Los miserables

Marius busca a una joven con sombrero y encuentra a un hombre con gorra

I

Marius busca a una joven con sombrero y encuentra a un hombre con gorra

Pasó el verano y, luego, el otoño; llegó el invierno. Ni el señor Leblanc ni la joven habían vuelto a Le Luxembourg. Marius no pensaba ya sino en una cosa, en volver a ver aquel rostro dulce y adorable. Seguía buscando; buscaba por doquier; no encontraba nada. Había dejado de ser Marius el soñador, el entusiasta, el hombre resuelto, ardiente y firme, el osado provocador del destino, la mente que edificaba porvenir sobre porvenir, la inteligencia joven cargada de planes, de proyectos, de orgullos, de ideas y de voluntades; era un perro perdido. Cayó en una tristeza oscurísima. Todo había concluido: el trabajo lo repelía, el paseo lo cansaba; tenía ahora ante sí la anchurosa naturaleza, tan repleta antaño de formas, de claridades, de voces, de consejos, de perspectivas, de horizontes, de enseñanzas, y estaba vacía. Le daba la impresión de que todo había desaparecido.

Seguía pensando, porque no podía evitarlo; pero ya no se complacía en esos pensamientos. A cuanto éstos le proponían continuamente por lo bajo, respondía en la sombra: «No merece la pena».

Se hacía cientos de reproches. ¿Por qué la seguí? ¡Era tan dichoso sólo con verla! Me miraba. ¿No era eso ya algo desmedido? Parecía que me quería. ¿Acaso no era un todo? ¿Qué quise conseguir? No hay nada más allá de eso. Fui absurdo. He tenido yo la culpa. Etc., Courfeyrac, a quien no le hacía confidencias, porque ésa era su forma de ser, pero que lo intuía todo hasta cierto punto, porque también era ésa su forma de ser, había empezado por darle la enhorabuena por estar enamorado, aunque asombrándose de ello, por lo demás; luego, viendo a Marius presa de aquella melancolía, acabó por decirle: «Ya veo que, sencillamente, has sido un borrico. Anda, vente a La Chaumière».

En una ocasión, fiándose de un estupendo sol de septiembre, Marius dejó que lo llevasen Courfeyrac, Bossuet y Grantaire al baile de Sceaux, con la esperanza, ¡vaya un sueño!, de encontrarla allí quizá. Por supuesto que no vio a la mujer a quien buscaba. «Y eso que aquí es donde se encuentra uno a todas las mujeres perdidas», refunfuñaba Grantaire para su capote. Marius dejó a sus amigos en el baile y se volvió a pie, solo, cansado, febril, con los ojos turbios y tristes en la oscuridad de la noche mientras lo aturdían a fuerza de ruido y polvo los alegres coches de punto repletos de personas que volvían cantando de la fiesta y pasaban por su lado, desalentado, respirando, para despejarse la cabeza, el áspero aroma de los nogales de la carretera.

Volvió a vivir cada vez más solo, extraviado, agobiado, entregado por completo a su tristeza interior, yendo y viniendo por su dolor como el lobo dentro de la trampa, buscando a la ausente por todas partes, atontado de amor.

En otra ocasión, tuvo un encuentro que le causó una impresión singular. Se cruzó por las callejuelas de los alrededores del bulevar de Les Invalides con un hombre vestido como un obrero y tocado con una gorra de visera larga por la que asomaban mechones de pelo muy blancos. A Marius le llamó la atención lo hermoso que era ese pelo blanco y miró fijamente al hombre que caminaba despacio y como absorto en una meditación dolorosa. Cosa curiosa, le pareció reconocer al señor Leblanc. Tenía el mismo pelo, el mismo perfil, dentro de lo que permitía apreciar la gorra, el mismo porte, aunque más triste. Pero ¿por qué esa ropa de obrero? ¿Qué quería decir eso? ¿Qué significaba ese disfraz? Marius se quedó muy asombrado. Cuando se recobró, su primer impulso fue seguir al hombre. ¿Quién sabe si no había dado por fin con el rastro que andaba buscando? En cualquier caso, tenía que volver a ver al hombre de cerca y aclarar el enigma. Pero cayó en la cuenta demasiado tarde; el hombre ya había desaparecido. Se había metido por una bocacalle y Marius no consiguió dar de nuevo con él. Este encuentro lo tuvo preocupado unos días y, luego, se le fue de la cabeza. «Bien pensado —se dijo—, probablemente no sería sino un parecido.»

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