Los miserables

Detalles no sabidos

IV

Detalles no sabidos

Se llevó a cabo esa visita. Fue una campaña temible; una batalla nocturna contra la peste y la asfixia. Fue, al tiempo, un viaje de descubrimientos. Uno de los supervivientes de aquella exploración, un obrero inteligente, muy joven a la sazón, refería hace pocos años los curiosos detalles que a Bruneseau le pareció oportuno omitir en el informe que le hizo al prefecto de policía por no ser dignos del estilo administrativo. Los procedimientos desinfectantes eran muy rudimentarios por entonces. No bien hubo cruzado Bruneseau las primeras articulaciones de la red subterránea, ocho de los veinte trabajadores se negaron a seguir adelante. La operación era complicada; la visita implicaba una limpieza; había pues que limpiar al tiempo que se medía el terreno; tomar nota de las entradas de agua; contar las rejas y las bocas; hacer una lista detallada de las ramificaciones; indicar las corrientes en la divisoria de aguas; explorar las respectivas circunscripciones de las diversas cuencas; sondar las alcantarillas pequeñas que entroncan con la alcantarilla principal; medir la altura de coronación de todos los corredores y la anchura, tanto en el arranque de la bóveda cuanto al nivel de la base; y, finalmente, determinar las ordenadas de nivelación en la recta de todas las bocas de entrada, bien en la base de la alcantarilla, bien en el piso de la calle. El avance era muy trabajoso. Con frecuencia las escalas se hundían en tres pies de lodo. Los faroles agonizaban entre los miasmas. De vez en cuando se llevaban a un pocero desmayado. En algunos lugares había precipicios. El suelo se había hundido, las losas se habían desfondado, la alcantarilla se había convertido en pozo ciego; ya no se hacía pie en nada sólido; un hombre se cayó y costó mucho sacarlo de allí. Por consejo de Fourcroy, iban encendiendo a trechos, en los puntos que estaban ya suficientemente saneados, unos jaulones llenos de estopa empapada en resina. Algunas zonas de las paredes estaban cubiertas de hongos deformes que parecían tumores; incluso la piedra parecía enferma en aquel ambiente irrespirable.

Bruneseau comenzó la exploración aguas arriba y fue avanzando al hilo de la corriente, aguas abajo. En la divisoria de aguas de los dos conductos de Le Grand-Hurleur consiguió leer, en una piedra saliente, la fecha de 1550; esa piedra indicaba el punto extremo donde se había detenido Philibert Delorme, a quien había encomendado Enrique II que visitara los albañales subterráneos de París. Aquella piedra era la señal del siglo en las alcantarillas; Bruneseau dio con la mano de obra del en el corredor de Le Ponceau y en el conducto de la calle Vieille-du-Temple, cuyas bóvedas se hicieron entre 1600 y 1650; y con la mano de obra del en la sección oeste del colector, que encajonaron y abovedaron en 1740. Ambas bóvedas, sobre todo la más reciente, la de 1740, tenían más grietas y estaban más decrépitas que la obra de las alcantarillas de circunvalación, que databan de 1412, época en que ascendieron el arroyo que nace de los manantiales de Ménilmontant a la dignidad de Alcantarilla Mayor de París, ascenso análogo al de un campesino a primer ayuda de cámara del rey; algo así como convertir a Gros-Jean en Lebel.

Acá y allá, y sobre todo debajo del Palacio de Justicia, creyeron reconocer nichos de calabozos antiguos excavados en las mismísimas alcantarillas. aborrecible. Un collar de hierro estaba colgado en una de esas celdas. Las tapiaron todas. Hicieron algunos hallazgos extraños; entre otros, el esqueleto de un orangután que desapareció de la Casa de Fieras en 1800, desaparición que tuvo mucho que ver seguramente con la famosa e indiscutible aparición del Diablo en la calle de Les Bernardins en el último año del siglo . El pobre diablo acabó por ahogarse en las alcantarillas.

En el corredor largo y cintrado que va a dar a L’Arche-Marion, un cuévano de trapero, perfectamente conservado, dejó admirados a los entendidos. Por doquier, el cieno, que los poceros habían llegado ya a manipular con intrepidez, estaba repleto de objetos valiosos, joyas de oro y de plata, piedras preciosas, monedas. Si un gigante hubiera pasado por un cedazo estas cloacas habría encontrado en él la riqueza de los siglos pasados. En la división de aguas de los dos ramales de la calle de Le Temple y la calle de Saint-Avoye encontraron una singular moneda hugonote de cobre en una de cuyas caras se veía un cerdo tocado con un sombreo de cardenal y, en la otra, un lobo luciendo una tiara en la cabeza.

El hallazgo más sorprendente lo hicieron a la entrada de la Alcantarilla Mayor. Esa entrada la cerraba antaño una reja de la que sólo quedaban los goznes. De uno de esos goznes colgaba algo parecido a un andrajo informe y sucio que seguramente se había quedado ahí al pasar y flotaba en la oscuridad mientras acababa de deshacerse. Bruneseau acercó el farol y examinó el jirón aquel. Era de batista muy fina y, en una de las esquinas, menos raída que las demás, podía verse una corona heráldica bordada encima de estas siete letras: LAVBESP. La corona era de marqués y las siete letras querían decir . Cayeron en la cuenta de que lo que estaban viendo era un trozo del sudario de Marat. Marat, de joven, tuvo amores. Era en los tiempos en que formaba parte de la casa del conde de Artois como médico de las cuadras. De esos amores, históricamente comprobados, con una dama noble le quedó aquella sábana. Despojo o recuerdo. Cuando murió, como era el único tejido de calidad que tenía en casa, lo usaron para enterrarlo. Unas viejas envolvieron en él, para que fuera a la tumba en ese lienzo donde había gozado, al trágico Amigo del pueblo.

Bruneseau siguió adelante. Dejaron el harapo donde estaba; no lo remataron. ¿Fue desprecio o respeto? Marat se merecía ambas cosas. Y, además, era tanta en él la huella del destino que no se sabía si tocarlo o no. Por lo demás, hay que dejar las cosas del sepulcro en el lugar que eligen. En resumidas cuentas, era una reliquia peculiar. En ella había dormido una marquesa, en ella se había podrido Marat; había cruzado por Le Panthéon para ir a parar a las ratas de la alcantarilla. Aquel trapo de alcoba, cuyos mínimos pliegues Watteau habría dibujado antaño gozosamente, al final había acabado por ser digno de la mirada fija de Dante.

Tardaron siete años en recorrer del todo las vías públicas subterráneas de la inmundicia de París, de 1805 a 1812. Según iba avanzando, Bruneseau disponía, dirigía y concluía obras de gran envergadura; en 1808 rebajó el piso de Le Ponceau y, abriendo por todos lados ramales nuevos, amplió las alcantarillas, en 1809, por debajo de la calle Saint-Louis, hasta la fuente de Les Innocents; en 1810 pasaron por debajo de la calle de Froidmanteau y de La Salpêtrière; en 1811, por debajo de la calle Neuve-des-Petits-Pères, de la calle de Le Mail, de la calle de L’Écharpe y de la Place-Royale; en 1812, por debajo de la calle de La Paix y por debajo de La Chaussée d’Antin. Simultáneamente, desinfectó y saneó toda la red. Ya en el segundo año de las obras, Bruneseau había tomado como adjunto a su yerno, Nargaud.

Así fue como, a principios de este siglo, la sociedad antigua limpió su doble fondo y aseó sus alcantarillas. Al menos algo quedó limpio; menos es nada.

Tortuosas, agrietadas, desempedradas, resquebrajadas, con zanjas por medio, a tumbos por recodos extraños, subiendo y bajando sin lógica alguna, fétidas, asilvestradas, hostiles, sumidas en la oscuridad, con cicatrices en las baldosas y cuchilladas en las paredes, espantosas, así eran, vistas retrospectivamente, las antiguas alcantarillas de París. Ramificaciones hacia todos lados; zanjas que se cruzan; ramales; encrucijadas; estrellas, como en las zapas; intestinos ciegos; callejones sin salida; bóvedas cubiertas de salitre; sumideros infectos; filtraciones como herpes en las paredes; gotas que caen de los techos; tinieblas; nada igualaba el horror de aquella antigua cripta exutorio, aparato digestivo de Babilonia, antro, fosa, abismo por el que cruzan calles, topera titánica donde a la mente le parece ver cómo ronda, por entre las sombras, por la basura que fue esplendor, ese topo enorme: el pasado.

Y así, repetimos, eran las alcantarillas de antaño.

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