Los miserables

La botella de tinta que sólo consiguió limpiar

IV

La botella de tinta que sólo consiguió limpiar

Ese mismo día, o mejor dicho, esa misma noche, al levantarse Marius de la mesa, y cuando acababa de retirarse a su despacho porque tenía que estudiar un expediente, le entregó Basque una carta, diciéndole: «La persona que ha escrito esta carta está en el recibidor».

Cosette se había cogido del brazo del abuelo y estaban dando una vuelta por el jardín.

Una carta puede, lo mismo que un hombre, tener mala facha. Papel basto, doblez torpe: hay misivas que, sólo con verlas, desagradan. La carta que había traído Basque era de ésas.

Marius la cogió. Olía a tabaco. No hay como los olores para despertar los recuerdos. Marius reconoció ese tabaco. Miró las señas: . Por el tabaco reconoció la carta. Podría decirse que hay relámpagos de asombro. A Marius lo iluminó uno de esos relámpagos.

El olfato, ese misterioso recordatorio, acababa de resucitar para él todo un mundo. Era el mismo papel, la misma forma de doblarlo, el tono pálido de la tinta; era la letra conocida, y, sobre todo, era el mismo tabaco. Volvía a ver la buhardilla de los Jondrette.

Así, ¡qué curioso capricho del azar!, una de las dos pistas que había buscado tanto, aquella que tantos esfuerzos había realizado últimamente para encontrar y creía perdida para siempre, se le venía sola a las manos.

Rompió con avidez la oblea de la carta y leyó:

«Señor barón:

»Si el Ser Supremo me hubiese conzedido talento yo habría podido ser el barón Thénard, miembro del Instituto (academia de las ciencias), pero no lo soy. Sólo me apellido igual que él y me sentiré dichoso si ese recuerdo me sirve de recomendazión para hacerme acreedor de la escelencia de sus bondades. El favor que me conceda será rezíproco. Estoy en posesión de un secreto que tiene que ver con un individuo. Ese individuo tiene que ber con usted. Tengo el secreto a su disposición y deseo tener el honor de serle hútil. Le daré una forma senzilla para espulsar de su honorable familia a ese individuo que no se la mereze por ser la señora baronesa de alta cuna. El santuario de la virtud no puede por más tiempo codearse con el crimen sin abdicar.

»Espero en el recibidor las órdenes del señor barón.

»Respetuosamente».

La carta iba firmada «T».

No era una firma falsa. Sólo estaba un tanto abreviada.

Por lo demás, el galimatías y la ortografía remataban la revelación. El certificado de origen estaba completo. No había duda posible.

Marius notó una honda emoción. Tras el arrebato de sorpresa, tuvo un arrebato de felicidad. Si ahora encontrase al otro hombre a quien andaba buscando, ese que le había salvado la vida, no tendría ya nada que desear.

Abrió un cajón del secreter, sacó unos cuantos billetes de banco, se los metió en el bolsillo, volvió a cerrar el secreter y tocó la campanilla. Basque entornó la puerta.

—Que pase.

Basque anunció:

—El señor Thénard.

Entró un hombre.

Nueva sorpresa de Marius. El hombre que entró le era completamente desconocido.

Aquel hombre, viejo por lo demás, tenía la nariz gruesa, la barbilla hundida en la corbata, unas gafas verdes con doble visera de tafetán verde que le tapaba los ojos, el pelo planchado y pegado en la frente, al filo de las cejas, como la peluca de los cocheros ingleses de buena sociedad. El pelo era gris. Vestía de negro de la cabeza a los pies, una ropa negra muy tazada, pero limpia; un puñado de dijes que le salían del bolsillo del chaleco permitía suponer que allí había un reloj. Llevaba en la mano un sombrero viejo. Caminaba encorvado y la curva de la espalda era mayor por lo marcado de la reverencia.

Lo que llamaba la atención de entrada era que el frac de aquella persona, demasiado ancho, aunque cuidadosamente abotonado, no parecía confeccionado para él. Y aquí se hace necesaria una breve digresión.

Había en París por entonces, en una vivienda vieja y de mala muerte en la calle de Beautreillis, cerca de L’Arsenal, un judío ingenioso cuya profesión consistía en convertir a los bribones en hombres honrados. No por mucho tiempo, porque podría haberle resultado molesto al bribón. El cambio se hacía a la vista del público para un par de días, a razón de un franco y medio diario, mediante un traje que se pareciera lo más posible a la honradez de cualquiera. El dueño de ese negocio de alquiler de trajes se llamaba los pillos parisinos le habían puesto ese nombre, y no se le conocía otro. Tenía un vestuario bastante completo. Los trapos con que disfrazaba a las personas eran más o menos presentables. Tenía especialidades y categorías; de todos y cada uno de los clavos de su tienda colgaba, usada y arrugada, una condición social; aquí el atuendo del magistrado, allá el atuendo del cura, acullá el atuendo del banquero, en un rincón el atuendo del militar retirado, en otra parte el atuendo del literato, más allá el atuendo del hombre de Estado. Aquel personaje era el encargado de vestuario del gigantesco drama que interpretan los truhanes de París. Su antro era las candilejas de las que salía el robo y en que se metía la estafa. Un pícaro andrajoso llegaba a aquel vestuario, pagaba un franco y medio y escogía, según el papel que quisiera interpretar ese día, el atuendo conveniente; y, cuando volvía a bajar las escaleras, el pícaro era alguien. Al día siguiente, devolvía puntualmente la ropa, y al Cambista, que todo lo ponía en manos de ladrones, no le robaba nunca nada nadie. La ropa en cuestión tenía un inconveniente: no «caía bien», porque no estaba confeccionada para quienes la llevaban; a unos les quedaba ceñida y a otros les venía ancha. Y no le sentaba bien a nadie. Cualquier truhán que, por menudo o por robusto, no encajase en el promedio humano no se encontraba a gusto con los trajes del Cambista. No había que ser ni muy gordo ni muy flaco. El Cambista sólo tenía previstos a los hombres corrientes. Le había tomado medidas al género humano en la persona de un golfo cualquiera, que no es ni grueso ni delgado, ni alto ni bajo. Eso daba lugar a adaptaciones a veces complicadas con las que los parroquianos del Cambista se apañaban como podían. ¡Peor para las excepciones! El frac de hombre de Estado, por ejemplo, negro de arriba abajo y, por consiguiente, de recibo, le habría quedado ancho a Pitt y estrecho a Castelcicala. El atavío de constaba, tal y como vamos a copiarlo, en el catálogo del Cambista de: «Un frac de paño negro, un pantalón de cruzadillo de lana, un chaleco de seda, botas y “ropa blanca”». Al margen, ponía: y una nota que transcribimos también: «En caja aparte, una peluca muy bien rizada, unas gafas verdes, unos dijes y dos cañones de pluma cortos, de una pulgada de largo, envueltos en algodón». Todo eso era lo correspondiente al hombre de Estado, ex embajador. El atuendo entero estaba, si es que puede decirse así, extenuado: las costuras eran blanquecinas; en uno de los codos se abría a medias algo parecido a un ojal; además, le faltaba un botón del pecho al frac; pero no pasaba de ser un detalle, ya que, como la mano del hombre de Estado debe hallarse siempre metida dentro del frac y encima del corazón, su cometido consistía en ocultar la ausencia del botón.

Si Marius hubiera estado familiarizado con las instituciones ocultas de París, habría reconocido en el acto, puesto en el visitante que acababa de introducir Basque, el frac de hombre de Estado tomado prestado de la prendería del cambista.

El chasco de Marius al ver entrar a otro hombre y no al que estaba esperando desfavoreció al recién llegado. Le pasó revista de pies a cabeza, mientras el personaje aquel le hacía una reverencia exagerada y le preguntó con tono brusco:

—¿Qué desea?

El hombre respondió, con una mueca amable de la que podría darnos una idea la sonrisa melosa de un cocodrilo:

—Me parece imposible no haber tenido ya el honor de coincidir en sociedad con el señor barón. Bien creo que nos vimos muy en particular, hace unos años, en casa de la princesa Bagration y en los salones de su excelencia el señor vizconde Dambray, miembro del Senado de Francia.

Es siempre buena táctica en las artes de truhanería fingir que se reconoce a alguien a quien no se conoce.

Marius estaba muy atento a la forma de hablar de aquel hombre. Acechaba el acento y los ademanes, pero su chasco iba a más; era una pronunciación gangosa, diferente por completo del sonido de voz agrio y seco que se esperaba. Estaba completamente desconcertado.

—No conozco —dijo— ni a la señora Bagration ni al señor Dambray. Y no he pisado en mi vida la casa de ninguno de ellos.

La respuesta era ruda. El personaje, zalamero pese a todo, insistió:

—¡Será entonces en casa de Chateaubriand donde habré visto al señor! Conozco mucho a Chateaubriand. Es muy afable. Me dice a veces: Thénard, amigo mío… ¿no va a tomar algo conmigo?

El rostro de Marius era cada vez más severo:

—Nunca he tenido el honor de que me recibiera el señor de Chateaubriand. Acabemos. ¿Qué desea?

El hombre, al endurecerse más la voz de Marius, le hizo una reverencia aún más profunda.

—Señor barón, tenga a bien escucharme. Hay en América, en un país que cae por la parte del Panamá, un pueblo que se llama La Joya. Ese pueblo consta de una única casa. Una casa grande, cuadrada, de tres pisos, hecha de adobe; los lados del cuadrado miden quinientos pies de largo; las plantas van retranqueadas doce pies respecto a la planta inferior para tener delante una terraza que da la vuelta al edificio; en el centro, hay un patio interior donde están las provisiones y las municiones; no hay ventanas, sino aspilleras; no hay puerta, sino escalas, escalas para subir desde el suelo hasta la primera terraza; y de la primera, a la segunda; y de la segunda, a la tercera; escalas para bajar al patio interior; no hay puertas en las habitaciones, sino trampillas; no hay escaleras en las habitaciones, sino escalas; por la noche, cierran las trampillas, retiran las escalas, se fijan trabucos y carabinas en las aspilleras; no hay forma de entrar; una casa de día, una fortaleza de noche; ochocientos habitantes; tal es ese pueblo. ¿Por qué tantas precauciones? Porque la comarca es peligrosa, está repleta de antropófagos. Entonces, ¿por qué va la gente allí? Porque es una comarca maravillosa: se encuentra oro.

—¿Adónde quiere ir a parar? —lo interrumpió Marius, que estaba pasando del chasco a la impaciencia.

—A lo siguiente, señor barón. Soy un antiguo diplomático cansado. Esta vieja civilización me ha dejado agotado. Quiero probar suerte con los salvajes.

—¿Y qué?

—Señor barón, el egoísmo gobierna el mundo. La campesina proletaria que trabaja de jornalera se vuelve cuando pasa la diligencia; la campesina propietaria que trabaja en su sembrado no se vuelve. El perro del pobre le ladra al rico, el perro del rico le ladra al pobre. Cada cual va a lo suyo. El interés, ésa es la meta de los hombres. El oro, ése el imán.

—¿Y qué? Concluya.

—Querría ir a afincarme en La Joya. Somos tres. Mi esposa y mi jovencita; una muchacha muy hermosa. El viaje es largo y caro. Necesito algo de dinero.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —preguntó Marius.

El desconocido asomó algo el cuello fuera de la corbata, gesto propio del buitre, y contestó sonriendo a más y mejor:

—¿No ha leído mi carta el señor barón?

Algo había de eso. El hecho es que el contenido de la epístola le había resbalado a Marius. Más que la carta, había visto la letra. Apenas si la recordaba. Algo lo había alertado hacía un momento. Se había fijado en este detalle: mi esposa y mi jovencita. Clavaba en el desconocido una mirada penetrante. Un juez de instrucción no lo habría mirado con más atención. Estaba casi al acecho. Se limitó de decir:

—Vaya al grano.

El desconocido se metió ambas manos en los bolsillos del chaleco, irguió la cabeza sin enderezar la espina dorsal, pero examinando también a Marius con la mirada verde de las gafas.

—Bien está, señor barón. Voy al grano. Tengo un secreto que venderle.

—¿Un secreto?

—Un secreto.

—¿Y tiene que ver conmigo?

—Algo.

—¿Y cuál es ese secreto?

Marius se fijaba cada vez más en el hombre, al tiempo que lo escuchaba.

—Empiezo gratis —dijo el desconocido—. Ya verá lo interesante que soy.

—Hable.

—Señor barón, tiene usted en su casa a un ladrón y a un asesino.

Marius se sobresalto.

—¿En mi casa? No —dijo.

El desconocido, imperturbable, cepilló el sombrero con el codo y siguió diciendo:

—Asesino y ladrón. Fíjese bien, señor barón, de que no me estoy refiriendo a acontecimientos antiguos, atrasados, caducos, que pueden borrarse con la prescripción ante la ley y el arrepentimiento ante Dios. Me refiero a hechos recientes, a hechos actuales, a hechos que, ahora mismo, aún ignora la justicia. Prosigo. Ese hombre se ha hecho con la confianza de usted y casi se ha colado en su familia con un nombre falso. Voy a decirle su nombre auténtico. Y se lo voy a decir sin pedir nada a cambio.

—Lo escucho.

—Se llama Jean Valjean.

—Lo sé.

—También voy a decirle sin pedirle nada a cambio quién es.

—Diga.

—Es un antiguo presidiario.

—Lo sé.

—Lo sabe desde que he tenido el honor de decírselo.

—No. Ya lo sabía de antes.

El tono frío de Marius; esa doble respuesta, ese laconismo refractario al diálogo despertaron en el individuo cierta ira sorda. Le lanzó a Marius a hurtadillas una mirada furiosa, que desapareció en el acto. Por muy veloz que fuera, esa mirada era de las que se reconocen cuando se las ha visto una vez; a Marius no se le escapó. Hay llamaradas que sólo pueden proceder de ciertas almas; incendian las pupilas, esos tragaluces del pensamiento; las gafas no las ocultan; ¡cualquiera le pone cristales al infierno!

El desconocido añadió, sonriendo:

—No me permito desmentir al señor barón. En cualquier caso, se dará cuenta de que estoy informado. Lo que tengo que contarle ahora sólo yo lo sé. Tiene que ver con la fortuna de la señora baronesa. Es un secreto extraordinario. Está en venta. Empiezo por ofrecérselo a usted. Barato. Veinte mil francos.

—Sé ese secreto como sé los demás —dijo Marius.

El hombre notó la necesidad de bajar algo el precio.

—Señor barón, digamos diez mil francos y hablo.

—Le repito que no tiene usted nada que contarme. Sé eso que me quiere decir.

Otro relámpago le pasó por los ojos al hombre, que exclamó:

—Pero tendré que cenar hoy por lo menos. Le digo que es un secreto extraordinario. Señor barón, voy a hablar. Hablo. Deme veinte francos.

Marius lo miró fijamente:

—Sé ese secreto suyo tan extraordinario; como también sabía el nombre de Jean Valjean, como también sé el de usted.

—¿Mi nombre?

—Sí.

—Eso no es difícil, señor barón. Tuve el honor de escribírselo y de decírselo. Thénard.

—Dier.

—¿Cómo?

—Thénardier.

—¿Quién?

Ante el peligro, el puercoespín se eriza, el escarabajo se hace el muerto, la vieja guardia forma en cuadrado; el hombre se echó a reír.

Luego se quitó de una toba una mota de polvo de la manga del frac.

Marius siguió diciendo:

—Es también el obrero Jondrette, el cómico Fabantou, el poeta Genflot, el español don Alvarès y la señora Balizard.

—¿La señora qué?

—Y tuvo un figón en Montfermeil.

—¿Un figón? ¡En la vida!

—Y le digo que es usted Thénardier.

—Lo niego.

—Y que es usted un golfo. Tome.

Y Marius, sacándose un billete de banco del bolsillo, se lo tiró a la cara.

—¡Gracias! ¡Perdón! ¡Quinientos francos! ¡Señor barón!

Y el hombre, trastornado, haciendo reverencias, agarrando el billete, lo miró de cerca.

—¡Quinientos francos! —repitió, pasmado. Y masculló a media voz: ¡Menudo papiro!

Luego exclamó de repente:

—Bien está. Pongámonos cómodos.

Y, con agilidad simiesca, se echó el pelo hacia atrás, se quitó las gafas de un tirón, se sacó de la nariz y escondió los dos cañones de pluma que mencionamos hace un rato y a los que, por lo demás, ya hicimos referencia en otro punto de este libro; se quitó la cara como quien se quita el sombrero.

Se le encendió la mirada; la frente, desigual, accidentada, con bultos en algunos sitios y repulsivas arrugas en la parte de arriba, quedó a la vista; la nariz volvió a ser puntiaguda como un pico; volvió a aparecer el perfil feroz y sagaz del hombre de presa.

—El señor barón es infalible —dijo con voz clara, que había dejado de ser gangosa—: soy Thénardier.

Y enderezó la espalda encorvada.

Thénardier, pues era él, efectivamente, estaba sorprendido a más no poder; habría sentido turbación si eso hubiera sido posible. Había ido a ser portador de asombro y el asombrado era él. Por aquella humillación le pagaban quinientos francos y, visto lo visto, los aceptaba, pero no por ello estaba menos pasmado.

Era la primera vez que veía al barón Pontmercy aquel y, pese al disfraz, el barón Pontmercy lo había reconocido y lo conocía a fondo. Y el barón no sólo estaba al tanto de cuanto tenía que ver con Thénardier, sino que también parecía estar al tanto de cuanto tuviera que ver con Jean Valjean. ¿Quién era aquel joven casi imberbe que sabía todos esos nombres y les abría la bolsa, que maltrataba a los bribones como un juez y les pagaba como un pardillo?

Recordemos que Thénardier, aunque había sido vecino de Marius, nunca lo había visto, cosa frecuente en París; por entonces había oído más o menos hablar a sus hijas de un joven muy pobre que se llamaba Marius y vivía en aquella casa. Le escribió, sin conocerlo, la carta que ya sabemos. Era imposible que relacionase a aquel Marius con el señor barón de Pontmercy.

En cuanto al apellido Pontmercy, recordemos que en el campo de batalla de Waterloo sólo oyó las dos últimas sílabas, por las que sintió siempre el legítimo desdén que se debe a lo que no es sino una palabra de agradecimiento.

Por lo demás, por su hija Azelma, a la que mandó seguir la pista de los novios del 16 de febrero, y por sus investigaciones personales había conseguido enterarse de muchas cosas y, desde lo hondo de sus tinieblas, había logrado hacerse con más de un hilo misterioso. A fuerza de industrias descubrió o, al menos, a fuerza de suposiciones adivinó quién era el hombre con el que se había topado un día en la Alcantarilla Mayor. Del hombre había llegado con facilidad al nombre. Sabía que la señora baronesa de Pontmercy era Cosette. Pero, en lo referido a eso, tenía intención de ser discreto. ¿Quién era Cosette? Él no lo sabía con certeza. Sí que intuía que pudiera ser una bastarda; la historia de Fantine siempre le había parecido poco clara; pero ¿a qué mencionarlo? ¿Para que le pagaran por callarse? Tenía, o creía tener, algo mejor que poner en venta. Y parecía probable que presentarse para hacerle al barón de Pontmercy, sin prueba alguna, la siguiente revelación: sólo habría valido para que se encontrasen la bota del marido y la parte baja de la espalda del autor de la revelación.

En opinión de Thénardier, la conversación con Marius no había empezado todavía. Había tenido que retroceder, que modificar la estrategia, que abandonar una posición, que cambiar de frente; pero todavía no estaba comprometido nada esencial y se había metido quinientos francos en el bolsillo. Además, tenía que contar algo decisivo y se sentía fuerte incluso contra aquel barón de Pontmercy tan bien informado y tan bien armado. Para los hombres con el carácter de Thénardier cualquier diálogo es un combate. En este que iba a iniciar, ¿en qué situación estaba? No sabía con quién hablaba, pero sabía de qué hablaba. Pasó rápidamente revista, en su fuero interno, a sus propias fuerzas y, tras decirse: esperó.

Marius se había quedado pensativo. Por fin tenía allí a Thénardier. Allí estaba aquel hombre al que tanto había querido encontrar. Iba, pues, a poder cumplir con la recomendación del coronel Pontmercy. Lo humillaba que aquel héroe le debiese algo a este bandido y que la letra de cambio que su padre había librado contra él, Marius, siguiera aún protestada. También le parecía, en la situación compleja en que se hallaban sus pensamientos en el caso de Thénardier, que había motivos para vengar al coronel de la desdicha de que lo hubiera salvado un bribón como aquél. Fuere como fuere, se alegraba. Por fin iba a librar de ese acreedor indigno a la sombra del coronel y le parecía que iba a sacar de la cárcel por deudas la memoria de su padre.

Junto a ese deber, había otro: aclarar, si es que era posible, cuál podía ser el origen de la fortuna de Cosette. Parecía presentarse la ocasión. A lo mejor Thénardier sabía algo. Podía ser útil ver qué había en el fondo de ese hombre. Empezó por ahí.

El «papiro» se había esfumado dentro del bolsillo del chaleco de Thénardier; y éste miraba a Marius con una mansedumbre casi afectuosa.

Marius quebró el silencio.

—Thénardier, le he dicho cómo se llama usted. ¿Quiere que le diga ahora ese secreto suyo que venía a revelarme? Yo también tengo mis informaciones. Va a ver que sé más cosas que usted. Jean Valjean, como ha dicho, es un asesino y un ladrón. Un ladrón porque robó a un acaudalado industrial a quien llevó a la ruina, el señor Madeleine. Y un asesino porque asesinó al agente de policía Javert.

—No entiendo, señor barón —dijo Thénardier.

—Se lo voy a explicar. Atienda. Había, en un distrito de Pas-de-Calais, allá por 1822, un hombre que había tenido en tiempos pasados algo que ver con la justicia y que, con el nombre de señor Madeleine, se había regenerado y rehabilitado. Ese hombre llegó a ser un justo, en el sentido más rotundo de la palabra. Con una industria, la fabricación de abalorios de cristal negro, trajo prosperidad a una ciudad entera. Hizo también una fortuna personal, pero de forma subsidiaria y, por decirlo de alguna forma, por azar. Era el padre nutricio de los pobres. Fundaba hospitales, creaba escuelas, visitaba a los enfermos, dotaba a las muchachas, ayudaba a las viudas, adoptaba a los huérfanos; era como el tutor de la comarca. Rechazó la Legión de Honor; lo nombraron alcalde. Un presidiario liberado estaba en el secreto de una condena que había tenido que cumplir anteriormente ese hombre; lo denunció, consiguió que lo detuvieran y aprovechó la detención para ir a París y que, falsificando una firma, le entregase la banca Laffitte —ese dato lo sé por el propio cajero— una cantidad de más de medio millón que pertenecía al señor Madeleine. En cuanto al otro hecho, tampoco tiene usted nada nuevo que contarme. Jean Valjean mató al agente Javert; lo mató de un pistoletazo. Yo estaba presente.

Thénardier miró a Marius con esa ojeada soberana del hombre derrotado a quien se le vuelve a poner a tiro la victoria y acaba de recuperar en un minuto todo el terreno que había perdido. Pero volvió a sonreír enseguida; el triunfo del inferior sobre el superior debe ser zalamero; y Thénardier se limitó a decirle a Marius:

—Señor barón, vamos por el camino equivocado.

Y recalcó esta frase haciendo un molinete expresivo con el puñado de dijes.

—¡Cómo! —respondió Marius—. ¿Lo niega usted? Son hechos.

—Son quimeras. La confianza con que me honra el señor barón me impone el deber de hacérselo saber. La verdad y la justicia ante todo. No me gusta ver cómo se acusa injustamente a las personas. Señor barón, Jean Valjean no robó al señor Madeleine y Jean Valjean no mató a Javert.

—¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo es eso?

—Por dos razones.

—¿Cuáles? Hable.

—He aquí la primera: no robó al señor Madeleine dado que él, Jean Valjean, era el señor Madeleine.

—¿Qué me está diciendo?

—Y ahora viene la segunda: no asesinó a Javert dado que quien mató a Javert fue Javert.

—¿Qué quiere decir?

—Que Javert se suicidó.

—¡Pruébalo! ¡Pruébalo! —gritó Marius fuera de sí.

Thénardier repitió, escandiendo la frase como si fuera un alejandrino antiguo:

—Al-a-gen-te-Ja-vert-lo-en-con-tra-ron-aho-ga-do-ba-jo-un-bar-co-de un-puente-que es-Le-Pont-au-Change.

—Pero ¡pruébalo!

Thénardier se sacó del bolsillo lateral un sobre grande de papel gris donde parecía haber hojas de varios tamaños dobladas.

—Tengo mi expediente —dijo, calmoso.

Y añadió:

—Señor barón, pensando en el interés de usted he querido conocer a fondo a Jean Valjean. Digo que Jean Valjean y Madeleine son el mismo hombre; y digo que Javert no tuvo más asesino que Javert, y si lo digo es porque tengo pruebas. No pruebas manuscritas, la escritura es sospechosa, la escritura es complaciente, sino pruebas impresas.

Mientras hablaba, Thénardier iba sacando del sobre dos ejemplares de periódico amarillentos, ajados y muy impregnados de tabaco. Uno de esos dos periódicos, roto por todos los dobleces y cayéndose a pedazos de forma cuadrada, parecía muy anterior al otro.

—Dos hechos, dos pruebas —dijo Thénardier. Y le alargó a Marius ambos periódicos abiertos.

Esos dos periódicos ya los conoce el lector. Uno, el más antiguo, un número de de 25 de julio de 1823, cuyo texto pudimos ver en la página 465 de la segunda parte de este libro, dejaba establecida la identidad del señor Madeleine y de Jean Valjean. El otro, un de 15 de junio de 1832, dejaba constancia del suicidio de Javert y añadía que se desprendía de un informe oral de Javert al prefecto que lo habían tenido prisionero en la barricada de la calle de La Chanvrerie y le debía la vida a la magnanimidad de uno de los insurrectos, quien, cuando lo estaba apuntando, en vez de descerrajarle un pistoletazo en la cabeza, disparó al aire.

Marius leyó. Había evidencia, fecha cierta y prueba irrefutable; esos dos periódicos no se habían imprimido ex profeso para refrendar las palabras de Thénardier; la nota que publicaba era un comunicado administrativo de la prefectura de policía. A Marius no podía caberle duda. Las informaciones del cajero eran falsas, y él se había equivocado. Jean Valjean, magnificado de pronto, salía de la nube. Marius no pudo contener una exclamación de alegría.

—Pero ¡entonces ese desventurado es un hombre admirable! ¡Toda esa fortuna era realmente suya! ¡Es Madeleine, la providencia de toda una comarca! ¡Es Jean Valjean, el salvador de Javert! ¡Es un héroe! ¡Es un santo!

—No es un santo y no es un héroe —dijo Thénardier—. Es un asesino y un ladrón.

Y añadió, con el tono de un hombre que empieza a notar que tiene cierta autoridad:

—Vamos a tranquilizarnos.

Ladrón, asesino, esas palabras, que Marius creía ya desaparecidas, pero volvían, le cayeron encima como una ducha helada.

—¡Otra vez! —dijo.

—Y siempre —dijo Thénardier—. Jean Valjean no robó a Madeleine, pero es un ladrón. No mató a Javert, pero es un asesino.

—¿Se está refiriendo —preguntó Marius— a ese robo insignificante de hace cuarenta años, que expió, como se desprende de esos mismos periódicos que tiene usted, con toda una vida de arrepentimiento, de abnegación y de virtud?

—Digo asesinato y robo, señor barón. Y repito que estoy hablando de hechos actuales. Lo que tengo que revelarle no lo sabe absolutamente nadie. Es algo inédito. Y, a lo mejor, encuentra usted ahí el origen de la fortuna que hábilmente le brindó Jean Valjean a la señora baronesa. Y digo hábilmente porque, con una donación de esa categoría, colarse en una casa honrada cuya vida acomodada podrá compartirse y, al tiempo, ocultar el delito, disfrutar del robo enterrando el nombre y haciéndose con una familia, no sería nada torpe.

—En este punto podría interrumpirle —comentó Marius—, pero siga.

—Señor barón, voy a decírselo todo y encomendaré la recompensa a su generosidad. Este secreto vale oro macizo. Me dirá usted: ¿y por qué no has ido a ver a Jean Valjean? Por una razón sencillísima: sé que se ha desprendido del dinero, y que se ha desprendido a favor de usted, y me parece una combinación ingeniosa; pero ya no tiene un céntimo, me pondría delante las manos vacías; y, como yo necesito algo de dinero para el viaje a La Joya, lo prefiero a usted, que tiene de todo, que a él, que no tiene nada. Estoy un poco cansado, permítame que tome asiento.

Marius se sentó y le indicó con el ademán que se sentara.

Thénardier se acomodó en una silla tapizada en capitoné, recogió los dos periódicos, volvió a meterlos en el sobre y susurró, dando golpecitos con la uña a «Éste me ha costado conseguirlo». Después, cruzó las piernas y se arrellanó, postura propia de las personas seguras de lo que están diciendo; y luego entró en materia, muy serio y recalcando las palabras:

—Señor barón, el 6 de junio de 1832, hace un año más o menos, el día de los disturbios, un hombre estaba en la Alcantarilla Mayor de París, por la parte en que la alcantarilla va a dar al Sena, entre el puente de Les Invalides y el puente de Iéna.

Marius acercó bruscamente la silla a la de Thénardier. Thénardier se fijó en el movimiento y prosiguió, con la calma de un orador que ha captado la atención del interlocutor y nota que el adversario palpita con cuanto él dice:

—Ese hombre, obligado a esconderse por razones ajenas, por lo demás, a la política, se había ido a vivir a las alcantarillas y tenía una llave. Era, repito, el 6 de junio; podían ser las ocho de la tarde. El hombre oyó ruido en la alcantarilla. Muy sorprendido, se puso a buen recaudo y al acecho. Era un ruido de pasos, alguien andaba en la oscuridad, iba hacia donde estaba él. Cosa extraña: había en la alcantarilla otro hombre además de él. La verja de salida no caía lejos. Algo de luz, que entraba por ella, le permitió reconocer al recién llegado y ver que ese hombre llevaba algo echado a la espalda. Andaba encorvado. El hombre que andaba encorvado era un ex presidiario y lo que llevaba a la espalda era un cadáver. Flagrante delito de asesinato donde los haya, En cuanto el robo, eso era algo que caía por su propio peso; no se mata gratis a un hombre. Ese presidiario iba a tirar el cadáver al río. Habría que reseñar algo: antes de llegar a la verja, ese presidiario, que había recorrido mucho trecho por las alcantarillas, había tenido que encontrarse forzosamente con una zanja espantosa donde aparentemente podría haber dejado el cadáver; pero, a la mañana siguiente, al trabajar en esa zanja, los poceros habrían dado con el hombre asesinado, y eso no le convenía al asesino. Prefirió cruzar la zanja con la carga, y debió de ser un esfuerzo horroroso; no podía haberse jugado más la vida; no entiendo que saliera vivo de ella.

Marius arrimó más aún la silla. Thénardier aprovechó para respirar hondo. Siguió diciendo:

—Señor barón, una alcantarilla no es Le Champ de Mars. Ahí carece uno de todo, e incluso de espacio. Cuando hay dos hombres en ella no les queda más remedio que encontrarse. Eso fue lo que ocurrió. El alojado y el transeúnte tuvieron que saludarse, con gran disgusto por parte de los dos. El transeúnte le dijo al alojado: . Ese presidiario era un hombre terrible. Imposible decirle que no. Pero, pese a todo, el que tenía la llave parlamentó, sólo para ganar tiempo. Miró al muerto, pero no pudo ver nada, sólo que era joven, bien vestido, con aspecto de rico, y muy desfigurado con la sangre. Mientras hablaban, se las apañó para rasgar y arrancar por detrás, sin que se diera cuenta el asesino, un trozo del frac del hombre asesinado. Pieza de convicción, ya me entiende; una forma de volver a encontrar el rastro de las cosas y de demostrarle el crimen al criminal. Se metió la pieza de convicción en el bolsillo. Luego, abrió la verja, dejó salir al hombre con su impedimenta a la espalda, volvió a cerrar la verja y se escabulló, porque no tenía interés alguno en tener algo que ver con la propina de la aventura ni, sobre todo, en estar presente cuando el asesino tirase al asesinado al río. Ahora lo entiende usted todo. El que llevaba el cadáver era Jean Valjean; el que tenía la llave está hablando con usted ahora mismo; y el trozo de frac…

Thénardier remató la frase sacándose del bolsillo y alzando a la altura de los ojos, sujeto entre los dos pulgares y los dos índices, un jirón de paño negro, destrozado y cubierto por completo de manchas oscuras.

Marius se había puesto de pie, pálido, casi sin aliento, clavando la vista en el trozo de paño negro y, sin decir palabra, sin quitarle ojo al harapo, retrocedía hacia la pared y, estirando hacia atrás la mano derecha, buscaba a tientas en esa pared una llave que estaba en la cerradura de una alacena, junto a la chimenea. Dio con la llave, abrió la alacena y metió el brazo sin mirar y sin apartar la mirada pasmada del trapo que Thénardier exhibía.

Entretanto, Thénardier seguía diciendo:

—Señor barón, tengo excelentes razones para creer que el joven asesinado era un opulento forastero a quien hizo caer Jean Valjean en una trampa y que llevaba consigo una cantidad elevadísima.

—¡El joven era yo, y éste es el frac! —gritó Marius. Y arrojo al suelo un frac negro viejo manchado de sangre.

Luego, arrebatándole de las manos a Thénardier el trozo de tela, se puso en cuclillas junto al frac y acercó al faldón destrozado el trozo desgarrado. El rasgón encajaba a la perfección, y el jirón completaba el frac.

Thénardier estaba petrificado. Pensó lo siguiente: «Me ha dejado de un aire».

Marius se incorporó, trémulo, desesperado, radiante.

Rebuscó en el bolsillo y se acercó, furioso, a Thénardier, enseñándole, y apoyándole casi en la cara, el puño, lleno de billetes de quinientos y de mil francos.

—¡Es usted un infame! Es usted un embustero, un calumniador y un facineroso. Venía a acusar a ese hombre y lo ha justificado; quería perderlo y sólo ha conseguido glorificarlo. ¡Y el ladrón es usted! ¡Y el asesino es usted! Yo lo vi, Thénardier, Jondrette, en aquel tugurio del bulevar de L’Hôpital. Sé bastante de usted para mandarlo a presidio, e incluso más allá, si quisiera. ¡Tenga, mil francos, grandísimo pillo!

Y le tiró un billete de mil francos a Thénardier.

—¡Ah, Jondrette, villano y sinvergüenza! ¡Que esto le sirva de lección, chamarilero de secretos, comerciante en misterios, husmeador de tinieblas, miserable! ¡Coja estos quinientos francos y salga de aquí! Waterloo lo protege.

—¡Waterloo! —masculló Thénardier, guardándose en el bolsillo los quinientos francos junto con los mil.

—¡Sí, asesino! Allí le salvó la vida a un coronel…

—A un general —dijo Thénardier, alzando la cabeza.

—¡A un coronel! —repitió Marius con indignación—. Por un general no daría ni un céntimo. ¡Y viene usted aquí con infamias! Le digo que ha cometido todos los crímenes. ¡Váyase! ¡Desaparezca! Y que le vaya bien, es todo lo que deseo. ¡Ah, monstruo! Tenga otros tres mil francos. Cójalos. Se marchará mañana mismo a América con su hija; porque su mujer se murió, abominable embustero. Ya me ocuparé yo de que se vaya, bandido, y en ese momento le daré veinte mil francos. ¡Lárguese con sus fechorías a otra parte!

—Señor barón —contestó Thénardier con una reverencia hasta el suelo—, le estaré agradecido eternamente.

Y Thénardier se fue, sin entender nada, estupefacto y encantado de que lo aplastasen tan gratamente con bolsas de oro y de que le hubiera caído en la cabeza un rayo de billetes de banco.

Lo habían fulminado, pero estaba contento; y le habría contrariado mucho contar con un pararrayos contra el rayo aquel.

Acabemos de una vez con este hombre. Dos días después de los acontecimientos que estamos refiriendo ahora mismo, salió para América, de lo que se ocupó Marius, con nombre falso y con su hija Azelma, llevando consigo un pagaré de veinte mil francos para la banca de Nueva York. La mísera catadura moral de Thénardier, el burgués frustrado, no tenía remedio; fue en América lo que había sido en Europa. El contacto con un hombre perverso basta a veces para pudrir una buena acción y conseguir que de ella salga algo malo. Con el dinero de Marius, Thénardier se hizo negrero.

No bien se hubo marchado Thénardier, Marius fue corriendo al jardín donde aún se estaba paseando Cosette.

—¡Cosette! ¡Cosette! —gritó—. ¡Ven! ¡Ven corriendo! Vámonos. ¡Basque, un coche! Ven, Cosette. ¡Ay, Dios mío! ¡Fue él quien me salvó la vida! ¡No perdamos ni un minuto! Ponte el chal.

Cosette pensó que se había vuelto loco, y obedeció.

Marius no respiraba, se ponía la mano en el corazón para contener los latidos. Iba y venía a zancadas, besaba a Cosette.

—¡Ah, Cosette! ¡Soy un desgraciado! —decía.

Marius estaba como loco. Empezaba a vislumbrar en aquel Jean Valjean a saber qué elevado y oscuro personaje. Veía una virtud inaudita, suprema y suave, humilde en su inmensidad. El presidiario se transfiguraba en Cristo. A Marius lo deslumbraba aquel prodigio. No sabía con exactitud qué estaba viendo, pero estaba viendo algo grande.

En un momento, tuvieron un coche delante de la puerta.

Marius hizo subir a Cosette y se metió él de un salto.

—Cochero —dijo—, al número 7 de la calle de L’Homme-Armé.

El coche de punto arrancó.

—¡Ay, qué felicidad! —dijo Cosette—. La calle de L’Homme-Armé. No me atrevía a decirte nada. Vamos a ver al señor Jean.

—¡A tu padre! Cosette, a tu padre más que nunca. Cosette, lo adivino. Me dijiste que nunca habías recibido la carta que te mandé con Gavroche. Caería en sus manos, Cosette, y fue a la barricada a salvarme. Como en él es una necesidad ser un ángel, de paso salvó a otros; salvó a Javert. Me salvó de ese abismo para entregarme a ti. Me llevó a la espalda en esa alcantarilla espantosa. ¡Ay, soy un monstruo de ingratitud! Cosette, después de ser tu providencia, fue la mía. Fíjate, había una zanja espantosa, como para ahogarse cien veces, ahogarse en barro, Cosette. Y la cruzó conmigo. Yo estaba desmayado; no veía nada, no oía nada, no podía saber nada de mi propia aventura. Vamos a llevarlo a casa, a llevárnoslo, lo quiera o no, ya no volverá a separarse de nosotros. ¡Con tal de que esté en casa! ¡Con tal de que lo encontremos! Voy a pasarme el resto de mi vida venerándolo. Sí, debe de ser eso, ¿sabes, Cosette? Gavroche tuvo que darle la carta a él. Todo está claro, ¿entiendes?

Cosette no entendía ni palabra.

—Tienes razón —le dijo.

El coche proseguía su camino.

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