Los miserables

Sus fronteras

V

Sus fronteras

Al golfillo le gusta la ciudad; también le gusta estar solo, porque hay en él alguna de las características del sabio. como Fusco; como Flaco.

Andar sin rumbo mientras piensa, es decir, pasear ociosamente, es para un filósofo una estupenda actividad; sobre todo en esa especie de campiña un tanto híbrida, bastante fea, pero curiosa y que se compone de dos tipos de naturaleza, que rodea algunas ciudades y París en particular. Mirar los arrabales es mirar lo anfibio. Acaban los árboles, empiezan los tejados; acaba la hierba, empiezan los adoquines; acaban los surcos, empiezan las tiendas; acaban las rodadas, empiezan las pasiones; acaba el susurro divino, empieza el rumor humano; por eso tienen un interés extraordinario.

De ahí que por esos lugares poco atractivos y a los que los viandantes han puesto para siempre ya la marca del epíteto pasee, aparentemente sin meta, el hombre que cavila.

Quien escribe estas líneas ha rondado mucho por los portillos de París y es ello una fuente de recuerdos muy hondos. Esa hierba corta, esos senderos pedregosos, esa greda, esas margas, esos yesos; esas ásperas monotonías de los baldíos y los barbechos; los cultivos de hortalizas tempranas de los hortelanos, que se divisan de repente, al fondo; esa mezcla de lo silvestre y lo urbano; esos extensos esquinazos despoblados donde los tambores de la guarnición tienen puesta escuela y fingen el tartamudeo de una batalla; esas tebaidas de día, que son malos pasos de noche; el molino desgarbado cuyas aspas giran al viento; las ruedas de extracción de las canteras; los merenderos pared por medio con los cementerios; el encanto misterioso de las tapias altas y sombrías que dividen gigantescos solares inundados de sol y llenos de mariposas: todo le resultaba atractivo.

Casi nadie en el mundo conoce esos sitios singulares, La Glacière, La Cunette, el espantoso muro de Grenelle atigrado de balas, Le Mont-Parnasse, La Fosse-aux-Loups, Les Aubiers a orillas del Marne, Mont-Souris, La Tombe-Issoire, La Pierre-Plate de Châlons donde hay una cantera vieja y agotada que no sirve ya más que para cultivar setas y cierra, a ras del suelo, una trampilla de tablas podridas. La campiña romana es un concepto; los arrabales parisinos, otro; no ver en lo que nos brinda un horizonte nada que no sean casas o árboles es no pasar de la superficie: todos los aspectos de las cosas son pensamientos de Dios. El punto en que una llanura se junta con una ciudad lo impregna siempre a saber qué melancolía penetrante. Allí nos hablan a la vez la naturaleza y la humanidad. Se hacen patentes las originalidades locales.

Quien haya deambulado como nosotros por esas soledades contiguas a nuestros arrabales que podríamos llamar el limbo de París habrá vislumbrado acá y allá, en el sitio más dejado de la mano de Dios, detrás de un seto escuálido o en el entrante de una tapia lúgubre, grupos bulliciosos de niños, malolientes, embarrados, polvorientos, andrajosos, hirsutos, que juegan a la pulga, coronados de acianos. Son todos los niños fugados de las familias pobres. Los paseos de ronda son la atmósfera en que respiran; los arrabales les pertenecen. Viven allí un perpetuo asueto. Cantan ingenuamente su repertorio de canciones indecentes. Están ahí o, mejor dicho, existen ahí, apartados de todas las miradas, en la luz suave de mayo o de junio, arrodillados alrededor de un hoyo hecho en el suelo, golpeando las canicas con el pulgar, peleándose por una moneda, sin responsabilidades, evadidos, sueltos, dichosos; y, cuando te ven, se acuerdan de que tienen un negocio y necesitan ganarse la vida y acuden a ofrecerte una media de lana vieja llena de abejorros o un manojo de lilas. Esos encuentros con niños extraños son uno de los encantos deliciosos y, al mismo tiempo, dolorosos de los alrededores de París.

A veces, en esas aglomeraciones de niños, hay niñas —¿serán hermanas suyas?—, casi muchachitas, flacas, febriles, con manos en que la piel tostada remeda unos guantes, pecosas, tocadas con espigas de centeno y con amapolas, alegres, esquivas, descalzas. Algunas comen cerezas en los trigales. Al caer la tarde se las oye reír. Esos grupos, que ilumina la luz cálida del mediodía o vemos a medias en el crepúsculo, tardan en írsele de la cabeza al meditabundo; y esas visiones se le entremezclan con los sueños.

París, el centro, los arrabales, su circunferencia; para esos niños son la tierra entera. Nunca se arriesgan a ir más allá. No pueden salir de la atmósfera parisina como los peces no pueden salir del agua. Para ellos, a dos leguas de los portillos, ya no hay nada. Ivry, Gentilly, Arcueil, Belleville, Aubervilliers, Ménilmontant, Choisy-le-Roi, Billancourt, Meudon, Issy, Vanvre, Sèvres, Puteaux, Neuilly, Gennevilliers, Colombes, Romainville, Chatou, Asnières, Bougival, Nanterre, Enghien, Noisy-le-Sec, Nogent, Gournay, Drancy, Gonesse, tales son los límites donde acaba el universo.

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