Immortale jecur
IV
Se reanudó la antigua lucha, tremenda, varias de cuyas fases hemos presenciado ya.
Jacob sólo luchó con el ángel una noche. Cuántas veces, ¡ay!, hemos visto a Jean Valjean a brazo partido en las tinieblas con su conciencia y luchando desesperadamente con ella.
¡Lucha inaudita! Hay momentos en que el pie resbala; en otros, se hunde el suelo. ¡Cuántas veces lo había oprimido y agobiado esa conciencia empecinada en el bien! ¡Cuántas veces le había puesto la rodilla en el pecho la verdad inexorable! ¡Cuántas veces, derribado por la luz, le había pedido clemencia a voces! ¡Cuántas veces esa luz implacable que el obispo había encendido en él y sobre él lo había alumbrado a la fuerza cuando lo que deseaba era que lo cegase! ¡Cuántas veces había vuelto a levantarse en el combate, se había aferrado a la roca, había apoyado las espaldas en el sofisma, se había arrastrado por el polvo, tan pronto derribando a su conciencia y aplastándola con su peso como cayendo derribado por ella! Cuántas veces, tras un equívoco, tras un razonamiento traidor y especioso del egoísmo oyó a su conciencia gritarle al oído: ¡Zancadilla! ¡Miserable! ¡Cuántas veces su mente, refractaria, había exhalado un estertor convulso ante la evidencia del deber! Resistencia a Dios. Sudores fúnebres. ¡Cuántas heridas secretas que sólo él notaba cómo sangraban! ¡Cuántas desolladuras en su mísera existencia! ¡Cuántas veces se había vuelto a levantar ensangrentado, magullado, postrado, más lúcido, con la desesperación en el corazón y la serenidad en el alma! Y, vencido, se sentía vencedor. Y, tras haberlo dislocado, atenazado y quebrantado, su conciencia, de pie y poniéndole el pie encima, temible, luminosa, tranquila, le decía: ¡Y ahora ve en paz!
Pero, al salir de tan sombría lucha, qué paz, ¡ay!, tan lúgubre.
Esa noche, no obstante, Jean Valjean notó que estaba riñendo el último combate.
Tenía ante sí una pregunta cruel.
Las predestinaciones no caminan recto, no se desarrollan como una avenida rectilínea ante el predestinado; tienen callejones sin salida, intestinos ciegos, revueltas oscuras, encrucijadas inquietantes que brindan varios caminos. Jean Valjean estaba parado, en esos momentos, en la más peligrosa de esas encrucijadas.
Había llegado al cruce supremo del bien y del mal. Tenía ante la vista esa tenebrosa intersección. También en esta ocasión, como ya le había sucedido en otras peripecias dolorosas, se abrían ante él dos caminos: uno, tentador; el otro, espantoso. ¿Por cuál tirar?
El que infundía temor, ése era el que aconsejaba el misterioso dedo indicador que vemos todos cada vez que clavamos los ojos en la sombra.
Jean Valjean tenía que escoger una vez más entre el puerto aterrador y la trampa risueña.
¿Es, pues, cierto que el alma tiene cura, pero la suerte, no? ¡Qué cosa tan espantosa! ¡Un destino incurable!
Ésta era la pregunta que se le presentaba:
¿De qué forma iba a comportarse Jean Valjean en lo tocante a la dicha de Cosette y de Marius? Esa dicha, era él quien la había querido, era él quién la había forjado; se la había clavado a sí mismo hasta las entrañas; y, en el momento actual, al fijarse en ello, podía sentir esa satisfacción que sentiría un armero que reconociera su marca de fábrica en una navaja al tiempo que se la sacaba, humeante de sangre del pecho.
Cosette tenía a Marius; Marius poseía a Cosette. Lo tenían todo, incluso la riqueza. Y era obra suya.
Pero esa dicha, ahora que existía, ahora que había llegado, ¿qué iba a hacer con ella él, Jean Valjean? ¿Iba a imponer su presencia en esa dicha? ¿Iba a tratarla como si le perteneciera? Cosette era de otro, no cabía duda; pero él, Jean Valjean, ¿iba a quedarse con cuanto pudiera de Cosette? ¿Iba a seguir siendo esa especie de padre, visto a medias, pero respetado, que había sido hasta entonces? ¿Iba a meterse tranquilamente en casa de Cosette? ¿Iba a llevar, sin decir palabra, su pasado a ese porvenir? ¿Iba a presentarse como derechohabiente e iría a sentarse, velado, ante ese hogar luminoso? ¿Iba a tomar entre las suyas, trágicas, sonriéndoles, las manos de esos inocentes? ¿Iba a poner en los apacibles morillos del salón de los Gillenormand aquellos pies suyos que arrastraban en pos la sombra infamante de la ley? ¿Iba a pretender una participación en las oportunidades de Cosette y Marius? ¿Iba a volver más densa la oscuridad sobre su cabeza y la nube sobre las de ellos? ¿Iba a colocar a un tercero, su catástrofe, junto a las dos felicidades de ellos? ¿Iba a seguir callando? En pocas palabras, ¿iba a ser, junto a esos dos seres dichosos, el mudo siniestro del destino?
Hay que estar familiarizado con la fatalidad y sus encuentros para atreverse a alzar la vista cuando hay ciertas preguntas que se nos brindan en su espantosa desnudez. El bien o el mal se hallan entre esos severos signos de interrogación. ¿Qué vas a hacer?, pregunta la esfinge.
Jean Valjean estaba familiarizado con pruebas así. Clavó la mirada en la esfinge.
Pasó revista a todas las facetas del inmisericorde problema.
Cosette, aquella existencia encantadora, era la balsa de ese náufrago. ¿Qué hacer? ¿Aferrarse a ella o abrir las manos?
Si se aferraba, salía del desastre, volvía a subir a la luz del sol, dejaba que le escurriese el agua amarga de la ropa y del pelo, estaba salvado, vivía.
¿Iba a abrir las manos?
En tal caso, el abismo.
Deliberaba así, dolorosamente, con sus pensamientos. O, mejor dicho, luchaba, se abalanzaba con una rabia impetuosa por dentro, atacando ora su voluntad, ora su convencimiento.
Fue una dicha para Jean Valjean que pudiera llorar. Le aportó cierta luz. Sin embargo, los principios fueron fieros. Una tempestad, más rabiosa aún que la que, tiempo atrás, lo había empujado hacia Arras, se desencadenó en él. Le volvía el pasado y lo compulsaba con el presente; los comparaba y sollozaba. Abierta ya la compuerta de las lágrimas, el desesperado se retorcía.
Se sentía prisionero.
Por desgracia, en ese pugilato a ultranza entre nuestro egoísmo y nuestro deber, cuando retrocedemos así, paso a paso, ante nuestro ideal inmutable, extraviados, encarnizados, exasperados si cedemos, disputando el terreno, a la espera de una escapatoria posible, buscando una salida, ¡qué resistencia tan brusca y siniestra es la pared que tenemos a la espalda, cuando estamos entre la espada y la pared!
¡Notar el obstáculo de la oscuridad sagrada!
¡Lo invisible inexorable, qué obsesión!
Nunca, pues, acabamos con la conciencia. Resígnate, Bruto; resígnate, Catón. No tiene fondo, porque es Dios. Arrojamos a ese pozo el trabajo de toda una vida, arrojamos la fortuna, arrojamos la riqueza, arrojamos el éxito, arrojamos la libertad o la patria, arrojamos el bienestar, arrojamos el reposo, arrojamos la alegría. ¡Más, más! ¡Vaciad el vaso! ¡Inclinad la urna! Al final, hay que acabar por arrojar el corazón.
Hay por algún sitio, entre la bruma de los infiernos antiguos, un tonel así.
¿No se nos puede perdonar acaso que acabemos por negarnos? ¿Puede tener algún derecho lo inagotable? ¿No están las cadenas infinitas por encima de la fortaleza humana? ¿Quién censuraría a Sísifo y a Jean Valjean si dijeran: ya basta?
El roce limita la obediencia de la materia; ¿no existe un límite para la obediencia del alma? Si el movimiento perpetuo es imposible, ¿es exigible la abnegación perpetua?
El primer paso no tiene importancia; el difícil es el último. ¿Qué había sido el caso Champmathieu comparado con la boda de Cosette y las consecuencias que traía consigo? ¿Qué es volver al presidio si se compara con volver al anonadamiento?
¡Ah, primer peldaño por bajar, qué oscuro estás! ¡Ah, segundo peldaño, qué negro eres!
¿Cómo no desviar la cara esta vez?
El martirio es una sublimación, una sublimación corrosiva. Es una tortura que equivale a una consagración y una coronación. Puede tolerarse durante la primera hora; nos sentamos en el trono de hierro al rojo, nos colocamos en la frente la corona de hierro al rojo, aceptamos el globo de hierro al rojo, cogemos el cetro de hierro al rojo; pero todavía nos queda vestir el manto de llamas; ¿y no ha de haber un momento en que la carne mísera se subleve y en que abdiquemos del suplicio?
Por fin alcanzó Jean Valjean la calma del abatimiento.
Sopesó, meditó, examinó las alternativas de esa misteriosa balanza de luz y sombra.
Imponer el presidio, que era suyo, a esos dos niños deslumbrantes o consumar con sus propias manos su hundimiento irremediable. Por una parte, sacrificar a Cosette; por otra, sacrificarse él.
¿A qué solución se atuvo?
¿Qué determinación tomó? ¿Cuál fue, en su fuero interno, la respuesta definitiva que le dio al incorruptible interrogatorio de la fatalidad? ¿Qué puerta decidió abrir? ¿Qué parte de su vida tomó el partido de cerrar y condenar? De entre todas esas escarpaduras insondables que lo rodeaban, ¿con cuál se quedó? ¿Qué extremidad aceptó? ¿A cuál de esas simas asintió con la cabeza?
Aquel ensimismamiento vertiginoso duró toda la noche.
Allí se quedó, hasta que se hizo de día, en la misma postura, doblado en dos encima de aquella cama, prosternado bajo el peso de la enormidad de la suerte, aplastado, ¡ay!, quizá, con los puños crispados, los brazos estirados en ángulo recto, como un crucificado desenclavado que hubiesen arrojado al suelo boca abajo. Así estuvo doce horas, las doce horas de una larga noche de invierno, aterido, sin levantar la cabeza ni decir una palabra. Estaba inmóvil como un cadáver mientras el pensamiento se le revolcaba por los suelos y remontaba el vuelo, a ratos como la hidra y a ratos como el águila. Al verlo así, sin movimiento, hubiérase dicho un muerto; de repente, tenía un sobresalto convulso y la boca, pegada a la ropa de Cosette, la besaba; entonces se notaba que estaba vivo.
¿Quién lo notaba? ¿Quién era «se» si Jean Valjean estaba solo y no había nadie presente?
El Se que está en las tinieblas.