Démela —dijo el inspector.
Marius se sacó la llave del bolsillo del chaleco, se la entregó al inspector y añadió:
—Si me hace usted caso, vendrá con refuerzos.
El inspector le lanzó a Marius la misma ojeada que Voltaire a un académico de provincias que le hubiera brindado una rima; hundió a la vez ambas manos, más que manos, manazas, en los dos bolsillos gigantescos del carrique, sacó dos pistolitas de acero, de esas a las que llaman cachorrillos. Se las alargó a Marius y lo instó con tono cortante: —Coja esto. Vuelva a casa. Ocúltese en su cuarto. Que crean que ha salido. Están cargadas. Lleva cada una dos balas. Quédese observando; ya me ha dicho que hay un agujero en la pared. Esa gente vendrá. Deles un poco de cuerda. Cuando le parezca que la cosa está en su punto y ha llegado el momento de hacer detenciones, dispare un tiro. Que no sea demasiado pronto. Lo demás corre de mi cuenta. Un tiro al aire, al techo, donde sea. Pero, sobre todo, que no sea demasiado pronto. Espere que esté en marcha la ejecución; es usted abogado y ya sabe de qué le hablo.
Marius cogió las pistolas y se las metió en el bolsillo interior del frac.
—Se nota un bulto así, y se ven —dijo el inspector—. Métaselas mejor en los bolsillos del chaleco.
Marius escondió las pistolas en los bolsillos del chaleco.
—Ahora —siguió diciendo el inspector— ya no podemos ninguno de los dos perder ni un minuto. ¿Qué hora es? Las dos y media. ¿Va a ser a las siete?
—A las seis —dijo Marius.
—Tengo tiempo —dijo el inspector—, pero sólo tengo eso, tiempo. Que no se le olvide nada de lo que le he dicho. ¡Pan! Un tiro.
—Quédese tranquilo —dijo Marius.
Según ponía Marius la mano en el picaporte para salir, el inspector le gritó:
—Por cierto, si me necesita de aquí a entonces, venga, o mande a alguien. Que pregunte por el inspector Javert.