Requiescant
III
El salón de la señora de T. era cuanto conocía Marius Pontmercy de la vida en sociedad. Era la única abertura por la que podía mirar la existencia. Esa abertura era sombría y por ese tragaluz le llegaba más frío que calor y más oscuridad que claridad. Aquel niño, que no era sino alegría y luz cuando llegó a aquel mundo extraño, se volvió triste en poco tiempo y, lo que es aún más opuesto a esa edad, serio. Rodeado de todas aquellas personas que imponían tanto y eran tan singulares, miraba a su alrededor con un asombro circunspecto. Todo contribuía a que aquella estupefacción fuera a más. Había en el salón de la señora de T. damas nobles y ricas, muy venerables, que se llamaban Mathan, Noé y Lévis, que se pronunciaba Lévi, y Cambis, que se pronunciaba Cambyse. Esos rostros antiguos y esos apellidos bíblicos se le mezclaban al niño con el Antiguo Testamento que se aprendía de memoria, y, cuando estaban todas sentadas en corro alrededor de un fuego agonizante y las iluminaba apenas una lámpara velada de verde, con aquellos perfiles severos, aquel pelo gris o blanco, aquellos vestidos tan largos y de otra época, de los que sólo se veían los colores lúgubres, diciendo muy de vez en cuando palabras a un tiempo majestuosas y hoscas, Marius las miraba con ojos asustados y le parecía que estaba viendo no mujeres, sino patriarcas y magos, no seres reales, sino fantasmas.
Con esos fantasmas se mezclaban varios sacerdotes, visitantes habituales de aquel salón viejo, y unos cuantos caballeros nobles; el marqués de Sassenaye, secretario al servicio de la señora de Berry; el vizconde de Valory, que publicaba con el pseudónimo odas monorrimas; el príncipe de Beauffremont, que, aunque era bastante joven, tenía el pelo gris y una mujer bonita e ingeniosa cuyos vestidos de terciopelo escarlata con bordados de oro espantaban aquellas tinieblas; el marqués de Coriolis d’Espinouse, el hombre que más sabía en Francia de «cortesía proporcional»; el conde de Amendre, de barbilla benévola, y el señor de Port-de-Guy, puntal de la biblioteca del Louvre, llamada el gabinete del rey. El señor de Port-de-Guy, calvo y más envejecido que viejo, refería que, en 1793, a los dieciséis años, lo mandaron a presidio por insumiso; iba aherrojado con un octogenario, el obispo de Mirepoix, también insumiso, pero en su calidad de sacerdote, mientras que él lo era como soldado. Era en Tolón. Su cometido era ir por las noches a recoger al cadalso las cabezas y los cuerpos de los guillotinados del día anterior; se llevaban, cargados a la espalda, aquellos cuerpos ensangrentados y tenían en la nuca, en los blusones rojos de presidiarios, una costra de sangre que estaba seca por la mañana y húmeda por la noche. Esos relatos trágicos abundaban en el salón de la señora de T.; a fuerza de maldecir a Marat, acababan por aplaudir a Trestaillon. Unos cuantos diputados de la «cámara inencontrable» jugaban al whist: los señores Thibord du Chalard, Lemarchant de Gomicourt y el célebre burlón de la derecha, el señor Cornet-Dincourt. El juez ordinario de Ferrette, de calzón corto y pantorrillas flacas, pasaba a veces por aquel salón de camino hacia el del señor de Talleyrand. Había sido compañero de francachelas del señor conde de Artois y, a la inversa que Aristóteles haciendo de caballo para Campaspe, puso a cuatro patas a la Guimard y enseñó así a las edades cómo venga un juez a un filósofo.
En cuanto a los sacerdotes, estaban el padre Halma, ese mismo a quien decía el señor Larose, colaborador suyo en el padre Letourneur, predicador del rey; el padre Frayssinous, que no era todavía ni conde ni obispo, ni ministro, ni miembro de la Cámara Alta, y llevaba una sotana vieja a la que le faltaban botones, y el padre Keravenant, párroco de Saint-Germain-des-Près; y también el nuncio del papa, que, a la sazón, era monseñor Macchi, arzobispo de Nisibi, que fue, más adelante, cardenal y tenía una notable nariz, larga y meditabunda; y otro monseñor al que llamaban Palmieri, prelado doméstico, uno de los siete protonotarios apostólicos de la Santa Sede, canónigo de la insigne basílica liberiana, postulador de la causa de los santos, cargo que tiene que ver con los asuntos de canonización y quiere decir, más o menos, letrado del Tribunal de Cuentas del Paraíso; y, finalmente, dos cardenales, De La Luzerne y De Clermont-Tonnerre. El cardenal de La Luzerne era escritor y tuvo el honor, pocos años después, de firmar artículos en codo con codo con Chateaubriand; el cardenal de Clermont-Tonnerre era arzobispo de Toulouse y solía pasar temporadas en París en casa de su sobrino, el marqués de Tonnerre, que fue ministro de Marina y de la Guerra. El cardenal de Clermont-Tonnerre era un anciano menudo y alegre que se remangaba la sotana y enseñaba las medias rojas; su especialidad era aborrecer la Enciclopedia y jugar apasionadamente al billar, y quienes pasaban en las tardes de verano por la calle de Madame, donde estaba entonces el palacete de Clermont-Tonnerre, se paraban para oír entrechocarse las bolas y la voz chillona del cardenal que le decía a voces a su conclavista, monseñor Cottret, obispo de Caryste: . Al cardenal de Clermont-Tonnerre lo presentó en casa de la señora de T. su amigo más íntimo, monseñor Roquelaure, que había sido obispo de Senlis y uno de los cuarenta. Monseñor Roquelaure destacaba por su elevada estatura y su asidua asistencia a la Academia. Por la puerta acristalada de la sala contigua a la biblioteca, donde celebraba las sesiones por entonces la Academia Francesa, los curiosos podían todos los jueves contemplar al antiguo obispo de Senlis, las más de las veces de pie, con el pelo recién empolvado y medias de color violeta, dándole la espalda a la puerta seguramente para que se le viera mejor el cuello de clérigo. Todos esos eclesiásticos, aunque fueran la mayoría tan cortesanos como hombres de iglesia, daban mayor seriedad aún al salón de T., cuyo aspecto señorial se incrementaba más todavía con la presencia de cinco pares de Francia: el marqués de Vibraye, el marqués de Talaru, el marqués de Herbouville, el vizconde Dambray y el duque de Valentinois. Dicho duque de Valentinois, aunque príncipe de Mónaco, es decir, príncipe soberano de un país extranjero, tenía una idea tan alta de Francia y de la condición de par que todo lo veía a través de ese prisma. Suya era esta frase: Por lo demás, puesto que en el presente siglo la revolución no puede por menos de estar en todas partes, en ese salón feudal mandaba un burgués, el señor de Gillenormand, y en él reinaba.
En esto residía la esencia y la quintaesencia de la sociedad parisina de la facción blanca. Las reputaciones pasaban por una cuarentena, incluso las de los monárquicos. Siempre hay anarquía en las reputaciones. Si hubiera llegado Chateaubriand, habría causado la misma impresión que el padre Duchêne. No obstante, se toleraba en aquel ambiente ortodoxo la presencia de algunos que se habían sumado a la causa. Al conde Beugnot lo recibían vigilando que se hubiera enmendado.
Los salones «nobles» de hoy en día han dejado de parecerse a aquéllos. El barrio de Saint-Germain actual huele a herejía. Los monárquicos actuales son unos demagogos, y lo decimos como elogio.
En casa de la señora de T., como los asistentes eran de una categoría superior, la norma era un gusto exquisito y altanero y lo más selecto en cuestiones de urbanidad. Había en sus costumbres todo tipo de refinamientos involuntarios que eran del más puro estilo del antiguo régimen, enterrado, pero vivo. Algunas de esas costumbres, sobre todo en la forma de hablar, resultaban extrañas. Personas entendidas, pero de forma superficial, habrían tomado por provinciano lo que no era sino vetusto. A una de las señoras la llamaban . No era inusual que hubiera alguna . La encantadora señora de Léon, en recuerdo seguramente de las señoras de Longueville y de Chevreuse, prefería ese apelativo a su título de princesa. La marquesa de Créquy también había sido .
Fue ese reducido grupo de alta sociedad el que inventó, en Les Tuileries, el refinamiento de decir siempre, al hablarle al rey en la intimidad, y usar la tercera persona; y nunca porque el tratamiento lo había «mancillado el usurpador».
Se emitían allí juicios sobre los hechos y los hombres. Se burlaban de la época, lo cual dispensaba de entenderla. Colaboraban en el asombro. Se comunicaban las luces que tenían. Matusalén informaba a Epiménides. El sordo ponía al tanto al ciego. Decidían que no había existido el tiempo transcurrido a partir de Coblenza. De la misma forma que Luis XVIII, por la gracia de Dios, estaba en el vigésimo quinto año de su reinado, los emigrados estaban, de derecho, en el vigésimo quinto año de su adolescencia.
Todo era armonioso; nada estaba excesivamente vivo; la palabra era apenas un soplo; el periódico, a juego con el salón, parecía un papiro. Había jóvenes, pero estaban un poco muertos. En el recibimiento, las libreas eran un tanto antañonas. A aquellas personas, tan del pasado, las servían unos criados por el mismo estilo. Daba la impresión de que todo había vivido hacía mucho y se empecinaba en no entrar en el sepulcro. Conservar, Conservación, Conservador: en eso consistía casi todo el diccionario. La buena reputación era como el olor a santidad, y de eso se trataba. Había, por supuesto, plantas aromáticas en las opiniones de aquellos grupos venerables, y las ideas les olían a vetiver. Era un mundo momificado. Los señores estaban embalsamados; y los criados, disecados.
Una marquesa vieja, emigrada y arruinada, que ya sólo tenía una criada, seguía diciendo: .
¿A qué se dedicaban en el salón de la señora de T.? A ser ultras.
Ser ultra: aunque lo que representa esa expresión es posible que no haya desaparecido, la palabra «ultra» no quiere hoy decir nada ya. Vamos a explicarla.
Ser ultra es ir más allá. Es atacar el cetro en nombre del trono y la mitra en nombre del altar; es maltratar además de denigrar; es protestar por todo; es mirar de cerca la hoguera no vaya a ser que se tuesten poco los herejes; es reprocharle al ídolo que sea poco idólatra; es insultar por exceso de respeto; es opinar que el papa es poco papista, el rey poco monárquico y la oscuridad demasiado luminosa; es criticar el alabastro, la nieve, el cisne y la azucena en nombre de la blancura; es ser tan partidario de las cosas que acabas por ser enemigo de ellas; es estar tan a favor de algo que, en realidad, estás en contra. Este espíritu ultra es lo más característico de la primera etapa de la Restauración.
Nunca hubo en la historia nada igual a ese cuarto de hora que empieza en 1814 y concluye allá por 1820, cuando llega el señor de Villèle, el hombre práctico de la derecha. Esos seis años fueron un momento extraordinario; a la vez brillante y apagado, risueño y sombrío, iluminado como por el resplandor del alba y al mismo tiempo encapotado con las tinieblas de las grandes catástrofes, que aún colmaban el horizonte y se hundían despacio en el pasado. Hubo, en aquella luz y aquella sombra, personas que formaban un mundo nuevo y viejo, cómico y triste, juvenil y senil y que se restregaban los ojos; nada se parece tanto al despertar como el regreso; un grupo que miraba a Francia con enfado y al que Francia miraba con ironía; las calles llenas de marqueses como búhos viejos; los reaparecidos y los aparecidos; los «ex nobles» a los que todo asombra, nobles cándidos que sonríen por verse en Francia y lloran también, encantados de volver a ver su patria y desesperados de no ver en ella a su monarquía; la nobleza de las cruzadas escarneciendo a la nobleza del Imperio, es decir, a la nobleza de la espada; las razas históricas perdiendo el sentido de la historia; los hijos de los compañeros de Carlomagno desdeñando a los compañeros de Napoleón. Como acabamos de decir, las espadas se insultaban mutuamente; la espada de Fontenay daba risa y no era sino un montón de orín; la espada de Marengo era odiosa y no era sino un sable. El Antaño se negaba a saber del Hoy. Se había perdido el sentimiento de qué era grande y el sentimiento de qué era ridículo. Hubo quien llamó a Bonaparte Scapin. Ese mundo ha dejado de existir. Repitámoslo: ya no queda nada. Cuando sacamos de él por casualidad a algún personaje e intentamos hacerlo vivir de nuevo con el pensamiento, nos parece tan extraño como un mundo antediluviano. Y es que, efectivamente, también a él se lo tragó un diluvio. Desapareció, lo arrollaron dos revoluciones. ¡Qué olas tan altas son las ideas! ¡Con qué velocidad cubren todo cuanto tienen por misión destruir y sepultar y qué poco tardan en excavar profundidades espantosas!
Así eran los salones de aquellos tiempos lejanos y candorosos en que el señor de Martainville parecía más ingenioso que Voltaire.
Aquellos salones tenían una literatura y una política propias. Creían en Fiévée. Todos se inclinaban ante las opiniones del señor Agier. Hablaban del señor Colnet, el publicista y librero de viejo del muelle Malaquais. Napoleón era el Ogro de Córcega tajantemente. Pasado algún tiempo, la introducción en la historia del señor marqués de Buonaparté, teniente general de los ejércitos del rey, fue una concesión al espíritu de la época.
Aquellos salones no conservaron la pureza mucho tiempo. Ya desde 1818 empezaron a aflorar en ellos unos cuantos doctrinarios: inquietante matiz. Su estilo consistía en ser monárquicos y disculparse por serlo. En esos puntos de que los ultras estaban muy orgullosos, estos otros se sentían un tanto avergonzados. Tenían ingenio; tenían silencio; su dogma político iba oportunamente almidonado de altanería: no podían por menos de triunfar. Usaban excesivamente, aunque con provecho, la corbata blanca y el frac abrochado. El error, o la mala suerte, del partido doctrinario fue que crió una juventud vieja. Adoptaban poses de sabios. Soñaban con injertar en los principios absolutos y excesivos un poder moderado. Oponían, y a veces con inteligencia infrecuente, el liberalismo conservador al liberalismo demoledor. Se los oía decir: «¡Tengamos consideración con las doctrinas monárquicas! Han prestado más de un servicio. Nos devolvieron la tradición, el culto, la religión, el respeto. Son fieles, valientes, caballerescas, afables, abnegadas. Suman, mal que les pese, a las nuevas grandezas de la nación las grandezas seculares de la monarquía. Cometen el error de no entender la Revolución, el Imperio, la gloria, la libertad, las ideas jóvenes, las generaciones jóvenes, este siglo. Pero ese agravio que nos hacen, ¿no se lo hacemos a veces nosotros? La Revolución, cuyos herederos somos, tiene que entenderlo todo. Ir en contra de las doctrinas monárquicas, ése es el contrasentido del liberalismo. ¡Qué error! ¡Y qué ceguera! La Francia revolucionaria le falta al respeto a la Francia histórica, es decir, a su madre, es decir, a sí misma. Después del 5 de septiembre, se está tratando a la nobleza de la monarquía igual que después del 8 de julio se trató a la nobleza del Imperio. Fueron injustos con el águila, y nosotros somos injustos con la flor de lis. ¿Es que siempre hay que andar proscribiendo algo? ¿Qué salimos ganando con quitarle el oro de la corona a Luis XIV y raspar el escudo de armas de Enrique IV? Nos burlamos del señor de Vaublanc, que borraba las N del puente de Iéna. ¿Qué hacía? Lo mismo que estamos haciendo nosotros. Bouvines es tan nuestra como Marengo. Las flores de lis son tan nuestras como las N. Es nuestro patrimonio. Para qué mermarlo. No hay que renegar ni de la patria pasada ni de la patria presente. ¿Por qué no aceptar la historia completa? ¿Por qué no querer a Francia completa?».
Así es como los doctrinarios criticaban y amparaban las teorías monárquicas, a las que enfadaba que las criticasen y enrabietaba que las amparasen.
Los ultras marcaron la primera época de los monárquicos; la Congregación fue la característica de la segunda. Tras el ardor, vino la maña. Dejemos aquí este esbozo.
Mientras transcurría este relato, al autor del libro se le puso delante ese momento curioso de la historia contemporánea: no le ha quedado más remedio que echarle una ojeada al pasar y recordar algunas de las líneas singulares de aquella sociedad hoy desconocida. Pero lo hace deprisa y sin amargura o irrisión algunas. Recuerdos cariñosos y respetuosos le hacen sentir apego por ese pasado, pues tienen que ver con su madre. Por lo demás, hemos de decir que incluso aquel mundo tan limitado tenía su grandeza. Podemos sonreír al pensar en él, pero no despreciarlo ni aborrecerlo. Era la Francia de antaño.
Marius hizo unos estudios de lo más corriente, como todos los niños. Cuando salió de las manos de su tía, la señorita Gillenormand, su abuelo se lo entregó a un digno profesor de impoluta inocencia clásica. Aquella alma joven, que se estaba abriendo, pasó de una mojigata a un patán. Marius fue luego al preceptivo internado e ingresó después en la Facultad de Derecho. Era monárquico, fanático y austero. Quería muy poco a su abuelo, cuyo buen humor y cuyo cinismo lo herían; y pensaba en su padre con talante sombrío.
Era, por lo demás, un muchacho apasionado y frío, noble, generoso, orgulloso, religioso y exaltado; digno hasta la dureza; puro hasta la ferocidad.