Los miserables

El convento, hecho histórico

II

El convento, hecho histórico

Desde el punto de vista de la historia, de la razón y de la verdad, el monacato está condenado.

Los monasterios, cuando abundan en una nación, son nudos en la circulación, instituciones que estorban, centro de pereza en los lugares en que se precisan centros de trabajo. Las comunidades monásticas son a la gran comunidad social lo que el muérdago al roble, lo que la verruga al cuerpo humano. Su prosperidad y su robustez son el empobrecimiento del país. El régimen monástico, provechoso cuando empiezan las civilizaciones, útil para que lo espiritual empiece a mermar la brutalidad, es malo para la virilidad de los pueblos. Además, cuando se relaja y entra en su etapa de desgobierno, como sigue sirviendo de ejemplo, se convierte en malo por las mismas razones que lo hacían salutífero en su período de pureza.

Ha pasado el tiempo de las clausuras. Los claustros, útiles para la primera educación de la civilización moderna, estorban su crecimiento y perjudican su desarrollo. En tanto en cuanto instituciones y herramienta de formación del hombre, los monasterios, buenos en el siglo , discutibles en el siglo , son infames en el siglo . La lepra monástica carcomió casi hasta el esqueleto a dos naciones admirables, Italia y España, aquélla la luz y ésta el esplendor de Europa durante siglos; y, en los tiempos que corren, esos dos ilustres pueblos no están empezando a mejorar más que gracias a la sana y vigorosa higiene de 1789.

El convento, el antiguo convento de mujeres, sobre todo, tal y como lo vemos aún en los umbrales de este siglo en Italia, en Austria, en España, es una de las plasmaciones más sombrías de la Edad Media. El claustro, ese claustro, es el punto de intersección de los espantos. El claustro católico propiamente dicho está repleto de la irradiación negra de la muerte.

El convento español, sobre todo, es fúnebre. Allí dentro se alzan en la oscuridad, bajo bóvedas colmadas de brumas, bajo cúpulas inconcretas de tan sombrías, macizos altares babélicos, elevados como catedrales; allí cuelgan de cadenas, entre las tinieblas inmensas, crucifijos blancos; allí se brindan, desnudos sobre el ébano, enormes Cristos de marfil, más que ensangrentados, sanguinolentos; son repulsivos y espléndidos, por los codos les asoman los huesos, por las rótulas les asoman los tegumentos, por las llagas asoma la carne; los coronan espinas de plata, los clavan clavos de oro, llevan gotas de sangre de rubíes en la frente y lágrimas de brillantes en los ojos. Los brillantes y los rubíes parecen húmedos y hacen llorar, abajo, en la sombra, a criaturas envueltas en velos, con los costados heridos por el cilicio y por el látigo de puntas de hierro, con pechos que aplastan unos zarzos de mimbre, con rodillas que la oración despelleja; unas mujeres que se creen esposas, unos espectros que se creen serafines. ¿Estas mujeres piensan? No. ¿Tienen voluntad? No. ¿Aman? No. ¿Viven? No. Los nervios se les han vuelto huesos; los huesos se les han vuelto piedras. El velo que llevan es noche tejida. El hálito, bajo el velo, parece a saber qué respiración trágica de la muerte. La abadesa, una larva, las santifica y las aterroriza. Ahí está, montaraz, lo inmaculado. Así son los antiguos monasterios de España. Guaridas de la devoción terrible; antros de vírgenes; lugares feroces.

La España católica era más romana que la mismísima Roma. El convento español era el convento católico por excelencia. Se mascaba Oriente. El arzobispo, eunuco mayor del cielo, encerraba bajo llave y espiaba a ese harén de almas reservadas para Dios. La monja era la odalisca, el sacerdote era el eunuco. Elegían en sueños a las fervorosas y éstas poseían a Cristo. Por las noches, el apuesto joven desnudo bajaba de la cruz y se convertía en el éxtasis de la celda. Elevadas murallas guardaban de toda distracción que tuviera que ver con la vida a la sultana mística, cuyo sultán era el crucificado. Una mirada hacia el exterior era una infidelidad. El sustituía al saco de cuero. Lo que en Oriente echaban al mar en Occidente se lo echaban a la tierra. En ambos lugares, las mujeres se retorcían los brazos; las olas, para aquéllas; la tierra, para éstas; allá las ahogadas, acá las enterradas. Paralelismo monstruoso.

Hoy en día, los valedores del pasado, como ya no pueden negar tales cosas, han tomado el partido de sonreír. Se ha puesto de moda una forma cómoda y peculiar de suprimir las revelaciones de la historia, de debilitar los comentarios de la filosofía y de eludir todos los hechos molestos y todas las cuestiones sombrías. dicen los que son hábiles. Charlatanerías, repiten los pánfilos. Jean-Jacques, un charlatán; Diderot, un charlatán; Voltaire al referirse a Calas, La Barre y Sirven, un charlatán. A alguien, no sé a quién, se le ha ocurrido últimamente que Tácito era un charlatán, que Nerón era una víctima y que, desde luego, había que compadecer a «ese pobre Holofernes».

Los hechos, pese a todo, no se dejan intimidar y se empecinan. El autor de este libro vio con sus propios ojos, a ocho leguas de Bruselas, he aquí la Edad Media tal cual al alcance de quien lo desee, en la abadía de Villiers, el agujero de las mazmorras, en medio del prado que fue el patio del claustro; y, a orillas del Dyle, cuatro calabozos de piedra, a medias enterrados y a medias debajo del agua. Eran unos . Todos esos calabozos tienen unos restos de puerta de hierro, una letrina y un tragaluz con barrotes que, por fuera, está a dos pies por encima del nivel del río y, por dentro, a seis pies por debajo del nivel del suelo. Cuatro pies de río corren por fuera a lo largo del muro. El suelo siempre está húmedo. La cama de quien viva en el es esa tierra húmeda. En uno de los calabozos hay un trozo de collar de hierro sellado en la pared; en otro puede verse algo así como un cajón cuadrado hecho con cuatro hojas de granito, demasiado corto para echarse, demasiado bajo para estar de pie. Ahí metían a un ser vivo y cerraban el cajón con una tapa de piedra. Así son las cosas. Se pueden ver. Se pueden tocar. Esos esos calabozos, esos goznes de hierro, esos collares, ese tragaluz alto a ras del cual corre el río, ese cajón de piedra que cierra una tapa de granito como si fuera una tumba, con la diferencia de que en este caso el muerto estaba vivo, ese suelo que es barro, ese agujero de la letrina, esas paredes que rezuman humedad, ¡qué charlatanes!

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