Los miserables

Solus cum solo, in loco remoto, non cogitabuntur orare pater noster

XIII

Marius, por muy absorto que estuviera, era, como ya hemos dicho, un carácter firme y enérgico. El hábito del recogimiento solitario, al desarrollar en él la simpatía y la compasión, habían hecho quizá que le fuera a menos la facultad de irritarse, pero había dejado intacta la facultad de indignarse; tenía la benevolencia de un brahmán y la severidad de un juez; se compadecía de un sapo, pero aplastaba una víbora. Ahora bien, el sitio al que acababa de bajar la vista era un nido de víboras; lo que tenía ante los ojos era un nido de monstruos.

—Hay que pisotear a esos miserables —se dijo.

No había quedado aclarado ninguno de los enigmas que tenía la esperanza de que se disiparan; antes bien, todos se habían vuelto, quizá, más densos; no sabía nada nuevo acerca de la hermosa joven de Le Luxembourg y del hombre a quien llamaba señor Leblanc; sólo que Jondrette los conocía. A través de las palabras tenebrosas que se habían pronunciado, no veía con claridad sino una cosa: que estaban preparando una encerrona misteriosa, pero terrible; que el padre y la hija corrían ambos un gran peligro, ella probablemente y el padre a ciencia cierta, que había que salvarlos, que había que burlar las intrigas abominables de los Jondrette y romperles la tela a esas arañas.

Estuvo un rato observando a la Jondrette. Había sacado de un rincón un hornillo viejo de chapa y estaba hurgando entre la chatarra.

Se bajó de la cómoda lo más despacio que pudo y teniendo buen cuidado de no hacer ruido alguno.

Aterrado con lo que se estaba preparando y lleno del espanto que le habían infundido los Jondrette, notaba algo así como una alegría al pensar que a lo mejor estaba en su mano hacerle un favor como aquél a la muchacha a la que amaba.

Pero ¿cómo actuar? ¿Avisar a las personas amenazadas? ¿Dónde dar con ellas? No sabía sus señas. Habían aparecido de un momento ante su vista y luego habían vuelto a sumirse en las gigantescas honduras de París. ¿Esperar al señor Leblanc en la puerta a las seis, cuando llegase, y avisarlo de la trampa? Pero Jondrette y su gente lo verían al acecho; la zona estaba desierta; serían más fuertes que él, darían con la forma de apresarlo o de alejarlo, y el hombre al que Marius quería salvar estaría perdido. Acababa de dar la una, la encerrona estaba preparada para las seis. Marius tenía cinco horas por delante.

Sólo quedaba una cosa por hacer.

Se puso la levita presentable, se anudó una bufanda al cuello, cogió el sombrero y salió sin hacer más ruido que si caminase descalzo por el musgo.

Por lo demás, la Jondrette seguía hurgando en los hierros viejos.

Una vez fuera de la casa, se fue hacia la calle de Le Petit-Banquier.

Había llegado más o menos al centro de la calle, junto a una tapia muy baja, que se puede salvar de una zancada en algunos tramos y da a un solar; andaba despacio porque estaba preocupado; la nieve le amortiguaba los pasos; de repente, oyó voces que hablaban muy cerca de él. Volvió la cabeza, la calle estaba desierta, no había nadie y, no obstante, oía las voces con toda claridad.

Se le ocurrió mirar por encima de la tapia junto a la que estaba pasando.

Había allí, efectivamente, dos hombres con la espalda apoyada en la pared, sentados en la nieve y hablando entre sí en voz baja.

Las caras de ambos le eran desconocidas. Uno era un hombre barbudo que vestía un blusón, y el otro un hombre de abundante melena y cubierto de andrajos. El barbudo llevaba un bonete griego y el otro iba con la cabeza al aire y tenía nieve en el pelo.

Asomando la cabeza por encima de ellos, Marius podía oír lo que decían.

El melenudo le daba con el codo al otro y decía:

—Con el culo del gato el asunto no puede fallar.

—¿Tú crees? —dijo el barbudo. Y el melenudo contestó:

—¡Nos caerá a cada uno un papiro de quinientos; y lo peor que nos puede caer son cinco años, seis años, diez como mucho!

El otro contestó con cierto titubeo y rascándose la cabeza por debajo del gorro griego:

—Ésa es la verdad. No puede uno ir en contra de esas cosas.

—Te digo que el asunto no puede fallar —repitió el melenudo—. Engancharán la tartana del compadre ese, como se llame.

Se pusieron luego a hablar de un melodrama que habían visto la víspera en el teatro de La Gaîté.

Marius siguió su camino.

La parecía que las palabras enigmáticas de aquellos hombres, tan curiosamente ocultos tras aquella tapia y sentados en la nieve, no eran quizá ajenas a los abominables proyectos de Jondrette. Ése debía de ser

Se encaminó hacia el barrio de Saint-Marceau y preguntó en la primera tienda con que se topó dónde había un comisario de policía.

Le indicaron la calle de Pontoise y el número 14.

Allá fue Marius.

Al pasar delante de una panadería, compró un pan de diez céntimos y se lo comió, pues preveía que no iba a cenar.

De camino, le hizo justicia a la Providencia. Pensó que, si no le hubiera dado los cinco francos por la mañana a la hija de Jondrette, habría ido tras el coche de punto del señor Leblanc, no se habría enterado de nada, nada se habría opuesto a la encerrona de los Jondrette y el señor Leblanc habría estado perdido, y su hija con él, seguramente.

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