Los miserables

Progreso futuro

VI

Progreso futuro

Excavar las alcantarillas de París no fue pequeña tarea. Los diez últimos siglos laboraron en ella sin poder rematarla, como tampoco pudieron rematar París. En las alcantarillas, efectivamente, repercute todo cuanto afecta al crecimiento de París. Son, bajo tierra, como un pólipo tenebroso de mil antenas que crece por debajo al mismo tiempo que la ciudad por encima. Cada vez que la ciudad abre una calle, las alcantarillas estiran un brazo. La antigua monarquía construyó sólo veintitrés mil trescientos metros de alcantarillas; en ese punto estaba París el 1 de enero de 1806. A partir de esa época, de la que volveremos a hablar dentro de un rato, esa obra volvió a empezar y siguió progresando de forma provechosa y enérgica; Napoleón construyó —se trata de unas cantidades curiosas— cuatro mil ochocientos cuatro metros; Luis XVIII, cinco mil setecientos nueve; Carlos X, diez mil ochocientos treinta y seis; Luis Felipe, ochenta y nueve mil veinte; la República de 1848, veintitrés mil trescientos ochenta y uno; el régimen actual, setenta mil quinientos; en total, en la actualidad: doscientos veintiséis mil seiscientos diez metros; sesenta leguas de alcantarillas; enormes entrañas de París. Ramificación oscura que no descansa nunca; edificación ignorada y gigantesca.

Como vemos, el dédalo subterráneo de París es hoy más de diez veces mayor de lo que era a comienzos de siglo. Cuesta mucho concebir cuánta perseverancia y cuántos esfuerzos se precisaron para llevar esas cloacas al grado de perfección relativa con que cuentan ahora. El antiguo prebostazgo monárquico y, en los diez últimos años del siglo , el ayuntamiento revolucionario pasaron por grandes trabajos para conseguir perforar las cinco leguas de alcantarillas existentes antes de 1806. Toda clase de obstáculos estorbaba esa operación: unos, propios de la naturaleza del suelo; otros, inherentes a los mismísimos prejuicios del laborioso vecindario de París. París está construido encima de un yacimiento que se rebela curiosamente ante el pico, el azadón y la sonda, ante la manipulación humana. No hay nada más difícil de perforar, en nada es más difícil ahondar que en esa formación geológica a la que se superpone esa maravillosa formación histórica que se llama París; en cuanto, por el procedimiento que sea, empieza el trabajo y se aventura por entre esa capa aluvial, abundan las resistencias subterráneas: arcillas líquidas, manantiales, rocas duras y esos cienos blandos que la ciencia especializada llama gachas. El pico avanza laboriosamente por láminas calcáreas que alternan con vetas muy delgadas de greda y capas pizarrosas en cuyas hojas están incrustadas cáscaras de ostras contemporáneas de los océanos preadamitas. A veces, un arroyo perfora de repente una bóveda empezada y empapa a los trabajadores; o aflora una colada de marga y se abalanza con la furia de una catarata, destrozando como si fueran de cristal las vigas más gruesas del apeo. Hace poco, en La Villette, cuando hubo que llevar, sin interrumpir la navegación ni vaciar el canal, el colector por debajo del canal Saint-Martin, el agua inundó de pronto las obras subterráneas, superando toda la potencia de las bombas de achique. Un buzo tuvo que buscar la grieta del tapón de la cuenca, y costó mucho cerrarla. En otros lugares, cerca del Sena, e incluso bastante lejos del río, como por ejemplo en Belleville, en la Grande-Rue y en el pasadizo de Lumière, existen arenas sin fondo que chupan y en las que un hombre puede desaparecer visto y no visto. Añadamos la asfixia por los miasmas, los desplomes que entierran a los trabajadores, los hundimientos repentinos. Añadamos el tifus, que va calando en ellos poco a poco. En la actualidad, tras perforar la galería de Clichy con terraza para el conducto de agua principal del Ourcq, trabajando en zanja a diez metros de profundidad; tras abovedar el Bièvre, entre desplomes, recurriendo a excavaciones, pútridas con frecuencia, y a codales, desde el bulevar de L’Hôpital hasta el Sena; tras construir, para librar a París de las aguas torrenciales de Montmartre y que pudiera desaguar esa charca fluvial de nueve hectáreas, que se pudría estancada junto al portillo de Les Martyrs; tras haber construido, decíamos, la línea de alcantarillas desde el portillo de Blanche hasta el camino de Aubervilliers en cuatro meses, trabajando de día y de noche, a una profundidad de once metros; tras haber, y eso es algo nunca visto anteriormente, realizado bajo tierra una alcantarilla en la calle de Barre-du-Bec, sin zanja, a seis metros por debajo del nivel del suelo, falleció el capataz Monnot. Tras abovedar tres mil metros de alcantarillas en todos los lugares de la ciudad, desde la calle Traversière-Saint-Antoine hasta la calle de L’Ourcine, tras librar de las inundaciones fluviales, por el ramal de L’Arbalète, el cruce de Censier-Mouffetard; tras construir la alcantarilla Saint-Georges, sobre chapa de roca y hormigón, en arenas fluidas, y dirigir el tremendo rebajamiento del piso del empalme Notre-Dame-de-Nazareth, falleció el ingeniero Duleau. No existe boletín alguno para esos actos valerosos, de mayor utilidad, empero, que la estúpida carnicería de los campos de batalla.

Las alcantarillas de París, en 1832, distaban mucho de ser lo que son hoy en día. Bruneseau había dado el primer impulso, pero fue necesario el cólera para que quedase decidida esa gran reconversión que aconteció después. Resulta sorprendente decir, por ejemplo, que en 1821 parte de la alcantarilla de circunvalación, llamada el Gran Canal, como en Venecia, se pudría aún, estancada a cielo abierto, en la calle de Les Gourdes. Hasta 1823 no se encontró la ciudad de París en los bolsillos los doscientos sesenta y seis mil ochenta francos con seis céntimos necesarios para cubrir esa ignominia. Los tres pozos de absorción de Combat, de Cunette y de Saint-Mandé, con sus desaguaderos, sus aparatos, sus colectores y sus ramales de depuración, no se hicieron hasta 1836. Las vías públicas intestinales de París se han renovado por completo y, como ya hemos dicho, crecieron diez veces más en el último cuarto de siglo.

Hace treinta años, en la época de la insurrección del 5 y del 6 de junio, en muchos puntos lo que había aún eran las antiguas alcantarillas. Muchas calles, que son hoy en día abombadas, eran a la sazón calzadas hendidas. Se veía con gran frecuencia, en la divisoria de vertientes de una calle o de un cruce de calles, rejas grandes y cuadradas de barrotes gruesos, de hierro reluciente por haberlo abrillantado los pasos de los transeúntes, peligrosas para los coches que patinaban y para los caballos, que se caían. La lengua oficial de la administración de carreteras daba a esos tramos en pendiente el expresivo nombre de . En 1832, en muchísimas calles, la calle de L’Étoile, la calle de Saint-Louis, la calle de Le Temple, la calle Vieille-du-Temple, la calle de Notre-Dame-de-Nazareth, la calle de Folie-Méricourt, el muelle de Les Fleurs, la calle de Le Petit-Musc, la calle de Normandie, la calle de Le Pont-aux-Biches, la calle de Les Marais, la calle de Notre-Dame-des-Victoires, el barrio de Saint-Martin, el barrio de Montmartre, la calle de Grange-Batelière, en Les Champs-Élysées, en la calle de Jacob, en la calle de Tournon, aún mostraban cínicamente las fauces las antiguas cloacas góticas. Eran gigantescos hiatos abiertos en arcos de piedra de monumental descaro y que, a veces, tenían alrededor unos cuantos mojones.

París, en 1806, contaba aún con casi la misma cantidad de metros de alcantarillas de mayo de 1663, cinco mil trescientas veintiocho toesas. Posteriormente a Bruneseau, el 1 de enero de 1832, tenía cuarenta mil trescientos metros. De 1806 a 1831, construyeron al año, por término medio, setecientos cincuenta metros; después construyeron todos los años ocho mil metros, e incluso diez mil, de galerías, con albañilería de materiales pequeños y baño de cal hidráulica sobre cimientos de hormigón. A doscientos francos el metro, las sesenta leguas de alcantarillas del París actual equivalen a cuarenta y ocho millones.

Dejando aparte el progreso económico que ya hemos mencionado al principio, a esta desmedida cuestión de las alcantarillas de París van unidos graves problemas higiénicos.

París se halla entre dos capas, una capa acuífera y una capa de aire. La capa acuífera, que está a gran profundidad, pero que han alcanzado ya dos perforaciones, se nutre del yacimiento de arenisca verde que hay entre la creta y la roca calcárea jurásica; podemos representar ese yacimiento con un disco de veinticinco leguas de radio; en él rezuman gran cantidad de ríos y de arroyos; en un vaso de agua del pozo de Genelle nos estamos bebiendo el Sena, el Marne, el Yonne, el Oise, el Aisne, el Cher, el Vienne y el Loira. Es una capa acuífera salubre que procede, en primer lugar, del cielo y, en segundo, de la tierra; la capa de aire es malsana, procede de las alcantarillas. En la respiración de la ciudad van mezclados todos los miasmas de las cloacas; por eso tiene mal aliento. Existen comprobaciones científicas de que el aire de encima del estiércol es de mayor pureza que el que hay encima de París. Dentro de determinado período de tiempo, y con ayuda del progreso, se perfeccionarán los mecanismos y, al hacerse la luz, se usará la capa acuífera para purificar la capa de aire. Es decir, para lavar las alcantarillas. Sabido es que por lavado de alcantarillas entendemos la devolución del fango a la tierra; el envío del estiércol al suelo y del abono a los campos. Con ese simple hecho menguará la miseria y aumentará la salud en toda la comunidad social. En el momento actual, las enfermedades de París llegan a cincuenta leguas a la redonda del Louvre, tomando a éste como cubo de esa rueda pestilente.

Podríamos decir que, desde hace diez siglos, las cloacas son la enfermedad de París. Las alcantarillas son la tara que lleva la ciudad en la sangre. El instinto popular lo ha sabido siempre. El oficio de pocero era antaño casi tan peligroso, y le repugnaba al pueblo casi tanto como el oficio de descuartizador que tanto tiempo se miró con horror y se le dejó al verdugo. Había que pagar mucho a un albañil para que se decidiera a internarse en esa zapa fétida; la escala del perforador de pozos se lo pensaba antes de meterse ahí; había un refrán que rezaba: y ya hemos dicho que todo tipo de leyendas aborrecibles rodeaba de espanto esa sentina colosal, ese albañal tan temido que conserva las huellas de las revoluciones del globo terrestre y también de las revoluciones de los hombres y donde hallamos vestigios de todos los cataclismos, desde la concha del diluvio hasta el harapo de Marat.

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo