Res augusta
VI
Aquella velada dejó en Marius una conmoción muy honda y una oscuridad triste en el alma. Sintió lo que quizá siente la tierra en el momento en que la abren con el hierro para depositar en ella el grano de trigo; sólo nota la herida; el sobresalto del germen y de la alegría del fruto no llegan hasta más adelante.
Marius estuvo adusto. Acababa apenas de construirse una fe. ¿Tenía ya que renunciar a ella? Se aseguró a sí mismo que no. Se afirmó que no quería dudar y empezó a dudar a pesar suyo. Hallarse entre dos religiones sin haber salido aún de una ni haber entrado aún en otra resulta insoportable; y esos crepúsculos sólo agradan a las almas murciélago. Marius era de mirada franca y necesitaba luz de verdad. Las penumbras de la duda le dolían. Por mucho que deseara quedarse donde estaba y no moverse de ahí, notaba una obligación invencible de seguir adelante, de avanzar, de examinar, de pensar, de ir más allá. ¿Dónde lo llevaría todo aquello? Le daba miedo, después de haber dado tantos pasos que lo habían acercado a su padre, dar ahora otros pasos que podrían alejarlo de él. El malestar que sentía iba a más con todas las reflexiones que se le iban ocurriendo. Iba apareciendo y lo iba rodeando una escarpadura. No estaba de acuerdo ni con su abuelo ni con sus amigos; a aquél le parecía un temerario, y a éstos, un atrasado; se dio cuenta de que estaba doblemente aislado, por el lado de los ancianos y por el lado de los jóvenes. Dejó de ir al café Musain.
Tan turbada tenía la conciencia que no se acordaba ya de determinados aspectos serios de la existencia. Las realidades de la vida no nos consienten que nos olvidemos de ellas. Un día se presentaron de repente para darle un codazo.
Una mañana, el dueño del hotel entró en la habitación de Marius y le dijo:
—El señor Courfeyrac respondió por usted.
—Sí.
—Pero tendría usted que pagarme.
—Ruegue al señor Courfeyrac que venga a hablar conmigo —dijo Marius.
Cuando llegó Courfeyrac, el hostelero los dejó solos. Marius le contó lo que no se le había ocurrido contarle antes: que era como si no tuviera a nadie en el mundo, pues no tenía padres ni parientes.
—¿Y qué va a ser de usted? —dijo Courfeyrac.
—No tengo ni la más remota idea —contestó Marius.
—¿Qué va a hacer?
— No tengo ni la más remota idea.
—¿Tiene dinero?
—Quince francos.
—¿Quiere que le haga un préstamo?
—Nunca.
—¿Tiene ropa?
—Esta que ve aquí.
—¿Tiene joyas?
—Un reloj.
—¿De plata?
—De oro. Éste.
—Conozco a un prendero que le aceptará la levita y unos pantalones.
—Me parece bien.
—Se quedará usted sólo con unos pantalones, un chaleco, un sombrero y un frac.
—Y con las botas.
—¿Cómo? ¿No va a ir descalzo? ¡Menuda opulencia!
—Bastará con eso.
—Conozco a un relojero que le comprará el reloj.
—Muy bien.
—Qué va, de bien nada. ¿Y luego qué hará?
—Cuanto sea necesario. Todo cuanto sea honrado al menos.
—¿Sabe usted inglés?
—No.
—¿Sabe alemán?
—No.
—Mala suerte.
—¿Por qué?
—Es que tengo un amigo librero que está haciendo algo así como una enciclopedia para la que habría podido traducir textos ingleses o alemanes. Está mal pagado, pero se puede vivir.
—Aprenderé francés y alemán.
—¿Y mientras tanto?
—Mientras tanto me gastaré lo que me den por la ropa y por el reloj.
Avisaron al prendero. Compró la ropa por veinte francos. Fueron a la relojería. El relojero compró el reloj por cuarenta y cinco francos.
—No está mal —le decía Marius a Courfeyrac mientras volvían al hotel—, con los quince francos que ya tenía, suman ochenta francos.
—¿Y la nota del hotel? —comentó Courfeyrac.
—Anda, ya no me acordaba —dijo Marius.
El hospedero le trajo la nota, que tuvo que pagar en el acto. Subía a setenta francos.
—Me quedan diez francos —dijo Marius.
—Demonios —dijo Courfeyrac—, se comerá cinco francos mientras aprende inglés y otros cinco mientras aprende alemán. Eso va a ser como meterse una lengua entre pecho y espalda muy deprisa o una moneda de cinco francos muy despacio.
Entretanto, su tía, la señorita Gillenormand, que en el fondo era bastante buena persona en las ocasiones tristes, había acabado por dar con el lugar donde se alojaba Marius. Una mañana, cuando volvía Marius de la facultad, se encontró una carta de su tía y los seiscientos francos de oro en una caja lacrada.
Marius le devolvió a su tía los treinta luises con una carta respetuosa en la que le decía que tenía medios de subsistencia y que a partir de ahora podría atender él solo a todas sus necesidades. En aquellos momentos le quedaban tres francos.
La tía no le dijo nada al abuelo de aquel rechazo por temor a exasperarlo más aún. ¿No había dicho acaso, por lo demás, que no volvieran a mentarle nunca al bebedor de sangre aquel?
Marius se fue del hotel de la Porte de Saint-Jacques porque no quería dejar nada a deber allí.