Los miserables

Orestes en ayunas y Pílades borracho

XXIII

Orestes en ayunas y Pílades borracho

Por fin, haciéndose estribo unos a otros con las manos, ayudándose del esqueleto de la escalera, trepando por las paredes, agarrándose al techo, malhiriendo en el filo mismo de la trampilla a los últimos que resistían, alrededor de veinte asediantes, soldados, guardias nacionales, guardias municipales, todos revueltos, la mayoría con el rostro desfigurado por las heridas de aquella ascensión fatídica, irrumpieron en la sala del primer piso. Allí no quedaba ya sino un hombre en pie, Enjolras. Sin cartuchos, sin espada, sólo tenía en la mano el cañón de la carabina cuya culata les había roto en la cabeza a los que habían ido entrando. Había interpuesto entre los asaltantes y él la mesa de billar; había retrocedido hasta una esquina de la sala y allí, con mirada altanera y la cabeza enhiesta, con aquel trozo de arma en la mano, resultaba aún lo bastante temible para que hubiera un espacio vacío a su alrededor. Se alzó un grito:

—Es el jefe. Fue él quien mató al artillero. Si se ha metido ahí, bien está ahí. Que se quede donde está. Vamos a fusilarlo aquí mismo.

—Fusiladme —dijo Enjolras.

Y tirando el trozo de carabina y cruzando los brazos, presentó el pecho.

La audacia de quien sabe morir siempre conmueve a los hombres. No bien hubo cruzado los brazos Enjolras, aceptando el final, cesó en la sala el estruendo de la lucha y aquel caos se apaciguó repentinamente para convertirse en algo así como una solemnidad sepulcral. Era como si el peso de la majestuosidad amenazadora de Enjolras, desarmado e inmóvil, cayera sobre aquel tumulto y bastase la autoridad de la mirada serena de aquel joven, el único que no tenía herida alguna, soberbio, ensangrentado, encantador, indiferente como si fuese invulnerable, para obligar a ese tropel siniestro a matarlo con respeto. Su apostura, que en aquellos momentos el orgullo hacía parecer mayor aún, era un fulgor; y como si, de la misma forma que no habían podido herirlo, no pudiera estar cansado tras aquellas veinticuatro horas espantosas que acababan de transcurrir, seguía bermejo y sonrosado. A él quizá era a quien se refería tiempo después, ante el consejo de guerra, un testigo, al decir: «Había un insurrecto a quien oí que llamaban Apolo». Un guardia nacional, que estaba apuntando a Enjolras, bajó el arma diciendo: «Me da la impresión de que voy a fusilar una flor».

Doce hombres formaron un pelotón en la esquina opuesta a aquella en que estaba Enjolras y prepararon los fusiles en silencio.

Luego, un sargento gritó:

—¡Apunten!

Un oficial intervino.

—Esperen.

Y le preguntó a Enjolras:

—¿Quiere que le venden los ojos?

—No.

—¿Fue usted quien mató al sargento de artillería?

—Sí.

Grantaire llevaba despierto unos momentos.

Recordemos que Grantaire llevaba desde la víspera durmiendo en la sala de arriba de la taberna, sentado en una silla y desplomado encima de una mesa.

Era la consumación, en toda su plenitud, de la antigua metáfora: difunto de taberna. El repugnante filtro de ajenjo, cerveza negra y alcohol lo había sumido en un letargo. Como la mesa era pequeña y no servía para la barricada, se la habían dejado. Seguía en la misma postura, con el pecho doblado sobre la mesa, la cabeza apoyada de plano en los brazos, rodeado de vasos, de jarros y de botellas. Dormía con el aplanamiento del sueño del oso aletargado y de la sanguijuela ahíta. De nada habían valido ni el tiroteo, ni las balas de cañón, ni la metralla que entraba por la ventana en la sala donde estaba, ni el prodigioso estruendo del asalto. Sólo respondía a veces a los cañonazos con un ronquido. Parecía estar esperando a que una bala lo librase del trabajo de despertarse. Yacían a su alrededor varios cadáveres y, de entrada, nada lo diferenciaba de esos que dormían el profundo sueño de la muerte.

El ruido no despierta a un borracho; el silencio sí lo despierta. Esa singularidad se ha observado más de una vez. Que todo se desplomase en torno acrecentaba el anonadamiento de Grantaire; los derrumbamientos lo acunaban. Esa especie de tregua del tumulto cuando ese tumulto se enfrentó a Enjolras le dio una sacudida a aquel sueño tan pesado. Algo así es lo que sucede cuando un coche que va al galope se para en seco. Los que van amodorrados se despiertan. Grantaire se enderezó, sobresaltado, estiró los brazos, se frotó los ojos, miró, bostezó y cayó en la cuenta de lo que sucedía.

La borrachera que concluye se parece a una cortina que se rasga. Vemos de forma global y con una única ojeada todo cuanto ocultaba esa cortina. De pronto, todo se brinda a la memoria; y el borracho, que no sabe nada de cuanto ha sucedido en las últimas veinticuatro horas, ya está al tanto de todo no bien abre los párpados. Le vuelven las ideas con una lucidez brusca; se disipa lo borroso de la embriaguez, que es como un vaho que le tenía cegado el cerebro, y cede el sitio a la obsesión clara y nítida de las realidades.

Como estaba metido en un rincón y algo así como protegido tras la mesa de billar, los soldados, con la vista clavada en Enjolras, no habían visto a Grantaire y el sargento se preparaba a repetir la orden: «¡Apunten!» cuando de pronto oyeron una voz recia que gritaba muy cerca:

—¡Viva la República! Yo también soy de esta guerra.

Grantaire se había puesto de pie.

El gigantesco resplandor de todo el combate que se había perdido y en que no había participado le asomó a los ojos brillantes al borracho transfigurado.

Repitió: «¡Viva la República!», cruzó la sala con paso firme y fue a colocarse frente a los fusiles, de pie, junto a Enjolras.

—Dos pájaros de un tiro —dijo.

Y, volviéndose hacia Enjolras, le preguntó con voz dulce:

—¿Me permites?

Enjolras le estrechó la mano sonriendo.

Aún no se le había borrado la sonrisa cuando estalló la detonación.

Enjolras, a quien atravesaron ocho disparos, se quedó pegado de espaldas a la pared, como si las balas lo hubieran clavado en ella. Inclinó la cabeza y nada más.

Grantaire, fulminado, cayó a sus pies.

Pocos momentos después, los soldados expulsaban de los altos de la casa a los últimos insurrectos que habían buscado refugio allí. Disparaban en la buhardilla a través de un enrejado de madera. Hubo lucha en los sotabancos. Arrojaban cuerpos por las ventanas, algunos vivos aún. A dos soldados del cuerpo de cazadores que estaban intentando poner de pie el ómnibus destrozado los mataron dos disparos de carabina que dispararon desde las buhardillas. Un hombre que vestía un blusón y a quien arrojaron desde esas buhardillas con un bayonetazo en el vientre agonizaba entre estertores en el suelo. Un soldado y un insurrecto resbalaban juntos por las tejas en pendiente y no querían soltarse; y caían abrazados en un abrazo feroz. Los mismos combates había en el sótano. Gritos, disparos, pisadas fieras. Luego, el silencio. Habían tomado la barricada.

Los soldados empezaron a registrar las casas de las inmediaciones y a perseguir a los fugitivos.

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