Los miserables

En el café Bombarda

V

En el café Bombarda

Tras sacarle todo el jugo a la montaña rusa, pensaron en cenar; y el radiante octeto, algo cansado por fin, fue a encallar en el café Bombarda, sucursal que había abierto en Les Champs-Élysées el famoso Bombarda, el cartel de cuyo restaurante podía verse por entonces en la calle de Rivoli junto al pasaje Delorme.

Una habitación grande, pero fea, con alcoba y cama al fondo (en vista de lo lleno que estaba el café los domingos tuvieron que aceptar aquel hospedaje); dos ventanas desde las que se podía contemplar, a través de los olmos, el muelle y el río; un espléndido rayo de luz de agosto rozando las ventanas; dos mesas; en una, una montaña triunfal de ramos revueltos con sombreros de hombre y de mujer; en la otra, las cuatro parejas sentadas alrededor de un alegre atascamiento de fuentes, platos, copas y botellas; jarros de cerveza revueltos con frascas de vino; poco orden en la mesa y unos cuantos desórdenes por debajo:

Hacían bajo la mesa

un ruido, un triquitraque de pies insoportable,

dice Molière.

Y en ésas estaba alrededor de las cuatro y media de la tarde la égloga que había empezado a las cinco de la mañana. El sol iba bajando, y el apetito, agotándose.

Les Champs-Élysées, llenos de sol y de gente, no eran sino luz y polvo, las dos cosas de que se compone la gloria. Los caballos de Marly, esos mármoles relinchantes, se encabritaban en una nube de oro. Las carrozas iban y venían. Un escuadrón de apuestos guardias de corps, con el clarín en cabeza, bajaba por la avenida de Neuilly; la bandera blanca, algo sonrosada bajo el sol poniente, flotaba en la cúpula de Les Tuileries: La plaza de La Concorde, que había vuelto a ser plaza de Luis XV, rebosaba de paseantes satisfechos. Muchos llevaban la flor de lis de plata colgando de la cinta blanca de moaré que, en 1817, no había desaparecido aún de los ojales. Acá y allá, entre los transeúntes que hacían círculo y aplaudían, corros de niñas lanzaban al viento una borbónica muy conocida a la sazón, que pretendía fulminar el recuerdo de los Cien Días y cuyo estribillo era:

A nuestro padre de Gante devolvednos.

A nuestro padre devolvednos.

Muchísimos vecinos de los arrabales con la ropa de los domingos, luciendo a veces incluso la flor de lis como las personas acomodadas, dispersos entre la glorieta grande y la glorieta de Marigny, jugaban a las anillas o daban vueltas en los caballitos de madera; otros bebían; algunos, aprendices de imprenta, llevaban gorros de papel; se los oía reír. Todo estaba radiante. Era innegablemente un tiempo de paz y de honda seguridad monárquica, era la época en que un informe privado y especial del prefecto de policía Anglès dirigido al rey y referido a los arrabales de París concluía con estas líneas: «Bien pensado, Majestad, no hay nada que temer de esas gentes. Son despreocupadas e indolentes como gatos. El pueblo llano de las provincias se mueve; el de París, no. Todos son hombrecillos, Majestad, harían falta dos subidos uno encima de otro para llegarle a uno de vuestros granaderos. No hay nada que temer del populacho de la capital. Es de notar que la estatura de ese vecindario ha menguado aún más en los últimos cincuenta años; y el pueblo de los arrabales de París es más bajo que antes de la Revolución. No es peligroso. Es resumidas cuentas, es chusma, pero buena».

Que un gato pueda convertirse en león es algo que los prefectos de policía no creen que pueda ser posible; y, no obstante, ocurre, y tal es el milagro del pueblo de París. Por lo demás, a ese gato al que tanto despreciaba el conde Anglès lo estimaban las repúblicas de la Antigüedad; encarnaba para ellas la libertad y, como para hacer juego con la Minerva áptera del Pireo, había en la plaza pública de Corinto el coloso en bronce de un gato. La ingenua policía de la Restauración veía al pueblo de París demasiado «de color de rosa». No es, por mucho que alguien lo crea, «chusma buena». El parisino es al francés lo que el ateniense al griego; nadie duerme mejor que él, nadie es frívolo y perezoso más a las claras, nadie parece tan olvidadizo; pero no hay que fiarse; tiende a todo tipo de indolencias, pero cuando al final del camino está la gloria, es admirable en toda clase de furias. Dadle una pica, y saldrá el 10 de agosto; dadle un fusil, y saldrá Austerlitz. Es el punto de apoyo de Napoleón y el recurso de Danton. ¿Que se trata de la patria? Se alista. ¿Que se trata de la libertad? Arranca los adoquines. ¡Cuidado! Su cabello airado es épico; su blusón lo cubre con pliegues de clámide. Andad con cuidado. Convertirá la primera calle de Greneta que se le ponga a mano en unas horcas caudinas. Llegada la hora, ese hombre de los arrabales crecerá, ese hombrecillo se pondrá en pie y mirará de un modo terrible, y el aliento se le volverá tempestad y de ese pobre pecho encanijado saldrá viento suficiente para mover los plegamientos de los Alpes. Al hombre de los arrabales de París le debe la Revolución, unida a los ejércitos, el haber conquistado Europa. Canta, eso lo alegra. ¡Dadle una canción acorde con su forma de ser y ya veréis! Mientras no tiene más estribillo que la Carmañola, sólo derroca a Luis XVI; dadle a cantar y liberará el mundo.

Y tras escribir esta nota en el margen del informe Anglès, volvamos a nuestras cuatro parejas. Como ya hemos dicho, la cena estaba acabando.

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