La miseria se pone a disposición del dolor
XI
La miseria se pone a disposición del dolor
Marius subió despacio las escaleras del caserón; en el momento en que iba a meterse en su celda, vio, detrás de él, a la mayor de las Jondrette que lo iba siguiendo. La vista de aquella muchacha le resultó odiosa, porque ella era quien tenía sus cinco francos; era ya demasiado tarde para volvérselos a pedir, el cabriolé ya se había ido y el coche de punto estaba muy lejos. Por lo demás, ella no se los devolvería. En cuanto a preguntarle dónde vivían las personas que habían estado allí hacía un rato, era inútil; estaba claro que no lo sabía, puesto que la carta que llevaba la firma de Fabantou iba dirigida al .
Marius se metió en su cuarto y empujó la puerta al entrar, para cerrarla.
No se cerró; se volvió y vio una mano que sujetaba la puerta para que siguiera abierta.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Quién anda ahí?
Era la hija mayor de los Jondrette.
—¿Es usted? —añadió Marius casi con dureza—. ¿Usted otra vez? ¿Qué me quiere?
Ella parecía pensativa y no lo miraba. Había perdido el aplomo de la mañana. No había entrado, sino que se había quedado en la oscuridad del pasillo, donde Marius la veía por la puerta entornada.
—¿Va usted a contestarme o no? —dijo Marius—. ¿Qué quiere de mí?
Ella lo miró con ojos taciturnos donde parecía encenderse una luz inconcreta y le dijo:
—Parece triste, señor Marius. ¿Qué le pasa?
—¿A mí? —dijo Marius.
—Sí, a usted.
—No me pasa nada.
—Sí que le pasa.
—No.
—Le digo que sí le pasa algo.
—¡Déjeme en paz!
Marius volvió a empujar la puerta, pero ella siguió sujetándola.
—Mire —dijo—, hace usted mal. Aunque no sea rico, ha sido bueno esta mañana. Séalo ahora otra vez. Me dio para comer, ahora dígame qué le pasa. Se nota que está disgustado. No quiero que esté disgustado. ¿Qué hay que hacer para que no lo esté? ¿Puedo valer para algo? Utilíceme. No le pido que me cuente sus secretos, no hace falta que me los diga, pero, vamos, puedo ser de utilidad. Si ayudo a mi padre, es que puedo ayudarlo a usted. Cuando hay que llevar cartas, ir a las casas, preguntar de puerta en puerta, dar con unas señas, seguir a alguien, yo para esas cosas sirvo. Así que puede decirme qué le pasa e iré a hablar con la gente que sea. A veces, que alguien hable con la gente basta para enterarse de las cosas y todo se arregla. Utilíceme.
A Marius le pasó una idea por la cabeza. ¿Qué rama desdeñamos cuando notamos que nos estamos cayendo?
Se acercó a la Jondrette.
—Oye… —le dijo.
Ella lo interrumpió con un relámpago de alegría en los ojos.
—¡Ay, sí! ¡Llámeme de tú! Lo prefiero.
—Pues oye —siguió diciendo él—, trajiste a ese señor viejo y a su hija…
—Sí.
—¿Sabes sus señas?
—No.
—Búscamelas.
A la Jondrette le había pasado la mirada de taciturna a alegre; ahora le pasó de alegre a sombría.
—¿Eso es lo que quiere? —preguntó.
—Sí.
—¿Los conoce?
—No.
—Es decir —siguió diciendo ella con vehemencia—, que no la conoce, pero quiere conocerla.
En ese que se había convertido en había un toque significativo y amargo.
—¿Puedes o no? —dijo Marius.
—Tendrá usted las señas de la señorita guapa.
Había en esas palabras, «la señorita guapa», un matiz que molestó a Marius. Añadió:
—¿Qué más dará? Las señas del padre o las de la hija. ¡Sus señas, vamos!
Ella lo miró fijamente.
—¿Y qué me dará usted?
—¡Todo lo que quieras!
—¿Todo lo que quiera?
—Sí.
—Tendrá las señas.
Agachó la cabeza y, luego, con un ademán brusco, tiró de la puerta y ésta se cerró.
Marius se quedó solo.
Se desplomó en una silla, con la cabeza y ambos codos encima de la cama, sumido en pensamientos que no podía domeñar y como presa de un vértigo. Todo cuanto había sucedido desde por la mañana, la aparición del ángel, su desaparición, lo que la muchacha aquella acababa de decirle, una luz de esperanza flotando en una desesperación inmensa: de todo eso es de lo que tenía colmada la mente.
De pronto algo lo sacó violentamente de su ensimismamiento.
—Te digo que estoy seguro y que lo he reconocido.
¿De quién hablaba Jondrette? ¿A quién había reconocido? ¿Al señor Leblanc? ¿Al padre de «su Ursule»? ¿Cómo? ¿Jondrette lo conocía? ¿Iba a obtener Marius de aquella forma brusca e inesperada todas las informaciones sin las que su vida le resultaba incomprensible incluso a sí mismo? ¿Iba por fin a saber de quién estaba enamorado, quién era esa joven? ¿Y quién era su padre? ¿Esa sombra tan densa que los cubría estaba a punto de disiparse? ¿Iba a desgarrarse el velo? ¡Ah, cielos!
Más que subirse a la cómoda, se plantó encima de un brinco y volvió a ocupar su sitio cerca del ventanillo del tabique.
Volvía a ver el interior del tugurio de los Jondrette.