Los miserables

Perspicacia de maese Scaufflaire

II

Perspicacia de maese Scaufflaire

Desde el ayuntamiento, se fue a la salida de la ciudad, a ver a un flamenco, maese Scaufflaer, a cuyo apellido le habían dado la forma afrancesada de Scaufflaire, que alquilaba caballos y «cabriolés a discreción».

Para ir a casa del tal Scaufflaire, lo más rápido era tomar por una calle poco frecuentada donde estaba la rectoral de la parroquia a que pertenecía el señor Madeleine. Se decía del párroco que era hombre digno, respetable y de buen consejo. Cuando el señor Madeleine llegó ante la rectoral, sólo había en la calle un transeúnte, y el transeúnte se fijó en lo siguiente: el señor alcalde, tras pasar de largo ante la casa parroquial, se detuvo, se quedó quieto, dio luego marcha atrás y desanduvo el camino hasta la puerta de la rectoral, que era una puerta ni principal ni de servicio y con llamador de hierro. Llevó la mano con vehemencia al llamador y lo alzó; volvió a detenerse y se quedó quieto y como pensativo; tras unos segundos, en vez de soltar el llamador de golpe, lo bajó despacio y siguió andando con una especie de prisa que no llevaba antes.

El señor Madeleine encontró a maese Scaufflaire en su casa y recosiendo unos arneses.

—Maese Scaufflaire —preguntó—, ¿tiene un caballo bueno?

—Señor alcalde —dijo el flamenco—, todos mis caballos son buenos. ¿Qué entiende por un caballo bueno?

—Entiendo un caballo que pueda hacer veinte leguas en un día.

—¡Demonios! —dijo el flamenco—. ¡Veinte leguas!

—Sí.

—¿Tirando de un cabriolé?

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo podrá descansar después de la carrera?

—Tiene que volver a salir al día siguiente, si menester fuere.

—¿Para hacer el mismo trayecto?

—Sí.

—¡Demonios, demonios! ¿Y son veinte leguas?

El señor Madeleine se sacó del bolsillo el papel donde había anotado los números. Se los enseñó al flamenco. Eran: 5, 6, 8 ½.

—Mire —dijo—. En total, diecinueve y media, que es como decir veinte leguas.

—Señor alcalde —contestó el flamenco—, tengo lo que necesita. Mi caballito blanco. Ha debido de verlo pasar de vez en cuando. Es un animal pequeño, de Le Bas-Boulonnais. Muy fogoso. Primero quisieron hacer de él un caballo de montar. ¡Bah! Se encabritaba y tiraba al suelo a todo el mundo. Decían que era repropio y no sabían qué hacer con él. Lo compré y lo puse a tirar del cabriolé. Eso era lo que quería, señor alcalde. Es dócil como una niña, va como el viento. ¡Eso sí, que a nadie se le ocurra subírsele encima! Eso de que lo monten no va con él. Cada cual tiene sus propias ambiciones. Tirar, sí; llevar, no; se conoce que eso fue lo que se dijo a sí mismo.

—¿Y hará esa carrera?

—Las veinte leguas que usted quiere. Siempre al trote, y en menos de ocho horas. Pero voy a decirle en qué condiciones.

—Diga.

—Primero, tiene que dejarlo descansar una hora a medio camino; que coma, y que haya alguien delante mientras come para que el mozo de la posada no le robe la avena; porque he notado que en las posadas la avena más que comérsela los caballos se la beben los mozos de cuadra.

—Habrá alguien delante.

—Segundo… ¿El cabriolé es para el señor alcalde?

—Sí.

—¿El señor alcalde sabe conducir?

—Sí.

—Pues el señor alcalde tiene que viajar solo y sin equipaje para no cargar demasiado al caballo.

—De acuerdo.

—Pero como el señor alcalde no llevará a nadie consigo, tendrá que tomarse la molestia de vigilar personalmente la avena.

—Dicho queda.

—Le costará treinta francos diarios. Los días de descanso también se cobran. Ni un céntimo menos, y la manutención del caballo corre con ella el señor alcalde.

El señor Madeleine sacó tres napoleones de la bolsa y los puso encima de la mesa.

—Aquí tiene dos días pagados por adelantado.

—En cuarto lugar, para una carrera así, un cabriolé sería demasiado pesado y cansaría al caballo. El señor alcalde tendría que acceder a viajar en un tílburi pequeño que tengo.

—Accedo a ello.

—Pesa poco, pero no tiene capota.

—Me da igual.

—¿El señor alcalde se ha dado cuenta de que estamos en invierno?…

El señor Madeleine no contestó. El flamenco siguió diciendo:

—¿Y de que hace mucho frío?

El señor Madeleine siguió callado. Maese Scaufflaire prosiguió:

—¿Y de que puede llover?

El señor Madeleine alzó la cabeza y dijo:

—El tílburi y el caballo tienen que estar delante de la puerta de mi casa mañana a las cuatro y media de la madrugada.

—Muy bien, señor alcalde —contestó Scaufflaire. Luego, rascando con la uña del pulgar una mancha que había en la madera de la mesa, añadió, con esa expresión despreocupada que los flamencos suelen compaginar tan bien con su agudeza: —Pero ¡ahora que caigo! El señor alcalde no me ha dicho dónde va. ¿Dónde va el señor alcalde?

No pensaba en otra cosa desde el principio de la conversación, pero, sin saber por qué, no se había atrevido a preguntarlo.

—¿Su caballo tiene buenas patas delanteras? —dijo el señor Madeleine.

—Sí, señor alcalde. Sujételo un poco en las cuestas abajo. ¿Hay muchas cuestas abajo desde aquí hasta el sitio donde va?

—No se le olvide estar delante de mi puerta a las cuatro y media en punto de la madrugada —contestó el señor Madeleine. Y se fue.

El flamenco se quedó «como tonto», según decía él mismo algún tiempo después.

Había salido el señor alcalde hacía dos o tres minutos cuando volvió a abrirse la puerta; era el señor alcalde.

Seguía con la misma expresión impasible y preocupada.

—Señor Scaufflaire —dijo—, ¿en cuánto calcula usted, los dos juntos, el valor del caballo y el del tílburi que me va a alquilar para que lo lleve el caballo?

—Los dos juntos, no; uno delante y otro detrás —dijo el flamenco con una risotada.

—Bien está. ¿Cuánto?

—¿Me los quiere comprar el señor alcalde?

—No, pero quiero cubrir esa cantidad por lo que pueda pasar. Cuando regrese, me la devuelve. ¿En cuánto valora el cabriolé y el caballo?

—En quinientos francos, señor alcalde.

—Aquí los tiene.

El señor Madeleine dejó un billete de banco encima de la mesa, se fue y esta vez ya no volvió.

Maese Scaufflaire lamentó muchísimo no haber dicho mil francos. Por lo demás, el caballo y el tílburi, los dos juntos, valían cien escudos.

El flamenco llamó a su mujer y le contó el asunto. ¿Dónde demonios irá el señor alcalde? Deliberaron. «Va a París», dijo la mujer. «No creo», dijo el marido. Al señor Madeleine se le había olvidado encima de la chimenea el papel donde había apuntado los números. El flamenco lo cogió y lo estudió. «¿Cinco, seis y ocho y medio? Debe de ser la distancia entre las casas de posta.» Se volvió a su mujer: «Ya lo tengo». «¿Y cómo?» «Hay cinco leguas de aquí a Hesdin, seis de Hesdin a Saint-Pol y ocho y media de Saint-Pol a Arras. Va a Arras.»

En tanto, el señor Madeleine había regresado a su casa.

Para volver desde casa del señor Scaufflaire, había ido por el camino más largo, como si la puerta de la rectoral fuera para él una tentación que quería evitar. Subió a su cuarto y se encerró en él, lo que no tenía nada de particular porque era amigo de acostarse temprano. Pero a la portera de la fábrica, que era también la única criada del señor Madeleine, le llamó la atención que apagó la luz a las ocho y media, y se lo dijo al cajero, que volvía a casa, añadiendo luego: —¿Estará enfermo el señor alcalde? Le he notado una cara un poco peculiar.

Dicho cajero vivía en una habitación que estaba precisamente debajo de la del señor Madeleine. No prestó atención a las palabras de la portera, se acostó y se durmió. A eso de las doce de la noche, se despertó de repente; había oído, entre sueños, un ruido en el techo. Atendió. Eran unos pasos que iban y venían, como si alguien paseara por la habitación de arriba. Prestó más atención y reconoció el paso del señor Madeleine. Se quedó extrañado; no solía haber ruido alguno en la habitación del señor Madeleine antes de la hora en que se levantaba. Luego movieron un mueble, hubo un silencio y volvieron a oírse los pasos. El cajero se sentó en la cama, se espabiló del todo, miró y, por los cristales de la ventana, vio, en la pared de enfrente, la reverberación rojiza de una ventana encendida. Por la dirección de los rayos de luz, no podía ser sino la ventana del señor Madeleine. La reverberación temblaba, como si viniera más bien de un fuego encendido que de una luz. No se veía el dibujo de los bastidores de los cristales, lo que indicaba que la ventana estaba abierta de par en par. Resultaba sorprendente aquella ventana abierta con el frío que hacía. El cajero se volvió a quedar dormido. Volvió a despertarse una hora o dos después. Los mismos pasos, lentos y regulares, seguían yendo y viniendo por encima de su cabeza.

No había desaparecido la reverberación en la pared, pero ahora era pálida y tranquila, como el reflejo de una lámpara o de una vela. La ventana seguía abierta.

Esto es lo que estaba sucediendo en la habitación del señor Madeleine.

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