Los miserables

Cosette y el desconocido juntos en la oscuridad

VII

Cosette y el desconocido juntos en la oscuridad

Ya hemos dicho que Cosette no se asustó.

El hombre le habló. Hablaba con voz profunda y casi en voz baja.

—Hijita, esto pesa mucho.

Cosette alzó la cabeza y contestó:

—Sí, señor.

—Suelta —dijo el hombre—. Ya lo llevo yo.

Cosette soltó el cubo. El hombre echó a andar a su lado.

—Pesa mucho, desde luego —dijo entre dientes. Luego añadió:

»¿Cuántos años tienes, pequeña?

—Ocho, señor.

—¿Y vienes de lejos con esto?

—Del manantial que está en el bosque.

—¿Y vas lejos?

—A un cuarto de hora largo de aquí.

El hombre se quedó callado un rato; luego dijo de golpe:

—¿No tienes madre?

—No lo sé, señor —contestó la niña.

Antes de que al hombre le diera tiempo de volver a hablar, añadió:

—Me parece que no. Las demás sí tienen. Pero yo no.

Y, tras un silencio, siguió diciendo:

—Me parece que nunca he tenido.

El hombre se paró, dejó el cubo en el suelo, se agachó y le puso ambas manos en los hombros a la niña, esforzándose por mirarla y verle la cara en la oscuridad.

La cara flaca y desmejorada de Cosette se dibujaba vagamente a la luz lívida del cielo.

—¿Cómo te llamas? —dijo el hombre.

—Cosette.

Fue como si al hombre le diera una descarga eléctrica. La miró otra vez; luego le quitó las manos de los hombros a Cosette, cogió el cubo y echó a andar otra vez.

Al cabo de unos instantes, preguntó:

—¿Dónde vives, pequeña?

—En Montfermeil, que no sé si lo conocerá usted.

—¿Ahí es donde vamos?

—Sí, señor.

Él hizo otra pausa y, después, siguió preguntando:

—¿Y quién te ha mandado a estas horas a buscar agua al bosque?

—La señora Thénardier.

El hombre siguió preguntando con un tono de voz que pretendía que fuera indiferente, pero en el que había, no obstante, un temblor singular.

—¿Y a qué se dedica la tal señora Thénardier?

—Es mi ama —dijo la niña—. Es la dueña de la posada.

—¿De la posada? —dijo el hombre—. Bueno, pues me voy a quedar en la posada esta noche. Llévame.

—Allí vamos —dijo la niña.

El hombre andaba bastante deprisa. Cosette lo seguía sin esfuerzo. Ya no notaba el cansancio. De vez en cuando, alzaba la vista hacia aquel hombre con una especie de tranquilidad y una confianza indecible. Nunca le habían enseñado a pedir nada a la Providencia ni a rezar. Pero, sin embargo, sentía por dentro algo que se parecía a la esperanza y a la alegría y que se elevaba hacia el cielo.

Pasaron unos minutos. El hombre siguió preguntando:

—¿Y no hay criada en casa de la señora Thénardier?

—No, señor.

—¿Estás tú sola?

—Sí, señor.

Hubo otra interrupción. Se alzó la voz de Cosette:

—Bueno, están las dos niñas.

—¿Qué niñas?

—Ponine y Zelma.

Así simplificaba la niña los nombres novelescos que tanto le gustaban a la Thénardier.

—¿Y quiénes son Ponine y Zelma?

—Son las señoritas de la señora Thénardier. Sus hijas, vamos.

—¿Y a ésas qué les pasa?

—¡Ah —dijo la niña—, pues tienen muñecas muy bonitas, y cosas con oro, y muchísimo de todo! Juegan y se lo pasan bien.

—¿Todo el día?

—Sí, señor.

—¿Y tú?

—Yo trabajo.

—¿Todo el día?

La niña alzó los ojos grandes donde había unas lágrimas que no se veían porque era de noche. Y contestó bajito:

—Sí, señor.

Tras un intervalo en silencio, añadió:

—A veces, cuando he terminado el trabajo y me dejan, también me lo paso bien.

—¿Y cómo te lo pasas bien?

—Como puedo. Me dejan, pero no tengo muchos juguetes. Ponine y Zelma no quieren que juegue con sus muñecas. Nada más tengo un sable pequeñito de plomo, que sólo es así de largo.

Y la niña enseñaba el meñique.

—¿Y que no corta?

—Sí que corta, señor —dijo la niña—. Corta la ensalada y les corta la cabeza a las moscas.

Llegaron al pueblo; Cosette guió al forastero por las calles. Pasaron delante de la panadería, pero Cosette no se acordó del pan que tenía que llevar. El hombre había dejado de hacerle preguntas y ahora estaba callado, con un silencio taciturno. Cuando dejaron atrás la iglesia, el hombre, al ver todos aquellos tenderetes al aire libre, le preguntó a Cosette: —¿Hay una feria?

—No, señor. Es Navidad.

Cuando ya estaban llegando a la posada, Cosette le tocó el brazo con timidez.

—Señor…

—¿Qué, hijita?

—Ya estamos muy cerca de casa.

—¿Y qué?

—¿Me devuelve el cubo?

—¿Por qué?

—Es que si la señora ve que me lo ha llevado alguien, me pegará.

El hombre le dio el cubo. Un momento después, estaban delante de la puerta del figón.

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