Los miserables

El abuelo

XII

El abuelo

Basque y el portero habían trasladado al salón a Marius, que seguía tendido y sin moverse en el sofá donde lo habían dejado al llegar. Había acudido el médico, a quien habían ido a buscar. La señorita Gillenormand se había levantado.

La señorita Gillenormand iba y venía, espantada, juntando las manos e incapaz de hacer nada que no fuera decir: «Señor, ¿será posible?». Y añadía de vez en cuando: «¡Se va a poner todo perdido de sangre!». Cuando se le pasó el primer susto, le afloró a la mente cierta filosofía de la situación cuya manifestación fue la exclamación siguiente: «¡Tenía que acabar así la cosa!». No llegó a decir ese que es de rigor en las situaciones de este tipo.

Por orden del médico, se dispuso una cama de tijera junto al sofá. El médico reconoció a Marius y, tras comprobar que tenía pulso, que el herido no tenía en el pecho ninguna herida penetrante y que la sangre de la comisura de los labios venía de las fosas nasales, mandó que lo tendieran en la cama sin almohada, con la cabeza al mismo nivel que el cuerpo e incluso más baja y el pecho al aire para facilitar la respiración. La señorita Gillenormand, al ver que desnudaban a Marius, se retiró. Se fue a su cuarto a rezar el rosario.

No había en el torso ninguna lesión interior; una bala, cuyo impacto había amortiguado el portafolio, se había desviado y trazado alrededor de las costillas un desgarrón repulsivo, pero superficial y, por consiguiente, sin peligro. La larga caminata subterránea había acabado de dislocarle la clavícula y había por esa zona muchos desórdenes. En los brazos tenía heridas de sable. Ninguna cuchillada le desfiguraba el rostro; sin embargo, tenía la cabeza llena de cortes. ¿Qué pasaba con esas heridas de la cabeza? ¿Iban más allá del cuero cabelludo? ¿Afectaban al hueso? Aún no era posible decirlo. Un síntoma grave era que le habían hecho perder el sentido, y no siempre se despierta uno de desvanecimientos así. La hemorragia, además, había dejado agotado al herido. De cintura para abajo, la barricada había protegido esa parte del cuerpo.

Basque y Nicolette estaban haciendo tiras la ropa blanca y preparando vendas; Nicolette las cosía, Basque las enrollaba. Como no había hilas, el médico contuvo la sangre de las heridas de forma provisional con pellas de algodón. Junto a la cama, ardían tres velas encima de una mesa donde estaba abierto el maletín de cirujano. El médico le lavó la cara y el pelo a Marius con agua fría. Un cubo lleno se volvió rojo en un momento. El portero alumbraba, con la vela en la mano.

El médico parecía estar meditando melancólicamente. De vez en cuando negaba con la cabeza, como si contestase a alguna pregunta que se hacía en su fuero interno. Mala señal para el enfermo esos diálogos misteriosos del médico consigo mismo.

Cuando estaba el médico secando la cara y tocando levemente con el dedo los párpados, que seguían cerrados, se abrió una puerta al fondo del salón y apareció una cara alargada y pálida.

Era el abuelo.

Los disturbios habían tenido los dos últimos días muy inquieto, indignado y preocupado al señor Gillenormand. No había podido dormir la noche anterior y había estado con fiebre todo el día. Por la noche, se había acostado muy temprano, recomendando que cerrasen todo en la casa a cal y canto, y el cansancio lo había amodorrado.

El sueño de los ancianos es frágil; el dormitorio del señor Gillenormand era contiguo al salón y, por mucho cuidado que hubieran tenido, el ruido lo despertó. Sorprendido al ver una raja de luz en la puerta, se levantó de la cama y acudió a tientas.

Estaba en el umbral, con una mano en el picaporte de la puerta entornada, adelantando un tanto la cabeza temblona, con el cuerpo enfundado en una bata blanca, recta y sin pliegues, como un sudario, asombrado; parecía un fantasma mirando dentro de una tumba.

Divisó la cama y, en el colchón, a aquel joven, ensangrentado, blanco con blancura de cera, con los ojos cerrados, la boca abierta, los labios pálidos, desnudo de cintura para arriba, cubierto con los cortes de unas heridas bermejas, inmóvil bajo una luz fuerte.

El abuelo notó de pies a cabeza el escalofrío que pueden notar unos miembros osificados; le veló los ojos, cuyas córneas habían amarilleado con los años, algo así como un espejeo vidrioso; le asomaron por toda la cara en un instante los ángulos terrosos de una calavera; se le quedaron colgando los brazos como si se hubiera roto un resorte y el estupor se notó en la forma en que se le separaron los dedos de ambas manos, trémulas; las rodillas puntiagudas se le doblaron y le abrieron la bata, por la que asomaron aquellas pobres piernas desnudas cubiertas de vello blanco; y susurró:

—¡Marius!

—Señor —dijo Basque—, acaban de traer al señor. Fue a la barricada y…

—¡Y está muerto! —gritó el anciano con voz terrible—. ¡Ah, el muy bandido!

Entonces, algo parecido a una transfiguración sepulcral enderezó a ese centenario, tieso como un hombre joven.

—Caballero —dijo—, es usted el médico. Empiece por decirme una cosa. Está muerto, ¿verdad?

El médico, en el colmo de la ansiedad, se quedó callado.

El señor Gillenormand se retorció las manos con una carcajada espantosa.

—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Ha ido a que lo matasen a las barricadas! ¡Por odio a mí! ¡Lo ha hecho en contra mía! ¡Ah, el bebedor de sangre este! ¡Así es como me vuelve! ¡Miseria de mi vida, está muerto!

Se acercó a una ventana, la abrió de par en par como si se asfixiara y de pie, de cara a la noche, empezó a hablarle a la oscuridad de la calle:

—¡Acribillado, acuchillado, degollado, exterminado, destrozado, cortado a pedazos! ¡Hay que ver! ¡Qué bergante! ¡Sabía perfectamente que lo estaba esperando y que le había mandado preparar su cuarto, y que yo me había puesto a la cabecera de la cama su retrato de cuando era un niño pequeño! ¡Sabía perfectamente que podía volver cuando quisiera y que llevaba años llamándolo, y que me quedaba por las noches al amor de la lumbre con las manos en las rodillas, sin saber qué hacer, y que me estaba volviendo tonto! ¡Sabías perfectamente que bastaba con que volvieras y dijeses: Aquí estoy, para ser el amo de la casa, y que yo te obedecería y que harías lo que te diera la gana con este viejo imbécil de tu abuelo! Lo sabías perfectamente, y dijiste: ¡No, que es un monárquico, no iré! ¡Y te fuiste a las barricadas a que te matasen por pura maldad! ¡Para vengarte de lo que te había dicho yo del duque de Berry! ¡Menuda infamia! ¡Os podéis ir a dormir tan tranquilos! Está muerto. Éste ha sido mi despertar.

El médico, que estaba empezando a preocuparse por partida doble, dejó de atender a Marius un momento, se acercó al señor Gillenormand y lo cogió del brazo. El abuelo se volvió, lo miró con unos ojos que parecían más grandes e inyectados en sangre y le dijo con mucha calma:

—Muchas gracias, caballero. Estoy tranquilo, soy un hombre, vi la muerte de Luis XVI, sé apechar con los acontecimientos. Hay algo tremendo, y es pensar que han sido esos periódicos suyos los causantes de todo el daño. ¡Tendrán escritorzuelos, picos de oro, abogados, oradores, tribunos, discusiones, progresos, luces, derechos del hombre, libertad de prensa, y así es como les llevarán a sus hijos a casa! ¡Ah, Marius, qué cosa tan abominable! ¡Te han matado y mueres antes que yo! ¡Una barricada! ¡Ah, el muy bandido! Doctor, ¿vive usted en el barrio, creo? Sí, si lo conozco muy bien. Veo pasar su cabriolé desde la ventana. Voy a decirle una cosa. Está en un error si cree que estoy enfadado. No se puede uno enfadar con un muerto. Sería una estupidez. Yo crié a este niño. Era ya viejo cuando él era aún muy pequeño. Jugaba en Les Tuileries con su palita y su sillita y para que los inspectores no lo riñeran yo iba tapando sobre la marcha con el bastón los agujeros que hacía en el suelo con la pala. Un día gritó: ¡Abajo Luis XVIII! Y se fue. No fue culpa mía. Era tan sonrosado y tan rubio. Su madre se murió. ¿Se ha fijado en que todos los niños pequeños son rubios? ¿De qué dependerá? Es el hijo de uno de esos bandidos del Loira, pero los hijos son inocentes de los crímenes de los padres. Me acuerdo cuando era así de pequeño. No conseguía pronunciar la . Tenía una forma de hablar tan dulce y tan incomprensible que parecía un pájaro. ¡Me acuerdo de que en una ocasión, delante del Hércules Farnesio, la gente hacía corro para asombrarse y admirarlo, de guapo que era aquel niño! Con una cara como las que se ven en los cuadros. Yo sacaba mi vozarrón y con el bastón le metía miedo, pero él sabía que era en broma. Por las mañanas, cuando entraba en mi cuarto, refunfuñaba, pero me parecía que entraba el sol. No puede uno defenderse de esos arrapiezos. Te pescan, te agarran, ya no te sueltan. ¡La verdad es que no había niño tan adorable como éste! ¿Qué dicen ahora de todos esos Lafayette y Benjamin Constant y Tirecuir de Corcelles suyos, que me lo han matado? Esto no se puede quedar así.

Se acercó a Marius, que seguía lívido e inerte, y junto a quien había regresado el médico, y volvió a retorcerse los brazos. Al anciano se le movían los labios de forma automática y dejaban pasar, como hálitos en un estertor, palabras casi indistintas que apenas se oían. «¡Ah, desnaturalizado! ¡Ah, carne de club! ¡Ah, bellaco! ¡Ah, septembrista.» Reproches en voz baja de un agonizante a un cadáver.

Poco a poco, como las erupciones interiores deben salir siempre al exterior, volvieron a encadenarse las palabras, pero el abuelo parecía no tener ya fuerzas para decirlas; tenía la voz tan sorda y apagada que parecía venir de la orilla opuesta del abismo.

—La verdad es que me da lo mismo, yo también voy a morirme. ¡Y pensar que en París no habrá ni una pícara que no hubiera sido dichosa haciendo feliz a este miserable! ¡Un pillo que, en vez de divertirse y de disfrutar de la vida, fue a pelear y a que lo ametrallasen como a un animal! ¿Y por quién? ¿Y por qué? ¡Por la República! ¡En vez de irse a bailar a La Chaumière, que es la obligación de los jóvenes! ¡Mira que no aprovechar los veinte años! ¡La República, vaya maldita tontería! ¡Pobres madres! ¿Para eso paren guapos mozos? Nada, que está muerto. Así se juntarán dos entierros en la puerta cochera. ¡Así que esto es lo que has querido que te hicieran por la cara bonita del general Lamarque! Pero ¿qué te iba ni te venía a ti el general Lamarque? ¡Un soldadote! ¡Un charlatán! ¡Ir uno a que lo maten por un muerto! ¿No es para volverse loco? ¡A ver quién puede entenderlo! ¡A los veinte años! ¡Y sin volver la cabeza para ver si se estaba dejando algo atrás! Resulta que ahora a los viejos no les queda más remedio que morirse a solas. ¡Revienta en un rincón, búho! Bien está, por cierto, me alegro, es lo que estaba esperando, así me moriré de golpe. Soy ya demasiado viejo, tengo cien años, tengo cien mil años, hace mucho que me he ganado el derecho de estar muerto. ¡De ésta lo consigo! ¡Así que se acabó! ¡Qué gusto! ¿Para qué anda usted dándole a respirar amoniaco y todo ese montón de medicinas? ¡Qué imbécil de médico! ¡Está perdiendo el tiempo! Venga, que está muerto y bien muerto. Si lo sabré yo, que también estoy muerto. Y que no ha hecho las cosas a medias. Sí, estamos viviendo unos tiempos infames, infames, infames; y eso es lo que opino de vosotros, de vuestras ideas, de vuestros sistemas, de vuestros maestros, de vuestros oráculos, de vuestros doctores, de esos sinvergüenzas de escritores vuestros, de esos bellacos de filósofos vuestros, y de todas esas revoluciones que llevan espantando desde hace sesenta años a las bandadas de cuervos de Les Tuileries! Y ya que has sido tan despiadado que has ido a que te matasen así, no pienso ni apenarme por tu muerte, ¿te enteras, asesino?

En ese momento, Marius alzó despacio los párpados y le tropezó la mirada, que aún velaba el pasmo letárgico, con el señor Gillenormand.

—¡Marius! —gritó el anciano—. ¡Marius, Marius mío! ¡Mi niño! ¡Mi hijo queridísimo! Abres los ojos, me miras, estás vivo. ¡Gracias!

Y cayó desmayado.

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