Los miserables

Las cloacas y sus sorpresas

I

Las cloacas y sus sorpresas

En las alcantarillas de París era donde estaba Jean Valjean.

Otro parecido de París con el mar. Igual que en el océano, el buzo puede desaparecer.

Había sido una transición inaudita. En pleno centro de la ciudad, Jean Valjean había salido de la ciudad y, en un abrir y cerrar de ojos, en lo que se tarda en alzar una tapa y volver a cerrarla, había pasado de la luz del día a la oscuridad más completa, de mediodía a medianoche, del estruendo al silencio, del torbellino de los truenos al entumecimiento de la tumba y, por obra y gracia de una peripecia aún más prodigiosa que la de la calle de Polonceau, del peligro más extremado a la seguridad más absoluta.

Caída repentina a un sótano; desaparición en las mazmorras de París; salir de esa calle donde la muerte estaba por doquier para irse a esa especie de sepultura donde estaba la vida; fue un momento raro. Se quedó unos segundos aturdido; aguzaba el oído, estupefacto. La trampilla de la salvación se le había abierto de pronto bajo los pies. El favor del cielo lo había cogido a traición, por decirlo de algún modo. ¡Adorables emboscadas de la Providencia!

Pero el herido no se movía, y Jean Valjean no sabía si lo que llevaba a cuestas en aquella fosa era un hombre vivo o un hombre muerto.

La primera sensación que tuvo fue la de haberse quedado ciego. De pronto, ya no veía nada. Le pareció también que había bastado un minuto para dejarlo sordo. Ya no oía nada. La tormenta frenética de muerte que transcurría a pocos pies por encima de él no le llegaba, como hemos dicho ya, debido al espesor del suelo que lo separaba de ella, sino apagada e indistinta, como un susurro en unas profundidades. Notaba que pisaba tierra firme; y nada más; pero le bastaba. Estiró un brazo, y luego el otro, y tocó las paredes de ambos lados, y se dio cuenta de que el pasillo era estrecho; resbaló, y cayo en la cuenta de que las baldosas estaban mojadas. Adelantó un pie, con cuidado, temiendo un agujero, un pozo ciego, algún abismo; comprobó que el enlosado seguía. Una bocanada de aire fétido lo avisó del lugar en que se hallaba.

Al cabo de unos instantes, dejó de estar ciego. Entraba algo de luz desde el respiradero por el que se había colado y se le habían acostumbrado los ojos a aquel sótano. Empezó a vislumbrar algunas cosas. Una pared cerraba a su espalda el pasillo que le hacía las veces de madriguera, pues no hay palabra que exprese mejor la situación. Era uno de esos callejones sin salida que la lengua especializada llama ramales. Por delante tenía otra pared, una pared de oscuridad. La claridad del respiradero moría a diez o doce pasos del punto en que estaba Jean Valjean y apenas si proyectaba una blancura lívida en unos pocos metros de la pared húmeda de la alcantarilla. Más adelante, había una mole opaca; meterse en ella parecía espantoso, y entrar era como dejarse engullir. Pero era posible, sin embargo, internarse en esa muralla de bruma, y era necesario. E incluso era necesario darse prisa. Jean Valjean pensó que esa verja que había visto él bajo los adoquines podían verla también los soldados, y que todo dependía de ese azar. Podían bajar ellos también al pozo y registrarlo. No había ni un minuto que perder. Había dejado a Marius en el suelo; lo recogió, también en este caso es ésa la palabra adecuada, se lo volvió a cargar a la espalda y echó a andar de nuevo. Se internó con paso resuelto en aquella oscuridad.

La verdad es que estaban menos a salvo de lo que creía Jean Valjean. Era posible que los estuvieran esperando peligros de otra categoría, y no menores. Tras el torbellino fulminante del combate, la caverna de los miasmas y de las trampas; tras el caos, las cloacas. Jean Valjean había caído de un círculo del infierno en otro.

Tras dar cincuenta pasos, tuvo que detenerse. Se presentó un problema. El corredor iba a dar a un pasadizo con el que se cruzaba en perpendicular. Y allí se podía tirar por dos caminos. ¿Cuál tomar? ¿Había que girar a la izquierda o a la derecha? ¿Cómo orientarse en ese laberinto negro? Ya hemos comentado que ese laberinto sigue un curso, que indica la cuesta abajo. Ir cuesta abajo es ir hacia el río.

Jean Valjean se percató de ello en el acto.

Se dijo que seguramente estaba en la alcantarilla del Mercado Central; que, si tiraba a la izquierda e iba cuesta abajo, llegaría, antes de que transcurriera un cuarto de hora, a cualquier boca que diera al Sena entre el puente de Le Change y el Pont-Neuf, es decir, que iría a parar, en pleno día, al puente más transitado de París. A lo mejor llegaba a algún arco en una encrucijada. Los viandantes se quedarían estupefactos al ver a dos hombres ensangrentados salir del suelo, a sus pies. Llegarían los guardias, el cuerpo de guardia del ejército más próximo tomaría las armas. Los apresarían antes de que salieran del todo. Valía más internarse en el dédalo, fiarse de aquella negrura, ponerse en manos de la Providencia en lo referido a la salida.

Fue cuesta arriba y giró a la derecha.

Tras revolver la esquina de la galería, desapareció la luz lejana del respiradero; volvió a venírsele encima la cortina de oscuridad y se quedó ciego otra vez. No por ello dejó de andar, y tan deprisa como pudo. Llevaba los dos brazos de Marius alrededor del cuello y los pies de éste iban colgando por detrás. Le sujetaba ambos brazos con una mano y con la otra palpaba la pared. Le rozaba la mejilla la de Marius y se quedaba pegada a la suya porque estaba manchada de sangre. Notaba que le corría por el cuerpo y se le metía por debajo de la ropa un riachuelo tibio que procedía de Marius. No obstante, un calor natural en la oreja que tenía junto a la boca del herido indicaba que éste respiraba y, por consiguiente, estaba vivo. El corredor por donde iba ahora Jean Valjean era menos estrecho que el primero. Jean Valjean caminaba con bastantes dificultades. Las lluvias de la víspera no habían hallado salida aún y formaban un torrente pequeño en el centro del piso; no le quedaba más remedio que ir pegado a la pared para no ir pisando el agua. Así avanzaba, entre tinieblas. Se parecía a esas criaturas de la noche que van a tientas por lo invisible y perdidas subterráneamente por las vetas de la sombra.

Poco a poco, pese a todo, bien porque algunos respiraderos alejados enviasen algo de luz, que flotaba en aquella bruma opaca, bien porque se le fuera acostumbrado la vista a la oscuridad, volvió a ver con vaguedad y empezó a tener conciencia de forma confusa ora de la muralla que estaba tocando, ora de la bóveda bajo la que transitaba. Las pupilas se dilatan en la oscuridad y acaban por dar con algo de luz de la misma forma que el alma se dilata en la desgracia y acaba por dar con Dios.

Resultaba muy difícil orientarse.

El trazado de las alcantarillas repercute, por decirlo de alguna forma, en el trazado de las calles que van por encima. En el París de entonces había dos mil doscientas calles. Imaginemos, bajo ellas, ese bosque de ramas tenebrosas que recibe el nombre de alcantarillas. El conjunto de alcantarillas que existía a la sazón, puesto en una sola hilera, habría medido once leguas. Ya dijimos antes que la red actual, merced a la actividad especial de los últimos treinta años, no tiene menos de sesenta leguas.

Jean Valjean, de entrada, se confundió. Creyó que estaba bajo la calle de Saint-Denis; y fue una contrariedad que no estuviera allí. Debajo de la calle de Saint-Denis hay una alcantarilla vieja de piedra, de tiempos de Luis XIII, que va derecha al colector que se llama la Alcantarilla Mayor, con un único recodo, a la derecha, a la altura de la antigua Corte de los Milagros, y con un único ramal, la alcantarilla Saint-Martin, cuyos cuatro brazos se cortan en forma de cruz. Pero el pasadizo de La Petite-Truanderie, cuya entrada estaba junto a la taberna Corinthe, nunca tuvo comunicación con el subterráneo de la calle de Saint-Denis; va a dar a la alcantarilla Montmartre; y por ese camino se había internado Jean Valjean. En él abundaban las ocasiones de perderse. La alcantarilla Montmartre es uno de los dédalos más intrincados de la red antigua. Afortunadamente, Jean Valjean había dejado a su espalda la alcantarilla del Mercado Central, cuyo plano geometral reproduce una multitud de mastelerillos enredados; pero tenía por delante más de un encuentro que podría ponerlo en apuros y más de una esquina de calle —pues de calles se trata— brindándose en la oscuridad como un signo de interrogación; primero, a la izquierda, la gran alcantarilla Plâtrière, algo así como un rompecabezas chino que extendía y embrollaba su caos de letras T y de letras Z por debajo de la Casa de Correos y la rotonda de la lonja del trigo hasta el Sena, donde termina en forma de Y; luego, a la derecha, el corredor en curva de la calle de Le Cadran con sus tres dientes, que son otros tantos callejones sin salida; en tercer lugar, a la izquierda, el ramal de Le Mail, que tiene la complicación, casi a la entrada, de algo así como una horca y llega, haciendo eses, hasta la amplia cripta de desagüe de Le Louvre, que se divide y se ramifica en todas las direcciones; para terminar, a la derecha, el corredor sin salida de la calle de Les Jeûneurs, sin contar unos cuantos nichos pequeños, acá y allá, antes de llegar a la alcantarilla de circunvalación, la única que podía llevarlo a una salida lo bastante alejada para resultar segura.

Si Jean Valjean hubiera estado al tanto hasta cierto punto de cuanto hemos indicado aquí, no habría tardado en darse cuenta, sólo con tantear la pared, de que no estaba en la galería subterránea de la calle de Saint-Denis. En vez de la piedra de talla de antes, en vez de la arquitectura antigua, altanera y regia incluso en las alcantarillas, con piso y cimientos corridos de granito y mortero de cal gruesa, que costaba ochocientas libras cada toesa, habría notado en la mano los materiales baratos contemporáneos, el parche económico, la piedra molar con baño de mortero hidráulico sobre una capa de hormigón, que cuesta doscientos francos el metro, la albañilería burguesa que llaman de pero no sabía nada de todo esto.

Avanzaba, ansioso, pero sereno, sin ver nada, sin saber nada; lo envolvía el azar, es decir, que lo había engullido la Providencia.

Hemos de reconocer que, progresivamente, iba notando cierto espanto. La sombra que lo rodeaba se le metía en el ánimo. Caminaba dentro de un enigma. Ese acueducto de las cloacas es temible; tiene cruces vertiginosos. Es lóbrego sentirse preso de ese París de tinieblas. A Jean Valjean no le quedaba más remedio que dar con el camino sin verlo, y tener casi que inventarlo. En aquel ámbito desconocido, cada paso que daba podía ser el último. ¿Cómo iba a salir de allí? ¿Encontraría una salida? ¿La encontraría a tiempo? ¿Aquella esponja subterránea y colosal de alveolos de piedra dejaría que calase en ella y la perforase? ¿Se toparía con algún nudo inesperado de oscuridad? ¿Llegaría al punto inextricable e infranqueable? ¿Mataría a Marius la hemorragia y a él el hambre? ¿Acabarían por perderse los dos allí dentro y convertirse en dos esqueletos en un rincón de aquella oscuridad nocturna? No lo sabía. Se hacía todas esas preguntas y no hallaba respuesta. Los intestinos de París son un precipicio. Estaba, igual que el profeta, en el vientre del monstruo.

Se llevó de repente una sorpresa. En el momento más inesperado, y sin haber dejado de caminar en línea recta, se dio cuenta de que ya no iba cuesta arriba; el agua del arroyo le golpeaba los talones en vez de llegarle a la punta de los pies. La alcantarilla iba ahora cuesta abajo. ¿Por qué? ¿Iría a llegar de pronto al Sena? Era un gran peligro, pero el peligro de retroceder era aún mayor. Siguió adelante.

No iba hacia el Sena. El caballón que forma el suelo de París en la orilla derecha desagua una de sus cuencas en el Sena y la otra en la Alcantarilla Mayor. La cresta de ese caballón que marca la divisoria de las aguas traza una línea muy caprichosa. El punto más alto, que es el lugar donde se dividen los desagües, está en la alcantarilla Saint-Aloye, pasada la calle Michel-le-Comte; en la alcantarilla de Le Louvre, junto a los bulevares, y en la alcantarilla Montmartre, junto al Mercado Central. A ese punto culminante había llegado Jean Valjean. Se dirigía hacia la alcantarilla de circunvalación; iba por buen camino. Pero no lo sabía.

Cada vez que encontraba un ramal, palpaba las esquinas y, si le parecía que aquella abertura brindada era menos ancha que el corredor en que estaba, no se metía por ella y pasaba de largo, pensando, y con razón, que cualquier vía más estrecha tenía que ir a parar a un callejón sin salida y no podía sino desviarlo de la meta, es decir, de la salida. Evitó así la trampa cuádruple que le tendían, en la oscuridad, los cuatro dédalos que hemos enumerado más arriba.

Hubo un momento en que se dio cuenta de que estaba saliendo de debajo del París que el levantamiento tenía petrificado, en donde las barricadas habían cortado la circulación, y que se metían debajo del París vivo y normal. Notó de pronto encima de la cabeza algo así como un trueno lejano pero continuo. Era el rodar de los coches.

Llevaba andando alrededor de media hora, o al menos eso calculaba, y aún no había pensado en descansar; sólo había cambiado de mano para sujetar a Marius. La oscuridad era más profunda que nunca, pero aquella profundidad lo tranquilizaba.

De pronto vio, ante sí, su propia sombra. Se recortaba contra el fondo de una débil luz rojiza, casi indistinta, que teñía vagamente de púrpura el piso por el que andaba y la bóveda que tenía sobre la cabeza y resbalaba, a derecha e izquierda, por las dos paredes viscosas del corredor. Se dio la vuelta, estupefacto.

Detrás de él, en la parte del corredor que acababa de dejar atrás, a una distancia que le pareció inmensa, llameaba, rayando la densa oscuridad, algo así como un astro espantoso que parecía estar mirándolo.

Era la sombría estrella de la policía que se alzaba en las alcantarillas.

Detrás de esa estrella rebullían confusamente ocho o diez formas negras, enhiestas, inconcretas, terribles.

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