Los miserables

Fauchelevent se enfrenta con ciertas dificultades

II

Fauchelevent se enfrenta con ciertas dificultades

Estar nervioso y serio en las ocasiones críticas es algo característico de ciertos caracteres y profesiones, sobre todo en los sacerdotes y demás religiosos. Cuando entró Fauchelevent, esa doble apariencia de la preocupación se había adueñado de la fisonomía de la superiora, que era la ya citada señorita de Blemeur, tan encantadora y sabia, la madre Innocente, tan alegre habitualmente.

El jardinero la saludó medrosamente y se quedó en el umbral de la celda. La superiora, que estaba pasando las cuentas del rosario, alzó la vista y dijo:

—¡Ah, es usted, Fauvent!

Ésa era la abreviación que usaban en el convento.

Fauchelevent repitió el saludo.

—Lo he mandado llamar, Fauvent.

—Aquí me tiene, reverenda madre.

—Tengo que hablar con usted.

—Yo también tengo algo que decirle a la reverenda madre —respondió Fauchelevent con un atrevimiento que, en su fuero interno, lo tenía asustado.

La superiora lo miró:

—¡Ah! ¿Tiene algo que comunicarme?

—Algo que suplicarle.

—Pues dígalo.

El buen Fauchelevent, antiguo escribiente, pertenecía a la categoría de los campesinos con desparpajo. Hay cierta ignorancia mañosa que tiene fuerza: nadie desconfía y todo el mundo cae en el lazo. Fauchelevent llevaba algo más de dos años en la comunidad y le había ido bien. Siempre solo, al tiempo que se dedicaba a sus tareas de jardinero no tenía nada más en que ocuparse que en ser curioso. Por hallarse a prudencial distancia de todas aquellas mujeres veladas que iban y venían, sólo tenía ante los ojos unas sombras en movimiento. A fuerza de atención y de intuición, había conseguido ponerles carne a todos aquellos fantasmas, y esas muertas para él estaban vivas. Era como un sordo cuya vista se desarrolla y como un ciego a quien se le aguza el oído. Había puesto mucho empeño en desentrañar lo que querían decir los diversos toques, y lo había conseguido, de forma tal que en aquella clausura enigmática y taciturna no había nada que él no supiera; aquella esfinge le contaba al oído todos sus secretos. Fauchelevent lo sabía todo y lo ocultaba todo. En eso residía su arte. Todo el convento lo tenía por un simple, lo cual es un gran mérito desde el punto de vista de la religión. Las madres vocales tenían en cuenta a Fauchelevent. Era un mudo peculiar. Inspiraba confianza. Además era de costumbres regulares y sólo salía para atender las necesidades probadas de los frutales y del huerto. Semejante discreción en el comportamiento hablaba mucho a su favor. Aunque ésta no le había impedido tirarles de la lengua a dos hombres: en el convento, al portero, y así sabía los entresijos del locutorio; y, en el cementerio, al sepulturero, y así sabía las singularidades de la sepultura; de forma tal que, en lo tocante a las monjas, contaba con dos iluminaciones, una referida a la vida, y otra referida a la muerte. Pero no abusaba de ninguna de ellas. La congregación le tenía aprecio. Viejo, cojo, cegato y, con seguridad, algo sordo, ¡cuántas prendas! Habría sido difícil dar con otro mejor.

El buen hombre, con el aplomo de quien sabe que lo aprecian, se engolfó con la reverenda madre superiora en una proclama campesina bastante inconcreta y de mucha enjundia. Habló largo y tendido de la edad que tenía, de los achaques que padecía, de la carga incrementada de los años, que, a su edad, valían por dos, de las exigencias del trabajo, que iban a más, del tamaño del jardín, de las noches en blanco, como, por ejemplo, la anterior, en que había tenido que ponerles esteras a los melones por culpa de la luna; y acabó por llegar a lo siguiente: tenía un hermano (gesto de la superiora), un hermano que ya no era joven (otro gesto de la superiora, pero esta vez de persona que se tranquiliza), que, si no había inconveniente, ese hermano suyo podría irse a vivir con él y echarle una mano, que era muy buen jardinero, que a la comunidad le haría muy buenos servicios, mejores que los suyos; y que, de otro modo, si no admitían a su hermano, como él, el mayor, notaba que estaba muy cascado y no podía con el trabajo, pues, lamentándolo mucho, no le quedaría más remedio que irse; y que su hermano tenía una niña que traería consigo, que se criaría en el convento en el amor de Dios y que, a lo mejor, vaya usted a saber, llegaba algún día a hacerse monja.

Cuando acabó de hablar, la monja dejó de pasar las cuentas del rosario y le dijo:

—¿Podría, de aquí a la noche, hacerse con una barra fuerte de hierro?

—¿Para qué?

—Para usarla de palanca.

—Sí, reverenda madre —contestó Fauchelevent.

La superiora, sin decir nada más, se levantó y entró en la sala contigua, que era la sala del capítulo, y donde, probablemente, estaban reunidas las madres vocales. Fauchelevent se quedó solo.

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