Los miserables

Qué creía

XIII

Qué creía

Desde el punto de vista de la ortodoxia, no es menester que sondeemos al señor obispo de Digne. Ante un alma así, sólo nos apetece el respeto. Basta con la palabra de la conciencia del justo para que la creamos. Por lo demás, hay caracteres en los que admitimos que pueden prosperar todas las bellezas de la virtud humana dentro del marco de unas creencias que no coincidan con las nuestras.

¿Qué opinaba de este dogma o de aquel misterio? De esos secretos del fuero interno de cada cual sólo sabe la intimidad del sepulcro, donde las almas entran desnudas. De lo que estamos seguros es de que nunca resolvía las dificultades de la fe con hipocresías. En el diamante no puede darse podredumbre alguna. Creía lo más que podía creer. exclamaba con frecuencia. Y, por lo demás, sacaba de las buenas obras la cantidad necesaria de satisfacción que le basta a la conciencia y le dice a uno en voz baja: ¡estás con Dios!

De lo que creemos que debemos dejar constancia es de que, fuera de su fe, por decirlo de alguna manera, más allá de esa fe, al obispo le sobraba amor. Y por eso mismo, es por lo que les parecía vulnerable a «los hombres serios» y «las personas circunspectas», apelativos favoritos de este mundo nuestro tan triste donde la pedantería da consignas al egoísmo. ¿En que qué consistía ese exceso de amor? En una sonrisa bondadosa, que iba más allá de los hombres y, como ya indicamos anteriormente, llegaba a abarcar a las cosas. Vivía sin desdén, era indulgente con la creación de Dios. Todo hombre, incluso el mejor, alberga una dureza irreflexiva que se les reserva a los animales. En el obispo de Digne no había esa dureza, que es peculiar no obstante de muchos sacerdotes. No llegaba a ser un brahmán, pero parecía haber meditado en este dicho del Eclesiastés: «¿quién sabe dónde va el alma de los animales?». La fealdad en el aspecto y la deformidad en el instinto no lo alteraban ni lo indignaban. Lo emocionaban y casi lo enternecían. Daba la impresión de que, pensativo, iba a buscar causas, explicaciones o disculpas más allá de la vida aparente. A veces, parecía estar pidiéndole a Dios indultos. Examinaba sin ira y con la mirada del lingüista que descifra un palimpsesto todo el caos que aún se halla en la naturaleza. Esta ensoñación le arrancaba a veces frases extrañas. Una mañana estaba en su jardín y convencido de estar a solas, pero su hermana iba andando detrás de él sin que la viera; de pronto se detuvo y miró algo que había en el suelo; era una araña muy grande, negra, peluda, horrorosa. Su hermana oyó que decía:

—¡Pobre bicho! ¿Qué culpa tiene él?

¿Por qué no íbamos a contar estas niñerías casi divinas de la bondad? Puerilidades, sí; pero esas puerilidades sublimes fueron las de san Francisco de Asís y de Marco Aurelio. Un día se torció un tobillo por no querer pisar a una hormiga.

Así vivía aquel hombre justo. A veces se quedaba dormido en su jardín y entonces no podía darse nada más venerable.

Monseñor Bienvenu había sido antaño, si nos fiamos de los relatos referidos a su juventud e incluso a su edad viril, un hombre apasionado y quizá violento. Aquella mansedumbre universal suya es, más que un instinto natural, el resultado de una gran convicción que la vida le había ido destilando en el corazón y había caído en él despacio, pensamiento a pensamiento; porque tanto en una forma de ser cuanto en una roca puede haber agujeros de gotas de agua. Esas excavaciones no se pueden borrar; esas formaciones no se pueden destruir.

Creemos haber dicho ya en que en 1815 cumplió los setenta y cinco años; pero no aparentaba más de sesenta. No era alto, estaba algo grueso y, para combatirlo, gustaba de dar largas caminatas; tenía el paso firme y no estaba casi encorvado, detalle del que no pretendemos sacar conclusión alguna; Gregorio XVI, a los ochenta años, iba muy tieso y sonriente, lo que no le impedía ser un mal papa. Monseñor Bienvenu tenía eso que la gente llama «una cabeza hermosa», pero tan afable que se olvidaba uno de que era hermosa.

Cuando charlaba con ese buen humor infantil, que era uno de sus encantos y que ya hemos mencionado, quienes tenía al lado se sentían a gusto; era como si de toda su persona brotase el júbilo. La tez de buen color y lozana y los dientes muy blancos, de los que no le faltaba ni uno y que se le veían al reírse, le daban esa expresión abierta y llana que hace que se diga de un hombre: es muy buena persona, y de un anciano: es muy campechano. Tal fue, recordémoslo, el efecto que le causó a Napoleón. De entrada, y a quien lo veía por primera vez, no le parecía, efectivamente, sino un buen hombre campechano. Pero para quien pasase con él unas cuantas horas, y a poco que lo viera pensativo, aquel buen hombre se iba transfigurando poco a poco y adquiría un no sé qué que imponía; la frente ancha y formal, que tornaba augusta el pelo blanco, también era augusta por la meditación; de aquella bondad se desprendía majestad sin que dejase, por ello, de resplandecer la bondad; se notaba ante ella algo de esa emoción que causaría ver a un ángel sonriente abrir despacio las alas sin dejar de sonreír. A quien lo mirase lo iba invadiendo gradualmente el respeto, un respeto indecible que le subía hasta el corazón, y notaba que tenía ante sí a una de esas almas fuertes, probadas e indulgentes en que el pensamiento es tan grande que sólo puede serlo tanto porque es dulce.

Como ya hemos visto, la oración, la celebración de los oficios religiosos, la limosna, el consuelo a los afligidos, el cultivo de un trocito de tierra, la fraternidad, la frugalidad, la hospitalidad, la renuncia, la confianza, el estudio y el trabajo colmaban todos y cada uno de los días de su vida. es la palabra exacta, y, desde luego, los días del obispo estaban llenos a rebosar de buenos pensamientos, de buenas palabras y de buenas obras. No obstante, le faltaba algo si el tiempo frío o lluvioso le impedía pasar, por las noches, cuando ya se habían retirado las dos mujeres, una hora o dos en su jardín antes de irse a dormir. Parecía que algo así fuera para él como un rito para prepararse al sueño con la meditación en presencia de los majestuosos espectáculos del cielo nocturno. A veces, a horas bastante avanzadas de la noche incluso, si las dos solteronas no dormían, lo oían andar despacio por los paseos. Estaba allí a solas consigo mismo, sumido en el recogimiento, sosegado, en adoración, comparando la serenidad de su corazón con la serenidad del éter, emocionándose entre las tinieblas con los esplendores visibles de las constelaciones y los esplendores invisibles de Dios, abriendo el alma a esos pensamientos que bajan desde lo Desconocido. En aquellos momentos, brindándole el corazón a esa hora en que las flores nocturnas brindan su aroma, encendido como una lámpara en el centro de la noche estrellada, expandiéndose en éxtasis en medio del resplandor universal de la creación, quizá no habría podido siquiera decir qué le pasaba por la mente; notaba que algo le salía volando de dentro y que algo se le metía dentro. ¡Misteriosos intercambios del alma con los abismos del universo!

Pensaba en la grandeza y en la presencia de Dios; en la eternidad futura, ese extraño misterio; en la eternidad pasada, misterio más extraño aún; en todos los infinitos que, ante su mirada, se hundían por doquier; y, sin intentar entender lo incomprensible, lo miraba. No estudiaba a Dios; dejaba que lo deslumbrase. Miraba esos esplendorosos encuentros de los átomos que proporcionan apariencias a la materia, revelan fuerzas al dejar constancia de ellas, crean las individualidades dentro de la unidad, las proporciones dentro de la extensión, lo indecible dentro de lo infinito y, mediante la luz, producen la belleza. Esos encuentros se anudan y se desanudan continuamente; de ahí la vida y la muerte.

Se sentaba en un banco de madera adosado a un emparrado decrépito; miraba los astros a través de las siluetas raquíticas de sus árboles frutales. Le tenía cariño a aquel cuarto de área, tan pobremente plantado, tan atestado de cuchitriles y cobertizos, y le bastaba.

¿Qué más necesitaba aquel anciano que repartía los ocios de su vida, en la que tan poco ocio había, entre la jardinería de día y la contemplación de noche? Aquel cercado modesto, al tener por techo el cielo, ¿no era acaso suficiente para poder adorar a Dios, por turnos, en sus obras más deliciosas y en sus obras más sublimes? ¿No reside todo en eso, efectivamente, y en la que se puede querer más allá de ello? Un jardincillo para pasear y la inmensidad para soñar. A los pies, lo que puede cultivarse y recolectarse; por encima de la cabeza, lo que puede estudiarse y sobre lo que es posible meditar; unas pocas flores en la tierra y todas las estrellas en el cielo.

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