Los miserables

Gavroche se pasa de cumplidor

IV

Gavroche se pasa de cumplidor

Entretanto, a Gavroche acababa de ocurrirle una aventura.

Gavroche, tras lapidar con gran primor el farol de la calle de Le Chaume, llegó a la calle de Les Vieilles-Haudriettes y, como «no pasaba ni un gato», le pareció un momento oportuno para cantar cuanta canción se le ocurriera. Lejos de andar más despacio cuando cantaba, lo hacía más deprisa. Fue sembrando a lo largo de las casas dormidas o aterradas estas estrofas incendiarias:

Miente el pájaro entre las hojas

y dice que Atala ayer

con un ruso cogió y se fue.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Pierrot, amigo, dices cosas

porque Mila el otro día

me llamó por su celosía.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Y son pícaras muy garbosas.

Con su veneno me embrujaron

y a Orfila lo emborracharon.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Me gusta el amor y sus broncas.

Quiero a Agnès, a Paméla quiero.

Lise se quemó en mi mechero.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Al ver las mantillas de blondas

que Zélia y Suzette se ponían,

mi alma en sus pliegues se lía.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Amor, si coronas de rosas

a Lola en la sombra tardía,

por ella el alma daría.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Jeanne, te vistes y retocas.

Me voló el corazón un día.

¿Quizá tú lo recogerías?

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Al salir del baile a deshora

a las estrellas les decía:

«Mirad a Stella cómo brilla».

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Gavroche, mientras cantaba, interpretaba una pantomima. El ademán es el punto de apoyo de la canción. Hacía con la cara, que era un repertorio inagotable de máscaras, muecas más convulsas y más fantásticas que las bocas de un trozo de tela lleno de agujeros en un vendaval. Por desgracia, como estaba solo y la calle estaba a oscuras, ni lo veía nadie ni nadie lo habría podido ver. Hay riquezas que se pierden.

De repente, se paró en seco.

—Dejemos aquí la romanza —dijo.

Sus pupilas felinas acababan de divisar en el entrante de una puerta cochera eso a lo que llaman bodegón con personaje, es decir, una persona y un objeto. El objeto era un carretón, y el personaje, un carbonero que estaba durmiendo en él.

Las varas del carretón estaban apoyadas en el empedrado y el carbonero tenía apoyada la cabeza en el piso del carretón. Estaba hecho un ovillo en ese plano inclinado y los pies le llegaban al suelo.

Gavroche, que tenía experiencia en las cosas de este mundo, cayó en la cuenta de que era un borracho.

Era algún mandadero de por allí que había bebido de más y dormía de más.

—Mira tú para qué valen las noches de verano —pensó Gavroche—. El carbonero se duerme en su carretón. Y uno se lleva el carretón para la república y le deja el carbonero a la monarquía.

La idea luminosa que viene a continuación le había alumbrado los pensamientos:

—Este carretón quedaría estupendamente en nuestra barricada.

El carbonero roncaba.

Gavroche tiró despacio del carretón hacia atrás y del carbonero hacia adelante, es decir, por los pies; y, al cabo de un minuto, el carbonero, impertérrito, dormía tumbado en los adoquines.

El carretón estaba libre.

Gavroche, que estaba acostumbrado a enfrentarse donde fuera con lo imprevisto, llevaba siempre de todo encima. Se hurgó en uno de los bolsillos y sacó un trozo arrugado de papel y un trozo de lápiz rojo que le había quitado a un carpintero cualquiera.

Escribió:

«.

»Recibo por tu carretón».

Y firmó: «G».

A continuación, le metió el papel en el bolsillo del chaleco de pana al carbonero, que no había dejado de roncar, empuñó las varas y se fue en dirección al Mercado Central, empujando el carretón a todo correr con un estruendo glorioso y triunfal.

Era peligroso. Había un puesto de tropas en la Real Imprenta. Gavroche no se acordaba. En ese puesto estaban acuartelados unos guardias nacionales de los arrabales. La escuadra estaba empezando a espabilarse y las cabezas se alzaron de los catres de tijera. Dos faroles rotos seguidos y aquella canción cantada a voz en cuello eran mucho para unas calles tan apocadas a las que les apetece irse a dormir cuando se pone el sol y coronan tan temprano la vela con el apagador. El golfillo llevaba una hora metiendo, en aquel distrito tranquilo, el escándalo de una mosquita dentro de una botella. El sargento lo oía. Y estaba a la espera. Era un hombre prudente.

El rodar endiablado del carretón colmó la medida de la espera admisible y decidió al sargento a hacer una ronda.

—¡Ya están ahí, y son una cuadrilla! —dijo—. Vayamos con tiento.

Estaba claro que la hidra de la anarquía había salido de la caja donde estaba metida y andaba suelta por el barrio.

Y el sargento se arriesgó a salir del puesto con pasos sordos.

De repente, Gavroche, que iba empujando el carretón, cuando estaba a punto de salir de la calle de Les Vieilles-Haudriettes, se dio de bruces con un uniforme, un chacó, un plumero y un fusil.

Se paró en seco otra vez.

—Anda —dijo—, si es él. Muy buenas, orden público.

Cuando Gavroche se quedaba cortado, se le pasaba pronto y se tranquilizaba enseguida.

—¿Dónde vas, golfo? —gritó el sargento.

—Ciudadano —dijo Gavroche—, yo todavía no lo he llamado burgués. ¿Por qué me insulta?

—¿Dónde vas, bribón?

—Caballero —siguió diciendo Gavroche—, es posible que ayer aún fuera usted un hombre de ingenio, pero esta mañana lo destituyeron.

—Te pregunto dónde vas, pillo.

Gavroche contestó:

—Qué simpatía tiene usted al hablar. Le digo en serio que no aparenta la edad que tiene. Debería vender el pelo que le queda a cien francos cada pelo. Sacaría quinientos francos.

—¿Dónde vas? ¿Dónde vas? ¿Dónde vas, bandido?

Gavroche respondió:

—Pero ¡qué palabras tan feas! La primera vez que lo den de mamar, que le limpien mejor la boca.

El sargento cruzó la bayoneta.

—¿Vas a decirme de una vez dónde vas, miserable?

—Mi general —dijo Gavroche—, voy a buscar al médico, que tengo a la mujer de parto.

—¡A las armas! —gritó el sargento.

Usar para salvarse lo que lo ha perdido a uno, he ahí la obra maestra de los hombres fuertes; Gavroche calibró la situación de una ojeada. El carretón lo había puesto en un aprieto y el carretón iba a protegerlo.

En el momento en que el sargento iba a abalanzarse sobre Gavroche, el carretón, convertido en proyectil y empujado con fuerza, se le vino encima, rodando con furia, y el sargento, a quien golpeó en todo el vientre, cayó de espaldas en el arroyo al tiempo que disparaba un tiro al aire.

Al oír el grito del sargento, los hombres del puesto salieron manga por hombro; el tiro trajo consigo una descarga general disparada al azar; luego recargaron las armas y dispararon otra vez.

Aquel juego de la gallina ciega duró un cuarto de hora largo y mató los cristales de unas cuantas ventanas.

Mientras tanto, Gavroche, que había dado marcha atrás corriendo desaforadamente, se detuvo a cinco o seis calles de allí y se sentó, sin resuello, en el mojón que hace esquina al mercado de Les Enfants-Rouges.

Aguzó el oído.

Tras quedarse unos momentos recobrando la respiración, se volvió hacia el lado por el que seguían sonando a más y mejor los tiros, se puso la mano izquierda a la altura de la nariz y la disparó hacia adelante tres veces dándose un cachete con la mano derecha en la parte de atrás de la cabeza, gesto soberano en que los pilluelos parisinos han condensado la ironía francesa y de cuya eficacia no cabe duda, puesto que lleva durando ya medio siglo.

Una reflexión amarga le aguó el buen humor.

—Sí —dijo—, me carcajeo, me parto, me sale la alegría por todas partes, pero me desvío; voy a tener que dar un rodeo. ¡Con tal de que llegue a tiempo a la barricada!

Y, dicho esto, echó a correr otra vez.

Y, mientras corría, dijo:

—A ver, ¿en qué estaba yo?

Y volvió a cantar la canción internándose deprisa en las calles, mientras se iba oyendo más débilmente en la oscuridad:

Vamos a poner firmes todas

las bastillas que en pie seguían

y el orden público al día.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Se caen los bolos con las bolas.

Y el viejo mundo se caía

con la bola que más valía.

Dónde van las chicas hermosas,

lon, la.

Pueblo, a ver, las muletas prontas

y a cargarse el Louvre a porfía,

que se acabaron las orgías.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

Entramos por las verjas flojas

y a Carlos X, sin ningún guía,

se le voló la monarquía.

Donde van las chicas hermosas,

lon, la.

El puesto no empuñó las armas en vano. Conquistaron el carretón y detuvieron al borracho. Aquél lo llevaron al depósito, a éste le dieron la lata un poco más adelante, por cómplice, en los consejos de guerra. El ministerio público de la época demostró, en circunstancia tal, su celo infatigable en pro de la defensa de la sociedad.

La aventura de Gavroche pasó a formar parte de la tradición de Le Temple y es uno de los recuerdos más espantosos de los burgueses ancianos de Le Marais; en sus recuerdos se llama: el ataque nocturno al puesto de la Real Imprenta.

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