Los miserables

Las cuatro de la tarde

VI

Las cuatro de la tarde

A eso de las cuatro, la situación del ejército inglés era muy grave. El príncipe de Orange estaba al mando del centro; Hill, del ala derecha; Picton, del ala izquierda. El príncipe de Orange, desesperado e intrépido, gritaba a belgas y holandeses: Hill, debilitado, acudía para adosarse a Wellington; Picton había muerto. En el preciso instante en que los ingleses arrebataban a los franceses la bandera del 105.º regimiento de infantería de línea, los franceses dejaban a los ingleses sin el general Picton de un balazo que le atravesó la cabeza. La batalla tenía para Wellington dos puntos de apoyo Hougomont y La Haie-Sainte; Hougomont todavía aguantaba, pero estaba en llamas; La Haie-Sainte había caído. Del batallón alemán que la defendía sólo quedaban vivos cuarenta y dos hombres; todos los oficiales menos cinco habían muerto o habían caído prisioneros. Tres mil combatientes se habían matado entre sí en aquel pajar. Con un sargento de la guardia inglesa, el mejor boxeador de Inglaterra, que gozaba de la reputación de invulnerable entre sus compañeros, acabó allí un tamborcillo francés. Desalojan a Baring, Alten muere a sablazos. Se habían perdido varias banderas, entre ellas una de la división Alten y otra del batallón de Luneburgo que llevaba un príncipe de la familia de Deux-Ponts. Los escoceses grises habían dejado de existir; los tremendos dragones de Ponsonby estaban hechos picadillo. Esa valiente caballería había cedido ante los lanceros de Bro y los coraceros de Travers; de mil doscientos caballos quedaban seiscientos; de los tres tenientes coroneles, dos yacían en el suelo: Hamilton, herido y Mater, muerto; Ponsonby había caído atravesado de siete lanzadas. Gordon había muerto, Marsh había muerto. Dos divisiones, la quinta y la sexta, habían quedado destruidas.

Con Hougomont en la cuerda floja y La Haie-Sainte tomada, no quedaba ya sino un nudo, el centro. Ese nudo seguía resistiéndose. Wellington lo reforzó. Mandó llamar a Hill, que estaba en Merbe-Braine; mandó llamar a Chassé, que estaba en Braine-l’Alleud.

El centro del ejército inglés, algo cóncavo, muy denso y muy compacto, tenía una situación firme. Ocupaba la meseta de Mont-Saint-Jean y tenía a la espalda el pueblo y ante sí la cuesta, bastante empinada a la sazón. Le guardaba la espalda esa robusta casa de piedra que era por entonces una finca de dominio público de Nivelles y que señala el cruce de las dos carreteras, una mole del siglo dieciséis tan robusta que las balas de cañón rebotaban sin causarle daños. Alrededor de toda la meseta, los ingleses habían podado acá y allá los setos, abierto huecos en los espinos albares, puesto una boca de cañón entre dos ramas, almenado los matorrales. Tenían la artillería emboscada bajo la maleza. Aquella obra púnica, lícita sin duda en la guerra, que admite las trampas, estaba tan bien hecha que Haxo, a quien el emperador había enviado a las nueve de la mañana a reconocer las baterías enemigas, no vio nada y regresó a decirle a Napoleón que no había obstáculos, salvo las dos barricadas que cortaban las carreteras de Nivelles y de Genappe. Era la época en que las cosechas están bien crecidas; en las lindes de la meseta, un batallón de la brigada Kempt, el 95.º, armado de carabinas, estaba cuerpo a tierra en los trigales altos.

Así asegurado y apoyado, el centro del ejército anglo-holandés estaba en posición ventajosa.

El peligro de aquella posición era el bosque de Soignes, contiguo en ese momento al campo de batalla y que cortaban en dos los estanques de Groenendael y de Boitsfort. Allí un ejército no habría podido retroceder sin deshacerse; los regimientos se habrían disgregado enseguida. La artillería se habría perdido en los pantanos. La retirada, en opinión de varios hombres del oficio, que hay que decir que otros ponían en entredicho, habría sido un sálvese quien pueda.

Wellington añadió a ese centro una brigada de Chassé, que retiró del ala derecha, y una brigada de Wincke, retirada del ala izquierda, más la división Clinton. A sus ingleses, a los regimientos de Halkett, a la brigada de Mitchell y a la guardia de Maitland les dio como espaldones y contrafuertes a la infantería de Brunswick, al contingente de Nassau, a los hannoverianos de Kielmansegge y a los alemanes de Ompteda. Con eso tenía a mano veintiséis batallones. como dice Charras, Unos sacos terreros camuflaban una batería de gran tamaño en ese lugar que ahora llaman «el museo de Waterloo». Wellington tenía además en un plegamiento del terreno a la guardia de dragones de Somerset, mil cuatrocientos caballos. Era la otra mitad de esa caballería inglesa tan merecidamente famosa. Destruido Ponsonby, quedaba Somerset.

La batería, que, si hubiera estado concluida, habría sido casi un reducto, estaba situada detrás de la tapia muy baja de un jardín, forrado deprisa y corriendo con sacos de arena y un terraplén muy ancho. La obra no estaba rematada; ni siquiera habían tenido tiempo de hacer una empalizada.

Wellington, preocupado pero impasible, estaba a caballo y así siguió todo el día en la misma postura, un poco adelantado respecto al molino viejo de Mont-Saint-Jean, que todavía existe, debajo de un olmo, que, posteriormente, un inglés, vandálico pero entusiasta, compró por doscientos francos, cortó y se llevó. Wellington se comportó de forma fríamente heroica. Llovían las balas de cañón. Gordon, el ayuda de campo, acababa de caer a su lado. Lord Hill, señalándole el estallido de un proyectil de obús, le dijo: «Milord, qué instrucciones y órdenes nos deja si consigue que lo maten». contestó Wellington. A Clinton le dijo lacónicamente: . Estaba claro que la cosa se estaba poniendo fea. Wellington gritaba a sus antiguos compañeros de Talavera, de Vitoria y de Salamanca:

A eso de las cuatro, la línea inglesa echó a andar hacia atrás. De repente no se vio ya en la cresta de la meseta más que la artillería y a los tiradores, lo demás desapareció; los regimientos, a los que expulsaban los proyectiles de obús y las balas de cañón franceses, se replegaron hacia el fondo, por el que pasa todavía hoy el camino de servicio de la granja de Mont-Saint-Jean; hubo un movimiento de retroceso, el frente de batalla inglés hurtó el cuerpo, Wellington retrocedió. «Comienzo de retirada», gritó Napoleón.

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