La muerte de un caballo
VIII
La muerte de un caballo
—Se cena mejor en Édon que en Bombarda —exclamó Zéphine.
—Me gusta más Bombarda que Édon —declaró Blachevelle—. Hay más lujo. Resulta más asiático. Fijaos en la sala de abajo. Está llena de espejos.
—Yo lo que quiero que estén llenos son los platos —dijo Favourite.
Blachevelle insistió:
—Fijaos en los cuchillos. Los mangos son de plata en Bombarda y de hueso en Édon. Ahora bien, la plata es más valiosa que el hueso.
—Menos para quienes tienen la barbilla de plata —comentó Tholomyès.
Estaba mirando en aquel instante la cúpula de los Inválidos, que se veía desde las ventanas del café Bombarda.
Hubo una pausa.
—Tholomyès —voceó Fameuil—, hace un rato teníamos una discusión Listolier y yo.
—Una discusión es buena —contestó Tholomyès—; una pelea es mejor.
—Discutíamos de filosofía.
—Bien está.
—Entre Descartes y Spinoza, ¿con quién te quedas?
—Con Désaugiers —dijo Tholomyès.
Y tras dictar sentencia tal, bebió y siguió diciendo:
—Consiento en vivir. No todo está acabado en este mundo, puesto que todavía podemos desbarrar. Doy gracias a los dioses inmortales. Mentimos, pero nos reímos. Afirmamos, pero dudamos. Lo inesperado brota del silogismo. Es algo hermoso. Todavía existen aquí abajo humanos que saben abrir y cerrar alegremente la caja de sorpresas de la paradoja. ¡Esto, señoras mías, que están bebiendo tan tranquilas es vino de Madeira, para que lo sepan, de los viñedos de Coural das Freiras, que está a trescientas diecisiete toesas por encima del nivel del mar! ¡Ojito al beberlo! ¡Trescientas diecisiete toesas por encima del nivel del mar! ¡Y el señor Bombarda, ese espléndido miembro del negocio de los restaurantes, les da a ustedes estas trescientas diecisiete toesas por cuatro francos y medio!
Fameuil volvió a interrumpir:
—Tholomyès, tus opiniones tienen fuerza de ley. ¿Cuál es tu autor favorito?
—Ber…
—¿Berquin?
—No. Berchoux.
Y Tholomyès siguió diciendo:
—¡Honor a Bombarda! Igualaría a Munofis de Elefanta si pudiera sacar de algún sitio una almea; y a Tigelión de Queronea si pudiera traerme una hetaira, pues, oh, señoras mías, había Bombardas en Grecia y en Egipto. Nos lo dice Apuleyo. Siempre lo mismo, por desgracia, y nada nuevo. ¡Ya no queda nada inédito en la creación del creador! , dice Salomón; , dice Virgilio; y Carabina embarca con Carabin en la galeota de Saint-Cloud, igual que Aspasia se embarcaba con Pericles en la flota de Samos. Una cosa más, la última. ¿Saben quién era Aspasia, señoras mías? Aunque vivió en una época en que las mujeres no tenían alma todavía, era un alma; un alma de una tonalidad rosa y púrpura, más llameante que el fuego, más lozana que la aurora; era la prostituta diosa. Manon Lescaut sumada a Sócrates. A Aspasia la crearon por si Prometeo precisaba de una puta.
Habría costado hacer callar a Tholomyès, que estaba lanzado, si no se hubiera desplomado un caballo en el muelle en aquel preciso instante. Con el choque, la carreta y el orador se pararon en seco. Se trataba de una yegua de Beauce, vieja, flaca y que estaba ya para el matadero, que iba tirando de una carreta muy pesada. Al llegar delante de Bombarda, el animal, agotado y agobiado, se había negado a seguir andando. Apenas le dio tiempo al carretero, que maldecía indignado, a pronunciar con la energía oportuna una blasfemia ritual: , reforzada con un latigazo implacable, cuando el penco cayó para no volver a levantarse más. Al barullo de los transeúntes, los alegres oyentes de Tholomyès volvieron la cabeza y Tholomyès aprovechó para poner punto final a la alocución con estos versos melancólicos:
El lucero del alba la vio nacer potranca.
La vio morir jamelgo la noche que llegaba.
Corta, virgen, las rosas en su primera flor.
—¡Pobre caballo! —suspiró Fantine.
Y Dahlia exclamó:
—Resulta que ahora a Fantine le van a dar pena los caballos. ¡Pero cómo se puede ser tan tonta!
Precisamente entonces, Favourite, cruzándose de brazos y echando la cabeza hacia atrás, miró resueltamente a Tholomyès y dijo:
—¡Por cierto! ¿Y la sorpresa?
—Ha llegado el momento, efectivamente —contestó Tholomyès.
—Caballeros, ha llegado el momento de sorprender a las señoras. Señoras, espérennos un momento.
—La sorpresa empieza con un beso —dijo Blachevelle.
—En la frente —añadió Tholomyès.
Todos les dieron, muy serios, un beso en la frente a sus respectivas amantes; luego, se encaminaron los cuatro, en fila, hacia la puerta, llevándose el dedo a los labios.
Favourite batió palmas cuando salieron:
—Qué divertido está resultando ya —dijo.
—No tardéis mucho —susurró Fantine—. Os esperamos.