Los miserables

Donde se trata de la forma de entrar en el convento

I

Donde se trata de la forma de entrar en el convento

En ese convento es donde Jean Valjean, en palabras de Fauchelevent, había «caído del cielo».

Había saltado la tapia del jardín que hacía esquina a la calle de Polonceau. Aquel himno angélico que había oído en plena noche eran las monjas cantando maitines; aquella sala que había visto a medias en la oscuridad era la capilla; aquel fantasma que había visto tirado en el suelo era la hermana que estaba haciendo el desagravio; aquel cascabel cuyo ruido le había causado tanta extrañeza era el cascabel del jardinero atado a la rodilla de Fauchelevent.

Tras acostar a Cosette, Jean Valjean y Fauchelevent, como ya hemos visto, cenaron un vaso de vino y un trozo de queso delante de un buen fuego; pero la única cama de la cabaña la ocupaba Cosette, así que se echaron ambos en sendos haces de paja. Antes de cerrar los ojos, Jean Valjean había dicho: «Ahora tengo que quedarme aquí». Aquella frase le estuvo dando vueltas toda la noche por la cabeza a Fauchelevent.

A decir verdad, no durmieron ninguno de los dos.

Jean Valjean, al darse cuenta de que lo habían encontrado y de que Javert andaba tras su pista, sabía que tanto él como Cosette estaban perdidos si volvían a París. Ya que la nueva ráfaga de viento que acababa de empujarlo lo había hecho naufragar en aquel claustro, Jean Valjean en lo único que pensaba ya era en no moverse de él. Ahora bien, para un desventurado en sus circunstancias, aquel convento era al tiempo el lugar más peligroso y el más seguro; el más peligroso porque, ya que ningún hombre podía entrar en él, si lo encontraban lo cogían en flagrante delito, y para Jean Valjean sólo habría un paso del convento a la cárcel; y el más seguro porque, si conseguía que lo admitieran y quedarse a vivir allí, ¿quién iba a ir a buscarlo a aquel lugar? La salvación consistía en vivir en un sitio imposible.

Por su parte, Fauchelevent se estaba devanando los sesos. Empezaba por decirse que no entendía nada. Con unas tapias como aquéllas, ¿cómo estaba allí el señor Madeleine? No se pueden sortear de una zancada las tapias de un claustro. ¿Y cómo es que estaba allí con una niña? No se puede escalar una pared cortada a pico con una niña en brazos. ¿Quién era esa niña? ¿De dónde venían los dos? Desde que Fauchelevent había llegado al convento, no había vuelto a oír hablar de Montreuil-sur-Mer y no sabía nada de cuanto había sucedido. El señor Madeleine tenía una expresión de esas que no animan a hacer preguntas; y, además, Fauchelevent se decía: «A un santo no se le hacen preguntas». El señor Madeleine seguía conservando íntegro su prestigio para él. Pero, por algunas palabras que se le habían escapado a Jean Valjean, al jardinero le pareció que podía llegar a la conclusión de que seguramente el señor Madeleine había quebrado, ya que corrían unos tiempos muy duros, y que lo perseguían sus acreedores; o que se había comprometido en algún asunto político y se andaba escondiendo, cosa que no disgustó a Fauchelevent, que, como muchos de nuestros campesinos del norte de Francia, conservaba simpatías bonapartistas. Al buscar un sitio donde esconderse, el señor Madeleine había elegido el asilo del convento, y era normal que quisiera quedarse. Pero lo inexplicable, el hecho al que Fauchelevent volvía una y otra vez y contra el que se daba de cabezazos, era que el señor Madeleine estuviera allí y que estuviera con aquella niña. Fauchelevent los veía, los tocaba, les hablaba y no se lo acababa de creer. Lo incompresible acababa de entrar en la cabaña de Fauchelevent. Fauchelevent conjeturaba a tientas y lo único que veía claro era lo siguiente: el señor Madeleine me salvó la vida. Sólo con aquella certidumbre ya le bastaba, y le hizo tomar una decisión. Se dijo para sus adentros: «Ahora me toca a mí». Y añadió, en conciencia: «El señor Madeleine no se lo pensó tanto cuando tuvo que meterse debajo del carro para sacarme». Decidió que salvaría al señor Madeleine.

Se hizo, no obstante, varias preguntas y se dio varias respuestas: «Después de lo que hizo por mí, si fuera un ladrón, ¿lo salvaría? Pues sí. Si fuera un asesino, ¿lo salvaría? Pues sí. Y como es un santo, ¿lo salvaré? Pues sí».

Pero lo de conseguir que se quedase en el convento, ¡menudo problema! Ante aquel intento casi quimérico, Fauchelevent no se arredró; aquel humilde campesino picardo, sin más escala que su abnegación, su buena voluntad y algo de su vieja astucia campesina, puesta esta vez al servicio de una intención generosa, emprendió la escalada de las imposibilidades de la clausura y las abruptas escarpaduras de la regla de san Benito. Fauchelevent era un viejo que había sido egoísta toda la vida y a quien, al final de sus días, cojo, inválido, sin tener ya apego alguno al mundo, le pareció grato ser agradecido y, al ver que podía llevar a cabo un acto virtuoso, se aferró a él como un hombre que, en el instante de morir, encontrase a mano una copa de un vino bueno que nunca hubiera probado y lo bebiera con avidez. Podemos añadir que el aire que llevaba ya varios años respirando en aquel convento le había socavado la personalidad y había acabado por infundirle la necesidad de hacer una buena obra, fuera cual fuera.

Tomó, pues, una resolución: consagrarse en cuerpo y alma al señor Madeleine.

Acabamos de decir que era un . Es una calificación acertada, pero incompleta. En el punto al que hemos llegado en esta historia, no nos vendrá mal hablar algo de la fisiología de Fauchelevent. Era campesino, pero había sido escribiente, lo que sumaba triquiñuelas a su astucia e intuición a su candidez. Tras haberle ido mal en los negocios por causas varias, de escribiente había ido bajando a carretero y peón. Pero, pese a las blasfemias y los latigazos que requieren los caballos, le había quedado, por lo visto, algo del escribiente. Tenía incluso cierta inteligencia natural; no hablaba mal; podía mantener una conversación, cosa infrecuente en el pueblo; y los demás campesinos decían de él: habla casi como un señor de sombrero. Fauchelevent pertenecía, efectivamente, a esa categoría a la que el vocabulario impertinente y superficial del siglo pasado tildaba de y que las metáforas que el castillo aplicaba a la choza clasificaban en el casillero de los plebeyos: Fauchelevent, aunque la suerte lo había tratado mal y lo tenía muy gastado, una pobre alma vieja a la que se le veía la trama, era, no obstante, hombre de reacciones espontáneas y se atenía a lo que le salía de dentro: virtud valiosa que impide la maldad. Los defectos y los vicios, y los había tenido, fueron superficiales; en pocas palabras, tenía una de esas fisonomías que le caen bien al observador. En aquel rostro anciano no había ninguna de esas enfadosas arrugas en la parte de arriba de la frente que indican maldad o necedad.

Con las claras del alba, tras mucho pensar, Fauchelevent abrió los ojos y vio al señor Madeleine, sentado en su haz de paja, mirando dormir a Cosette. Fauchelevent se incorporó, se sentó y dijo:

—Ahora que ya está aquí, ¿cómo se las va a apañar para entrar?

Aquella frase resumía la situación y sacó a Jean Valjean de su ensimismamiento.

Los dos hombres celebraron consejo.

—En primer lugar —dijo Fauchelevent—, tiene que empezar por no poner los pies fuera de este cuarto, ni la niña tampoco. Si da un paso por el jardín, estamos frescos.

—Tiene razón.

—Señor Madeleine —siguió diciendo Fauchelevent—, ha llegado en muy buen momento, o sea, malo, quiero decir; una de las madres está muy enferma. Así que no se fijarán mucho en lo que pasa por aquí. Por lo visto, se está muriendo. Le rezan las Cuarenta Horas. Toda la comunidad está en vilo. Así que están ocupadas. La que se está yendo es una santa. La verdad es que aquí todos somos unos santos. La única diferencia que hay entre ellas y yo es que ellas dicen: nuestra celda y yo digo: mi chiscón. Habrá oraciones por los agonizantes y, luego, oraciones de difuntos. Por hoy estaremos tranquilos aquí; pero no respondo de mañana.

—Pero, sin embargo —comentó Jean Valjean—, esta cabaña está en el entrante de la tapia, la tapan algo así como unas ruinas, hay árboles, no se la ve desde el convento.

—Y añadiré que las monjas no se acercan nunca por aquí.

—¿Y entonces? —dijo Jean Valjean.

El punto de interrogación que daba entonación a ese: ¿Y entonces? quería decir: Me parece que uno puede esconderse aquí. A ese punto de interrogación fue al que respondió Fauchelevent al decir:

—Están las niñas.

—¿Qué niñas? —preguntó Jean Valjean.

Según estaba abriendo la boca Fauchelevent para explicar lo que acababa de decir, sonó de repente una campana.

—Ya se ha muerto la monja —dijo—. Están tocando a muerto.

Le hizo una seña a Jean Valjean para que atendiera.

La campana volvió a sonar.

—Está doblando la campana, señor Madeleine. Dará un toque cada minuto durante veinticuatro horas, hasta que salga el cuerpo de la iglesia. Es que las niñas juegan, ¿sabe? En los recreos, basta con que una pelota salga rodando para que se presenten aquí, aunque lo tienen prohibido, para buscar y revolver por todas partes. Son unos demonios esos querubines.

—¿Quiénes? —preguntó Jean Valjean.

—Las niñas. Seguro que lo descubrían enseguida. Gritarían: «¡Anda! ¡Un hombre!». Pero hoy no hay peligro. No habrá recreo. Todo el día se irá en rezos. Ya está oyendo la campana. Como le decía, un toque por minuto. Tocan a muerto.

—Ya me hago cargo, Fauchelevent. Hay internas.

Y Jean Valjean pensó para sus adentros:

—Sería la solución para la educación de Cosette.

Fauchelevent exclamó:

—¡Ya lo creo que hay internas! ¡Menudo guirigay formarían si lo vieran! ¡Y saldrían corriendo! En esta casa ser hombre es como ser un apestado. Ya ve que me atan un cascabel a la pata como si fuera un animal feroz.

Jean Valjean pensaba más y más.

—Este convento sería nuestra salvación —mascullaba. Luego, dijo en voz alta:

»Sí; lo difícil es quedarse aquí.

—No —dijo Fauchelevent—, lo difícil es salir.

Jean Valjean notó que se quedaba sin sangre en las venas.

—¡Salir!

—Sí, señor Madeleine, para entrar, primero tiene que salir.

Y, tras callar hasta que volvió a doblar la campana, Fauchelevent siguió diciendo:

—No puede aparecer usted aquí dentro así como así. ¿De dónde ha salido? Para mí, ha caído del cielo, porque lo conozco; pero las monjas quieren que la gente entre por la puerta.

De repente se oyó el toque, un tanto enrevesado, de otra campana.

—¡Ah! —dijo Fauchelevent—, llaman a capítulo a las madres vocales. Siempre se celebra capítulo cuando se muere alguien. La monja se ha muerto al despuntar el día. La gente suele morirse al despuntar el día. Pero ¿no podría usted salir por donde entró? Veamos, no es que quiera atosigarlo a preguntas, pero ¿por dónde entró?

Jean Valjean se puso pálido. Temblaba sólo con pensar en volver a aquella calle tremenda. Quien haya salido de una selva llena de tigres que suponga, cuando esté ya fuera, que un amigo le aconseja que vuelva. Jean Valjean se imaginaba a la policía en pleno pululando aún por el barrio, a agentes en puestos de observación, a centinelas por todas partes, puños espantosos que se alargaban para cogerlo por el cuello de la levita. A lo mejor Javert estaba en una esquina del cruce.

—¡Imposible! —dijo—. Pongamos que caí de las alturas, Fauchelevent.

—Ya, si eso es lo que creo yo —contestó Fauchelevent—. No tiene ni que decírmelo. Se lo habrá puesto Dios en la palma de la mano para mirarlo de cerca y luego lo habrá soltado. Sólo que quería dejarlo en un convento de hombres y se equivocó. Vaya, otro toque. Ése es para avisar al portero de que vaya a dar aviso a la tenencia de alcaldía para que llamen al médico de los muertos y que venga a comprobar que hay una muerta. Así es la ceremonia de morirse. A estas buenas monjas no les gusta mucho la visita esa. Los médicos no se fían. Levantan los velos. A veces, incluso, levantan otras cosas. ¡Qué pronto avisan al médico esta vez! ¿Qué pasará? Su pequeña sigue durmiendo. ¿Cómo se llama?

—Cosette.

—¿Es hija de usted? O sea, ¿es usted su abuelo?

—Sí.

—A ella será fácil sacarla. Cuento con la puerta de servicio que da al patio. Llamo. El portero me abre. Llevo el cuévano a la espalda y la niña va dentro. Salgo. Fauchelevent sale con el cuévano, la cosa más natural. Le dirá usted a la niña que se esté quietecita. Irá tapada con la lona. La dejaré el tiempo que sea menester en la tienda de una frutera que es una buena amiga mía desde hace mucho, en la calle de Le Chemin-Vert; está sorda y en la frutería hay una camita. Le diré a gritos al oído a la frutera que es una sobrina mía y que me la cuide hasta mañana. Luego la niña volverá con usted. Porque haré que vuelva usted. No hay más remedio. Pero, usted, ¿cómo va a salir?

Jean Valjean movió la cabeza.

—Lo que hace falta es que nadie me vea, Fauchelevent. Dé con una forma de sacarme como a Cosette, dentro de un cuévano y debajo de una lona.

Fauchelevent se rascaba el lóbulo de la oreja con el dedo corazón de la mano izquierda, síntoma de grave apuro.

Vino a distraerlos un tercer toque.

—Ya se va el médico de los muertos —dijo Fauchelevent—. Ha mirado y ha dicho: está muerta, adelante. Cuando el médico le pone el visado al pasaporte para el paraíso, las pompas fúnebres mandan un ataúd. Si es una madre, las madres la meten dentro; si es una hermana, las hermanas la meten dentro. Luego llego yo a poner los clavos. Forma parte de mis tareas de jardinero. Un jardinero tiene algo de sepulturero. La ponen en una sala baja de la iglesia que da a la calle y donde no puede entrar más hombre que el médico de los muertos. Ni los enterradores ni yo contamos como hombres. En esa sala clavo el ataúd. Vienen a buscarla los enterradores y ¡arre, caballito! Así son los viajes al cielo. Traen una caja en que no hay nada y se la llevan con algo dentro. En eso consiste el entierro. .

Un rayo de sol le rozaba la cara a Cosette dormida, que tenía la boca algo abierta y parecía un ángel que bebiera luz. Jean Valjean la miraba. Había dejado de atender a lo que decía Fauchelevent.

Que no lo escuchen a uno no es razón para callarse. El buen jardinero seguía tranquilamente a lo suyo:

—Se cava la fosa en el cementerio de Vaugirard. Dicen que van a quitar el cementerio ese. Es un cementerio antiguo que no cumple con los reglamentos, que va a su aire y al que van a dar el retiro. Es una pena, porque resulta cómodo. Tengo un amigo allí, mi compadre Mestienne, el sepulturero. Las monjas de aquí tienen un privilegio, y es que las llevan al cementerio al caer la noche. Hay una disposición de la prefectura sólo para ellas. Pero ¡cuántas cosas han pasado desde ayer! La madre Crucifixion está muerta y el señor Madeleine…

—Está enterrado —dijo Jean Valjean con una sonrisa triste.

Fauchelevent cogió la palabra al vuelo.

—Caramba, yo lo creo. Si estuviera usted ya fijo aquí sería un entierro de verdad.

Sonó un cuarto toque. Fauchelevent se apresuró a descolgar del clavo la rodillera con el cascabel y se la volvió a poner en la rodilla.

—Ése es para mí. Me llama la madre superiora. Vaya, ya me he pinchado con el hebijón. Señor Madeleine, no se mueva y espéreme. Hay novedades. Si tiene hambre, ahí están el vino, el pan y el queso.

Y salió de la cabaña diciendo: «¡Ya voy! ¡Ya voy!».

Jean Valjean lo vio cruzar por el jardín apretando el paso con toda la velocidad que le permitía la pierna deforme y mirando el melonar de reojo según pasaba.

No habían transcurrido diez minutos cuando Fauchelevent, cuyo cascabel iba causando desbandadas de monjas, ya estaba llamando con un golpecito en una puerta y una voz suave le contestaba: , es decir:

Esa puerta era la del locutorio reservado al jardinero para las necesidades del servicio. El locutorio aquel estaba pared por medio con la sala del capítulo. La superiora, sentada en la única silla del locutorio, esperaba a Fauchelevent.

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo