Los miserables

Acaban los versos de Jean Prouvaire

V

Acaban los versos de Jean Prouvaire

Todos rodearon a Marius. Courfeyrac se le echó en los brazos.

—¡Estás aquí!

—¡Qué alegría! —dijo Combeferre.

—¡Qué a punto has llegado! —dijo Bossuet.

—De no ser por ti, estaría muerto —siguió diciendo Courfeyrac.

—De no ser por usted, me habrían dado para el pelo —añadió Gavroche.

Marius preguntó:

—¿Dónde está el jefe?

—Eres tú —dijo Enjolras.

Marius había tenido todo el día una hoguera en el cerebro; ahora era un torbellino. Le parecía que ese torbellino que llevaba dentro estaba fuera y lo arrastraba. Le daba la impresión de que estaba ya a una distancia inmensa de la vida. Los dos meses luminosos de júbilo y amor que había tenido desembocaban de pronto en ese abismo espantoso: la pérdida de Cosette, aquella barricada, el señor Mabeuf eligiendo la muerte en defensa de la República y él convertido en jefe de los insurrectos; todas esas cosas le parecían una pesadilla monstruosa. Tenía que hacer un esfuerzo mental para acordarse de que cuanto lo rodeaba era real. Marius había vivido aún demasiado poco para saber que nada es más inminente que lo imposible y que lo que hay que tener siempre previsto es lo imprevisto. Presenciaba su propio drama como una obra de teatro que no entendiera.

En esa bruma por la que pasaban las ideas, no reconoció a Javert, quien, atado al poste, no había movido ni la cabeza durante el ataque a la barricada y miraba bullir la revuelta en torno con la resignación de un mártir y la majestad de un juez. Marius ni se fijó en él.

En tanto, los asaltantes ya no se movían; se los oía andar y pulular al final de la calle, pero no se aventuraban a meterse en ella, bien porque estuvieran esperando órdenes, bien porque esperasen refuerzos antes de correr otra vez hacia aquel reducto inexpugnable. Los insurrectos apostaron centinelas, y unos cuantos, que eran estudiantes de medicina, empezaron a curar a los heridos.

Habían sacado las mesas de la taberna, con la excepción de dos mesas reservadas para las hilas y los cartuchos y de la mesa donde yacía Mabeuf; las añadieron a la barricada y las sustituyeron, en la sala de abajo, por los colchones de las camas de la viuda de Hucheloup y de las criadas. En esos colchones pusieron a los heridos. En cuanto a las tres infelices que vivían en Corinthe, nadie sabía qué había sido de ellas. Acabaron por encontrarlas escondidas en el sótano.

Un dolor tremendo ensombreció la alegría de haber despejado la barricada.

Pasaron lista y faltaba uno de los insurrectos. ¿Y cuál de ellos? Uno de los más queridos, uno de los más valientes. Jean Prouvaire. Lo buscaron entre los heridos; no estaba. Lo buscaron entre los muertos; no estaba. Quedaba claro que lo habían hecho prisionero.

Combeferre le dijo a Enjolras:

—Tienen a nuestro amigo y nosotros tenemos a su agente de la policía. ¿Tienes mucho empeño en matar al de la pasma?

—Sí —contestó Enjolras—, pero menos que en salvarle la vida a Jean Prouvaire.

Esto ocurría en la sala de abajo, junto al poste de Javert.

—Bueno —siguió diciendo Combeferre—, pues ataré el pañuelo al bastón e iré a parlamentar y a ofrecerles el cambio de su hombre por el nuestro.

—Escucha —dijo Enjolras, poniéndole la mano en el brazo a Combeferre.

Al final de la calle había un entrechocar de armas significativo.

Se oyó gritar a una voz viril:

—¡Viva Francia! ¡Viva el porvenir!

Reconocieron la voz de Prouvaire.

Brilló un relámpago y retumbó una detonación.

Luego, otra vez el silencio.

Enjolras miró a Javert y le dijo:

—Tus amigos acaban de fusilarte.

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