Tanto en la arena como en la mujer hay una sutileza que es perfidia
V
Tanto en la arena como en la mujer hay una sutileza que es perfidia
Notó que se metía en el agua y que lo que tenía bajo los pies no era ya empedrado, sino cieno.
A veces, en algunas costas de Bretaña o de Escocia, un hombre, un viajero o un pescador, que va andando, con marea baja, por el arenal, lejos de la orilla, se da cuenta de pronto de que desde hace unos minutos le cuesta andar. Bajo los pies nota la playa como si estuviera hecha de pez: se le pegan las suelas; ya no es arena, sino liga. El arenal está completamente seco, pero a cada paso, nada más alzar el pie, la huella se llena de agua. Por lo demás, la mirada no ha captado ningún cambio; la playa inmensa está lisa y tranquila, toda la arena parece igual, nada diferencia el suelo sólido del que ha dejado de serlo; la nubecilla alegre de las pulgas de mar no ha dejado de brincar tumultuosamente bajo los pies del caminante. El hombre continúa andando, sigue adelante, tuerce hacia la tierra, intenta acercarse a la costa. No está preocupado. ¿Por qué iba a preocuparse? Pero nota como si los pies le fueran pesando cada vez más, a cada paso. De repente, se hunde. Se hunde dos o tres pulgadas. Definitivamente está claro que no va por el buen camino; se detiene para orientarse. De pronto, se mira los pies. Le han desaparecido los pies. Se los tapa la arena. Saca los pies de la arena, quiere desandar lo andado, retrocede, se hunde más. La arena le llega a los tobillos; hace fuerza para salir de ella y tira hacia la izquierda; la arena le llega a media pierna; tira a la derecha; la arena le llega a las corvas. Entonces se da cuenta con indecible espanto de que se ha metido en unas arenas movedizas y que lo que tiene debajo es ese medio aterrador en que el hombre no puede ya andar como tampoco puede ya nadar el pez. Tira la carga, si es que lleva una; aligera peso, como un barco en peligro de zozobrar; ya no está a tiempo, la arena le llega por encima de las rodillas.
Llama; hace señas con el sombrero o con el pañuelo; la arena se lo traga cada vez más; si la playa está desierta, si la tierra queda a demasiada distancia, si ese banco de arena tiene una reputación demasiado mala, si no hay un héroe por las inmediaciones, está condenado a que se lo trague la arena. Está condenado a ese enterramiento espantoso, largo, infalible, implacable, que no es posible ni retrasar ni apresurar, que dura horas, que no acaba nunca, que lo atrapa a uno cuando está de pie, libre y rebosante de salud; que tira de uno por los pies; que, con cada esfuerzo que intenta, con cada grito que suelta, lo arrastra algo más hacia abajo, que parece castigarlo a uno por oponer resistencia abrazándolo de forma más estrecha, que mete al hombre despacio en la tierra dejándole mucho rato para que mire el horizonte, los árboles, la campiña verde, el humo de las aldeas en la llanura y las velas de los barcos en el mar, las aves que vuelan y cantan, el sol, el cielo. Que se lo trague a uno la arena es como un sepulcro que se vuelve marea y sube hacia el vivo desde lo hondo de la tierra. Todos y cada uno de los minutos son un entierro inexorable. El desventurado intenta sentarse, tenderse, reptar; todos los movimientos que hace lo sepultan; se yergue, se hunde; nota que la tierra se lo traga; suelta alaridos, implora, les grita a las nubes, se retuerce los brazos, desespera. Ya le llega la arena al vientre; ya le llega al pecho; ya no es sino un busto. Alza las manos, gime con furia, crispa las uñas en el arenal, quiere agarrarse a esa ceniza, se apoya en los codos para salir de esa faja blanda, solloza frenéticamente; la arena sube. La arena le llega a los hombros; la arena le llega al cuello; ahora ya sólo se le ve la cara. La boca grita, se le llena de arena; silencio. Los ojos miran aún; la arena se los cierra: oscuridad. Luego mengua la frente; aún se estremecen unos mechones de pelo sobre la arena; asoma una mano, perfora la superficie del arenal, se mueve, se agita y desaparece. Siniestra desaparición de un hombre.
Hay veces en que al jinete se lo traga la arena con el caballo; hay veces en que al carretero se lo traga con el carro; todo se va a pique en el arenal. Es como naufragar en un lugar que no es el agua. Es la tierra ahogando al hombre. La tierra embebida de océano se vuelve trampa. Se brinda como una llanura y se abre como una ola. El abismo tiene traiciones así.
Esta fúnebre aventura, siempre posible en esta playa marítima o en aquélla, podía ocurrir también, hace treinta años, en las alcantarillas de París.
Antes de las importantes obras que empezaron en 1833, en las vías públicas subterráneas de París podían ocurrir hundimientos repentinos.
El agua se infiltraba en algunos terrenos del subsuelo especialmente deleznables; el piso, bien estuviera pavimentado, como en las alcantarillas antiguas, bien fuera de cal hidráulica sobre una capa de hormigón, cómo en las nuevas galerías, cedía. Un plegamiento en un suelo así es una grieta; y llega el hundimiento. Cierto tramo del suelo se hundía. Esa hendedura, ese hiato en un abismo de barro, se llamaba en la lengua especializada . ¿Qué es un socavón? Son las arenas movedizas de la orilla del mar que aparecen de pronto bajo tierra; es el arenal del monte de Saint-Michel en unas alcantarillas. El suelo, empapado, se halla como en estado de fusión; todas las moléculas están en suspensión en un medio blando; ni es tierra ni es agua. La profundidad es enorme a veces. Nada más temible que toparse con algo así. Si lo dominante es el agua, la muerte es rápida, te hundes; si lo dominante es la tierra, la muerte es lenta, la tierra te traga.
¿Es posible imaginar una muerte así? Que se lo trague a uno un arenal a la orilla del mar es espantoso, pero ¿qué no será en las cloacas? En vez del aire libre, de la luz de pleno día, de ese horizonte límpido, de esos ruidos anchurosos, de esas nubes libres de las que llueve la vida, de esas barcas que se divisan a lo lejos, de esa esperanza que tiene todas las formas posibles, de los transeúntes probables, del socorro que puede llegar hasta en el último minuto, en vez de todo eso, ¡la sordera, la ceguera, una bóveda negra, el interior de una tumba ya construida de antemano, la muerte en el cieno bajo una tapadera! Ahogarse despacio entre las inmundicias; una caja de piedra en la que abren las garras en el fango y lo agarra a uno por la garganta; ¡la fetidez mezclada con el estertor, el cieno en vez de la arena, el ácido sulfhídrico en vez del huracán, la basura en vez del océano! ¡Y llamar, y rechinar los dientes, y retorcerse, y forcejear, y agonizar con esa ciudad enorme, que no está enterada de nada, encima de la cabeza!
¡Qué espanto indecible morir así! ¡La muerte a veces se redime de su atrocidad mediante cierta dignidad terrible! En la hoguera, en el naufragio es posible comportarse con grandeza; entre las llamas y entre la espuma es posible un comportamiento altivo; es una caída en el abismo que transfigura. Pero aquí, no. La muerte es sucia. Es humillante expirar. Las visiones supremas que flotan son abyectas. Barro es sinónimo de vergüenza. Es algo mezquino, feo, infame. Morir en un tonel de malvasía, como Clarence, bien está; en la fosa del basurero, como D’Escoubleau, es horroroso. Forcejear ahí dentro es repugnante; es agonizar chapoteando. Hay las suficientes tinieblas para que sea el infierno y el suficiente barro para que sea sólo un lodazal; y el moribundo no sabe si se convertirá en espectro o en sapo.
En cualquier otro sitio el sepulcro es lóbrego; aquí es deforme.
La profundidad de los socavones y también la longitud y la densidad variaban según que el suelo fuese de peor o mejor calidad. Había veces en que un socavón tenía tres o cuatro pies de profundidad; y otras tenía ocho o diez; en otras ocasiones, no tenía fondo. Aquí el cieno era casi sólido; allá, casi líquido. En el socavón Lumière un hombre tardó un día entero en desaparecer, mientras que el lodazal Phélippeaux se lo habría tragado en cinco minutos. El cieno soporta el peso mejor o peor según que sea más o menos denso. Un niño se salva donde un hombre está perdido. La primera ley para salvarse es soltar cualquier carga que se lleve. Tirar la bolsa de herramientas, o el cuévano, o la artesa. Por ahí empezaba cualquier pocero que notase que el suelo cedía.
Los socavones tenían causas diversas: suelo deleznable; algún hundimiento a una profundidad fuera del alcance de los hombres; los chaparrones veraniegos fuertes; las lluvias incesantes del invierno; las lluvias menudas, pero prolongadas. A veces el peso de las casas circundantes en un terreno margoso o arenoso vencía las bóvedas de las galerías subterráneas y las alabeaba; o podía ocurrir que el piso reventase y se abriese con aquel empuje tremendo. Así fue como el aplastamiento de Le Panthéon obstruyó hace un siglo parte de los sótanos de la Montagne Sainte-Geneviève. Cuando la presión de las casas hundía una alcantarilla, ese desorden, a veces, salía a la superficie, a la calle, dejando entre los adoquines algo así como unas separaciones en forma de dientes de sierra; esa rotura iba creciendo, formando una línea que iba haciendo eses, por toda la bóveda agrietada; y entonces, al estar el daño a la vista, se podía remediar con rapidez. Podía suceder también en muchas ocasiones que ningún tajo desvelara en el exterior los destrozos internos. Y, en tal caso, ¡pobres poceros! Si entraban sin tomar precauciones en la alcantarilla hundida, podían estar yendo a su perdición. Los registros antiguos mencionan a unos cuantos poceros que quedaron sepultados de esa forma en los socavones. Hay en ellos varios nombres; entre otros, el del pocero a quien se tragó un hundimiento debajo del arco de la calle de Carême-Prenant, un tal Blaise Poutrain; ese Blaise Poutrain era hermano de Nicolas Poutrain, que fue el último enterrador de ese cementerio que llevaba el nombre de Les Innocents, en 1785, época en que murió dicho cementerio.
Se dio también el caso de aquel encantador vizconde d’Escoubleau, a quien hemos mencionado algo más arriba, uno de los héroes del sitio de Lérida en que los asaltantes llevaban medias de seda y a los violines en cabeza. D’Escoubleau, al verse sorprendido una noche en los aposentos de su prima, la duquesa de Sourdis, se ahogó en una zanja de la alcantarilla Beautreillis, donde había buscado refugio para escapar del duque. La señora de Sourdis, cuando le refirieron esta muerte, pidió el frasco de sales y, a fuerza de olerlo, se le olvidó llorar. En casos así, no hay amor que valga; las cloacas lo apagan. Hero se niega a lavar el cadáver de Leandro. Tisbe se tapa las narices ante Píramo y dice: ¡Puaj!