Los miserables

Historia antigua de las alcantarillas

II

Historia antigua de las alcantarillas

Imaginemos que levantamos París como si fuera una tapadera: la red subterránea de las alcantarillas, a vista de pájaro, dibuja en las dos orillas algo así como una rama gruesa injertada en el río. En la orilla derecha, la alcantarilla de circunvalación sería el tronco de esa rama; las conducciones secundarias serían las ramas pequeñas, y los callejones sin salida, las ramillas.

Esta imagen no es sino somera y exacta a medias, pues el ángulo recto, que es el habitual en este tipo de ramificaciones subterráneas, se da muy poco en la vegetación.

Podremos hacernos con una representación más parecida de ese extraño plano geometral si suponemos que estamos viendo, colocado de plano sobre un fondo de tinieblas, un curioso alfabeto oriental confuso como un batiburrillo y cuyas letras deformes estuvieran soldadas entre sí, en un desorden aparente y como al azar, a veces por las esquinas y a veces por los extremos.

Las sentinas y las alcantarillas desempeñaban un papel muy principal en la Edad Media, en el Bajo Imperio y en el Antiguo Oriente. En ellas nacía la peste; en ellas morían los déspotas. Las muchedumbres miraban con temor casi religioso esos lechos de podredumbre, esas monstruosas cunas de la muerte. El foso de los parásitos en Benarés no da menos vértigo que la fosa de los leones de Babilonia. Tiglatpileser, por lo que dicen los textos rabínicos, juraba por la sentina de Nínive. De las alcantarillas de Münster saca Juan de Leiden su luna falsa y del pozo negro de Kejsheb saca su menecmo oriental, Mokanna, el profeta velado de Jorasán, su sol falso.

La historia de los hombres se refleja en la historia de las cloacas. Las Gemonias nos refieren qué era Roma. Las alcantarillas de París fueron algo antiguo y tremendo. Fueron sepulcro, fueron asilo. El crimen, la inteligencia, la protesta social, la libertad de conciencia, el pensamiento, el robo, todo cuanto las leyes humanas persiguen o persiguieron se escondió en ese agujero: los parisinos que se alzaron, con mazos, contra los impuestos en el siglo ; los cortabolsas del siglo ; los hugonotes del siglo ; los iluminados de Morin en el siglo ; los malhechores que calentaban las plantas de los pies a sus víctimas en el siglo . Hace cien años, de las alcantarillas salían las puñaladas nocturnas y por las alcantarillas se escurría el ratero en peligro; lo que eran las cuevas en el bosque lo eran las alcantarillas en París. Los truhanes, esa picaresca gala, le daban el visto bueno a las alcantarillas como sucursal de la Corte de los Milagros; y, por las noches, socarrones y feroces, se metían en el vomitorio Maubuée como en una alcoba.

Era lo lógico que quienes trabajaban a diario en el callejón sin salida de Vide-Gousset o en la calle de Coupe-Gorge pasaran la noche en el puentecillo de Chemin-Vert o bajo el arco del puente de Hurepoix. Procede de ahí todo un pulular de recuerdos. Toda clase de fantasmas vagan por esos largos corredores solitarios; por doquier podredumbre y miasmas; acá y allá un tragaluz por el que Villon, desde dentro, charla con Rabelais, que está fuera.

Las alcantarillas, en el París antiguo, son el punto de cita de todos los cansancios y todos los intentos. La economía social las considera un detrito; la filosofía social, un residuo.

Las alcantarillas son la conciencia de la ciudad. Todo converge hacia ellas, todo se enfrenta en ellas. En ese sitio lívido, hay tinieblas, pero ya no quedan secretos. Todo tiene su forma verdadera o, al menos, su forma definitiva. Lo bueno del montón de basura es que no miente. Allí ha buscado refugio la ingenuidad. Está la careta de Basilio, pero se le ven el cartón y los cordeles, y tanto la parte de dentro como la de fuera, y la perfila un barro honrado. Es vecina de la nariz postiza de Scapin. Todo lo sucio de la civilización, cuando está ya fuera de servicio, cae en esa fosa de la verdad donde va a parar el gigantesco corrimiento social. Se hunden, pero se esparcen. Esa mezcolanza es una confesión. En ese lugar no existen ya falsas apariencias y nada se puede emplastecer; la basura se quita la camisa, desnudez absoluta, desbandada de las ilusiones y de los espejismos; sólo lo que es; y con la siniestra cara de lo que se está concluyendo. Realidad y desaparición. Ahí un culo de botella es confesión de borrachera; el asa de un cesto habla de la domesticidad; el corazón de una manzana, que tuvo opiniones literarias, vuelve a ser el corazón de una manzana; la efigie de la moneda de dos céntimos se cubre de cardenillo sin disimulo; el escupitajo de Caifás coincide con el vómito de Falstaff; el luis de oro que sale del garito se tropieza con el trozo de soga del suicida; un feto lívido rueda envuelto en lentejuelas que bailaron en la Ópera el pasado martes de carnaval; un birrete que juzgó a los hombres se revuelca junto a una basura podrida que fue la falda de alguna modistilla; es más que fraternidad, es tuteo. Cuanto usaba afeites se vuelve borroso. Fuera el último velo. Estas alcantarillas son unas cínicas. Lo cuentan todo.

Nos agrada esta sinceridad de las inmundicias, y es un descanso para el alma. Cuando se ha pasado uno la vida soportando en la tierra el espectáculo de esos aires que se dan la razón de Estado, los juramentos, la sabiduría política, la justicia humana, la probidad profesional, las austeridades de la situación y las togas incorruptibles, es un alivio meterse en unas alcantarillas y ver el fango correspondiente.

Y, al tiempo, resulta didáctico. Ya dijimos algo más arriba que la historia pasa por las alcantarillas. Las matanzas de noches de san Bartolomé se van filtrando gota a gota por entre los adoquines. Los magnos asesinatos públicos y las carnicerías políticas y religiosas cruzan por ese subterráneo de la civilización y arrojan a él sus cadáveres. La mirada meditabunda ve a todos los asesinos históricos en esa penumbra repulsiva, de rodillas, usando de delantal un trozo del sudario, enjugando lúgubremente sus obras. Ahí está Luis XI con Tristán; Francisco I con Duprat; Carlos XI con su madre; Richelieu con Luis XIII; ahí está Louvois; ahí está Letellier; ahí están Hébert y Maillard, rascando las piedras e intentando borrar el rastro de sus acciones. Se oyen bajo las bóvedas las escobas de esos espectros. Se respira la tremenda fetidez de las catástrofes sociales. Se ven por los rincones espejeos rojizos. Corre por allí un agua terrible donde se lavaron manos ensangrentadas.

El observador social tiene que meterse entre esas sombras. Pertenecen a su laboratorio. La filosofía es el microscopio del pensamiento. Todos pretenden rehuirla, pero a ella nada se le escapa. No vale de nada andarse con rodeos. ¿Qué faceta mostramos cuando nos andamos con rodeos? La de la vergüenza. La filosofía persigue al mal con su mirada proba y no le permite que escurra el bulto anonadándose. Todo lo reconoce en el desvanecimiento de las cosas que desaparecen, en el encogimiento de las cosas que se esfuman. Partiendo del andrajo, reconstruye la púrpura; y a la mujer, partiendo del retal. Con la cloaca rehace la ciudad; con el barro rehace las costumbres. Partiendo de los cascos saca la conclusión de cómo eran el ánfora o el jarro. Reconoce por la huella de una uña en un pergamino la diferencia entre la judería de la Judengasse y la judería del Gueto. Encuentra en lo que queda lo que fue: el bien, el mal, lo falso, lo cierto, la mancha de sangre del palacio, la mancha de tinta de la cueva, la gota de sebo del lupanar, las pruebas soportadas, las tentaciones bienvenidas, el vómito de las orgías, la arruga de los caracteres al rebajarse, la huella de la prostitución en esas almas tan soeces que eran capaces de ella, y en la ropa de los mozos de cordel de Roma la señal del codazo de Mesalina.

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