Los miserables

La señora Victurnien se gasta treinta y cinco francos en aras de las buenas costumbres

VIII

La señora Victurnien se gasta treinta y cinco francos en aras de las buenas costumbres

Cuando Fantine vio que podía vivir, tuvo un arrebato de alegría. ¡Vivir honradamente del trabajo, qué merced del cielo! Recobró en serio el gusto por el trabajo. Se compró un espejo, se alegró de ver en él su juventud, su bonito pelo y sus bonitos dientes, se le olvidaron muchas cosas, no pensó ya sino en su Cosette y en el porvenir posible y fue casi feliz. Alquiló una habitacioncita y la amuebló a crédito a cuenta del trabajo futuro, un resto de sus hábitos de desorden.

Como no podía decir que estaba casada, tuvo buen cuidado, como hemos insinuado ya, de no mencionar a su niña.

En esos comienzos, ya lo hemos visto, pagaba con regularidad a los Thénardier. Como no sabía más que firmar, no le quedaba más remedio que recurrir al escribano para escribirles.

Escribía con frecuencia. Y llamó la atención. Empezaron a decir por lo bajo en el taller de mujeres que Fantine «escribía cartas» y que «hacía cosas raras».

No hay nadie que más espíe lo que hace la gente que aquellos a quienes ni les va ni les viene. «¿Por qué no vuelve nunca ese señor hasta que ya es casi de noche? ¿Por qué Fulanito de Tal no deja nunca la llave colgada del clavo los jueves? ¿Por qué va siempre por las calles estrechas? ¿Por qué esa señora se baja siempre del coche de punto antes de llegar a su puerta? ¿Por qué manda a comprar un bloc de papel de cartas si “tiene hojas a porrillo en la caja de papel de cartas”?», etc., Hay personas que, para enterarse de la clave de esos enigmas, que, por lo demás, no van con ellos en absoluto, gastan más dinero, le echan más tiempo y se toman más trabajo de los que necesitarían para llevar a cabo diez buenas obras; y todo ello gratuitamente, por gusto, sin que nada los compense de esa curiosidad sino la curiosidad misma. Se pasarán días enteros siguiendo a éste o a aquélla, se quedarán horas de plantón en las esquinas, debajo de portones de verjas, de noche, con frío y con lluvia, corromperán a recaderos, emborracharán a cocheros de punto y a lacayos, pagarán a una doncella, comprarán a un portero. ¿Para qué? Para nada. Pura cabezonería de ver, de saber, de enterarse. Pura comezón por contarlo. Y, con frecuencia, cuando se saben esos secretos, cuando se publican esos misterios, cuando salen a la luz del día esos enigmas, suceden catástrofes, duelos, quiebras; hay familias que se arruinan, existencias destrozadas para mayor regocijo de quienes «lo han descubierto todo» sin interés alguno y sólo por puro instinto. ¡Qué cosa más triste!

Algunas personas son malas sólo por necesidad de hablar. Su conversación, charla de salón, cotorreo de antecámara, es como esas chimeneas que queman deprisa la leña; necesitan mucho combustible; y el combustible es el prójimo.

Así que hubo quien observó a Fantine.

De propina, más de una le tenía envidia por aquel pelo rubio y aquellos dientes blancos.

Se percataron de que en el taller, mezclada con las otras, volvía la cara con frecuencia para secarse una lágrima. Le sucedía cuando se acordaba de su niña; quizá también del hombre al que había querido.

Cortar con las sombrías ataduras del pasado era una tarea dolorosa.

Comprobaron que escribía por lo menos dos veces al mes, siempre a las mismas señas, y que franqueaba la carta. Consiguieron esas señas: . Le tiraron de la lengua en la taberna al escribano, un viejo que no podía llenarse el estómago de vino tinto sin vaciarse de secretos los bolsillos. En resumidas cuentas, se enteraron de que Fantine tenía una hija. «Debía de ser una cualquiera.» Y hubo una comadre que fue a Montfermeil, habló con los Thénardier y dijo al volver: «Me habrá costado treinta y cinco francos, pero ya está todo claro. ¡He visto a la niña!».

La comadre que hizo tal cosa era una Gorgona que se llamaba señora Victurnien y era la guardiana y la portera de la decencia de todo el mundo. La señora Victurnien tenía cincuenta y seis años y a la careta de la fealdad sumaba la careta de la vejez. Hablaba como si balase y era de mente capricante. Cosa asombrosa: aquella vieja había sido joven. En su juventud, en 1793 sin ir más lejos, se casó con un monje que había huido del claustro calándose un gorro rojo y se había pasado de los bernardos a los jacobinos. Era reseca, rasposa, ríspida, punzante y pinchuda, casi venenosa, sin haber echado al olvido a aquel monje del que era viuda y que la había domado y doblegado no poco. Era una ortiga a la que se le notaba el roce del hábito. Tras la Restauración se había vuelto beata, y con tantos bríos que los curas le habían perdonado la boda con el monje. Tenía una finquita y se le llenaba la boca diciendo que se la legaría a una comunidad religiosa. Estaba muy bien vista en el obispado de Arras. Así que aquella señora Victurnien fue a Montfermeil y volvió diciendo: «He visto a la niña».

Todo lo dicho llevó tiempo. Fantine llevaba más de un año en la fábrica cuando una mañana la vigilante del taller le dio, de parte del alcalde, cincuenta francos y le dijo que ya no formaba parte de las operarias del taller, al tiempo que la animaba, de parte del alcalde, a irse de la comarca.

Sucedió precisamente en el mismo mes en que los Thénardier, tras haber pedido doce francos en vez de seis, acababan de exigir quince francos en vez de doce.

Fantine se quedó aterrada. No podía irse de la comarca, debía el alquiler y los muebles. Cincuenta francos no bastaban para pagar la deuda. Balbució unas cuantas palabras suplicantes. La vigilante le comunicó que tenía que irse en el acto del taller. Por lo demás, Fantine era una operaria mediocre. Agobiada más aún de vergüenza que de desesperación, se fue del taller y volvió a su habitación. ¡Así que ahora todo el mundo estaba al tanto de su pecado!

No se sintió con fuerzas para añadir ni una palabra. Le aconsejaron que fuera a ver al señor alcalde; no se atrevió. El señor alcalde le daba cincuenta francos porque era bueno y la despedía porque era justo. Se resignó a esa sentencia.

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