Los miserables

Donde se completan dos retratos

II

Donde se completan dos retratos

Aún no hemos visto en este libro a los Thénardier más que de perfil; ha llegado el momento de dar vueltas alrededor de esa pareja y mirarla por todas las caras.

Thénardier acababa de cumplir los cincuenta años; la señora Thénardier rondaba los cuarenta, que son, en la mujer, como los cincuenta; de forma que la edad de la mujer y la del marido estaban equilibradas.

Es posible que a los lectores se les haya quedado, desde la primera vez que apareció, algún recuerdo de la Thénardier, alta, rubia, colorada, gruesa, de buenas carnes, de espaldas cuadradas, enorme y ágil; ya hemos dicho que había en ella algo de esa raza de mujeres colosales y salvajes que se doblan para atrás en las ferias con adoquines colgando de la melena. Se hacía cargo de todo en la casa: las camas, la limpieza de las habitaciones, la colada, la comida y lo que se terciara y llevaba en todo la voz cantante. No tenía más sirvienta que Cosette: un ratón al servicio de un elefante. Cuando ella alzaba la voz, todo temblaba, los cristales, los muebles y las personas. La cara ancha, cuajada de pecas, parecía una espumadera. Tenía barba. Era la imagen ideal de un descargador del mercado de abastos disfrazado de mujer. Blasfemaba estupendamente; se jactaba de cascar una nuez de un simple puñetazo. De no ser por las novelas que había leído y que, a ratos, permitían intuir a la relamida tras la ogresa, nunca se le habría ocurrido a nadie decir de ella: es una mujer. La tal Thénardier era algo así como el fruto del injerto de una cursi en una verdulera. Cuando la oían hablar, decían: «Es un gendarme»; cuando la veían beber, decían: «Es un carretero»; cuando la veían tratar a Cosette, decían: «Es el verdugo». Cuando se estaba quieta, le asomaba de la boca un diente.

El Thénardier era un hombre bajo, flaco, pálido, anguloso, huesudo, encanijado, que parecía enfermo y estaba como una rosa: ahí empezaban sus embaucos. Solía sonreír por precaución y era educado con casi todo el mundo, incluso con el pordiosero a quien negaba un céntimo. Tenía mirada de garduña y aspecto de hombre de letras. Se parecía mucho a los retratos del padre Delille. Tenía la coquetería de beber con los carreteros. Nunca había conseguido nadie emborracharlo. Fumaba una pipa muy grande. Llevaba blusón y, debajo del blusón, un frac negro viejo. Tenía pretensiones de literato y de materialista. Pronunciaba con frecuencia unos cuantos nombres para fundamentar en ellos las cosas inanes que decía: Voltaire, Raynal, Parny y, cosa curiosa, san Agustín. Aseguraba que tenía un «sistema». Por lo demás, era muy fullero. Un fullósofo. Es una variedad que existe. Recordemos que aseguraba que había servido en el ejército; narraba Waterloo con cierto lujo de detalles; era sargento en un 6.º regimiento de infantería ligera, o un 9.º, vaya usted a saber; él solo, enfrentado con un escuadrón de húsares de la muerte, había protegido con su propio cuerpo y salvado, cruzando entre la metralla, a «un general peligrosamente herido». De ahí el flamante cartel de la fachada y, para la posada, el nombre, en la comarca, de «taberna del sargento de Waterloo». Era liberal, clásico y bonapartista. Había aportado fondos para el Campamento de Asilo. Decían en el pueblo que había estudiado para cura.

Nosotros creemos que había estudiado en Holanda, sencillamente, para posadero. Este pillo, de orden compuesto, era probablemente un flamenco de Lille en Flandes, un francés en París, un belga en Bruselas, muy cómodo a caballo entre dos fronteras. Su proeza en Waterloo ya sabemos cuál fue. Y ya vemos que exageraba un tanto. Su existencia consistía en flujo y reflujo, meandros y aventura. De una conciencia desgarrada viene una vida deshilvanada; y es muy probable que, en aquella época tormentosa del 18 de junio de 1815, Thénardier perteneciera a esa variedad de cantineros merodeadores de la que ya hemos hablado, que iban a la descubierta, vendiendo a éstos, robando a aquéllos y viajando en familia, el marido, la mujer y los niños, en una tartana coja, en pos del avance de las tropas, con el instinto de sumarse siempre al ejército victorioso. Tras finalizar esa campaña, y al contar, como decía él, con «cumquibus», se fue a Montfermeil y abrió el figón.

Dicho cumquibus, que se componía de las bolsas, los relojes, las sortijas de oro y las cruces de plata cosechadas en los tiempos de siega de los surcos sembrados de cadáveres, no era gran cosa y no llevó muy lejos al vivandero convertido en dueño de figón.

Thénardier tenía ese toque rectilíneo en el ademán que, si blasfema, recuerda al cuartel, y si se santigua, al seminario. Hablaba bien. Insinuaba que era erudito. Pero el maestro de escuela se había fijado en que no siempre pronunciaba bien. Redactaba la nota de los viajeros con pretensiones de superioridad, pero unos ojos duchos en la materia daban a veces con faltas de ortografía. Thénardier era solapado, glotón, perezoso y hábil. No les hacía ascos a las sirvientas, y por eso su mujer había prescindido de ellas. Aquella giganta era celosa. Opinaba que ese hombrecillo flaco y amarillento no podía por menos de inspirar unas ansias universales.

Thénardier, hombre ante todo astuto y equilibrado, era un granuja del género morigerado. Es la especie peor, porque a lo anterior se suma la hipocresía.

No es que Thénardier no fuera, llegado el caso, capaz de ira, tanto al menos como su mujer; pero sucedía muy pocas veces, y, en esos momentos, como la emprendía con todo el género humano; como llevaba dentro un profundo horno de odio; como era de esas personas que se vengan a perpetuidad, que acusan a cuanto se les pone por delante de todo cuanto les ha sucedido y están siempre dispuestas a pagar con el primero que se presente, igual que si de un agravio legítimo se tratara, cuantas decepciones, bancarrotas y calamidades hayan padecido en la vida; como toda aquella levadura leudaba en él y se le salía a borbotones por la boca y por los ojos, en esas ocasiones se volvía espantoso. ¡Pobre del que pasase en momentos así al alcance de su rabia!

Además de todas estas prendas, Thénardier era atento y agudo, callado o charlatán según el momento y siempre con muchísimo tino. Tenía en la mirada algo de los marinos acostumbrados a guiñar los ojos para mirar por los catalejos. Thénardier era un hombre de Estado.

Cuando un recién llegado entraba en el figón, decía, al ver a la Thénardier: es la que manda en casa. Error. Ni siquiera era el ama de casa. El marido era el amo y el ama. Ella hacía y él creaba. Lo dirigía todo con una especie de acción magnética invisible y continua. Le bastaba con una palabra, y a veces con una seña, y el mastodonte obedecía. El Thénardier era para la Thénardier, sin que ella se diera cuenta del todo, un ser peculiar y soberano. Ella tenía las virtudes de su carácter; nunca se le habría ocurrido disentir, en detalle alguno, del «señor Thénardier», hipótesis inadmisible, por lo demás; nunca le habría quitado la razón en público a su marido en ningún asunto. Nunca habría cometido «delante de forasteros» esa falta que tantas veces cometen las mujeres y que, en lenguaje parlamentario, se llama dejar en descubierto a la corona. Aunque ese buen acuerdo entre ambos no tuviera más resultado que el mal, había contemplación en la sumisión de la Thénardier a su marido. Aquella montaña de ruido y carne se movía sometida al dedo meñique de ese déspota enteco. Era, en su vertiente enana y grotesca, esa cosa universal tan grande: la materia adorando al espíritu puro; porque hay algunas fealdades cuya razón de ser nace de las mismísimas profundidades de la belleza eterna. En Thénardier tenía cabida lo desconocido; de ahí el imperio absoluto de aquel hombre sobre su mujer. Había ocasiones en que ella lo veía como una vela encendida; en otras, lo sentía como una garra.

Aquella mujer era un ser tremendo que sólo quería a sus hijos y sólo temía a su marido. Era madre porque era mamífero. Por lo demás, su maternidad se limitaba a las hijas y, como veremos, no llegaba hasta los hijos varones. Él, el hombre, sólo pensaba en una cosa: hacerse rico.

No lo conseguía. A aquel gran talento le faltaba un escenario digno. Thénardier se arruinaba en Montfermeil, en el caso de que sea posible arruinarse cuando nada se tiene; en Suiza o en los Pirineos, aquel pelagatos habría llegado a millonario. Pero el posadero tiene que pastar donde lo ate el destino.

Quede claro que la palabra se utiliza aquí con un sentido limitado y no abarca una categoría entera.

Ese mismo año de 1823, Thénardier tenía alrededor de mil quinientos francos de deudas acuciantes, cosa que lo tenía preocupado.

Por muy tozudamente injusto que fuera el destino con él, el Thénardier era uno de los hombres que mejor entendían, con mayor profundidad y de la forma más moderna, eso que es una virtud en los pueblos bárbaros y una mercancía entre los pueblos civilizados: la hospitalidad. Era, por lo demás, un cazador furtivo admirable, y su puntería tenía fama. Se reía de cierta forma fría y tranquila que era especialmente peligrosa.

Sus teorías de posadero le brotaban a veces como relámpagos. Tenía aforismos profesionales que le metía en la cabeza a su mujer. «¡El deber del posadero —le decía un día con violencia y en voz baja— es venderle al primero que llegue pitanza, descanso, luz, fuego, sábanas sucias, pulgas, sonrisas y a la criada; es detener a los viandantes, vaciar las bolsas pequeñas y aliviar como es debido las grandes; dar albergue respetuoso a las familias que van de camino; dejar raspado al hombre, desplumar a la mujer, mondar al niño; cobrar por la ventana abierta, por la ventana cerrada, por un sitio junto a la lumbre, por el sillón, por la silla, por el taburete, por el escabel, por el lecho de plumas, por el colchón y por el brazado de paja; saber cuánto desgasta la sombra el espejo y ponerle un precio al desgaste; y, por cien mil demonios, hacerle al viajero pagar por todo, incluso por las moscas que se come su perro.»

Aquel hombre y aquella mujer eran el matrimonio de la astucia y la rabia, las dos caballerías de un tiro repulsivo y terrible.

Mientras el marido rumiaba las cosas y urdía apaños, la Thénardier no pensaba en los acreedores ausentes, no se preocupaba ni del ayer ni del mañana, y vivía arrebatada y entregada por completo al minuto.

Así eran aquellas dos personas. Cosette estaba entre ambas, soportaba la doble presión, como un ser a quien, al tiempo, triturase una muela e hicieran trizas unas tenazas. El hombre y la mujer tenían modales diferentes. A Cosette la molían a palos, eso era cosa de la mujer; iba descalza en invierno, eso era cosa del hombre.

Cosette subía, bajaba, lavaba, cepillaba, frotaba, barría, corría, se afanaba, jadeaba, movía bultos pesados y, aunque endeble, hacía todas las tareas más duras. No había compasión para ella: un ama feroz, un amo venenoso. El figón de los Thénardier era como una telaraña donde Cosette estaba atrapada y temblorosa. Aquella domesticidad siniestra cumplía con los ideales de la opresión. Era algo así como la mosca sirviendo a las arañas.

La pobre niña, pasiva, no decía nada.

Cuando se hallan así, desde el alba misma, tan pequeñas, tan desnudas entre los hombres, ¿qué sucede en esas almas que acaban de separarse de Dios?

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