Los miserables

El mar y la sombra

VIII

El mar y la sombra

¡Hombre al agua!

¡Qué más da! El barco no se detiene. El viento sopla, ese barco sombrío tiene un derrotero al que no le queda más remedio que atenerse. Pasa de largo.

El hombre desaparece, vuelve luego a aparecer, se sumerge y regresa a la superficie, llama, tiende los brazos, no lo oyen; el barco, vibrando en el huracán, no atiende sino a su maniobra; los marineros y los pasajeros no ven ya siquiera al hombre hundido en el agua; la pobre cabeza no es ya sino un punto entre la enormidad de las olas.

Lanza en las profundidades gritos desesperados. ¡Esa vela que se aleja es un espectro terrible! La mira, la mira con frenesí. Se aleja, palidece, mengua. Hace un momento él estaba allí, formaba parte de la tripulación, iba y venía por el puente con los demás, le correspondía su ración de aire para respirar y de sol, era un ser vivo. Ahora, ¿qué ha sucedido? Resbaló, cayó, y ya está.

Se halla en el agua monstruosa. Sólo tiene ya bajo los pies algo que huye y se desploma. Las olas, que el viento rasga y hace jirones, lo rodean horrorosamente; los cabeceos del abismo lo arrastran; todos los harapos del agua se mueven en torno a su cabeza; un populacho de olas le escupe; confusas cavidades se lo tragan a medias; cada vez que se hunde, vislumbra precipicios repletos de noche; espantosas vegetaciones desconocidas lo aferran, le anudan los pies, tiran de él; nota que se vuelve abismo; forma parte de la espuma; las oleadas se lo lanzan, de una a otra; bebe amargura; el océano se obstina en ahogarlo; la enormidad juega con su agonía. Es como si toda esa agua fuera odio.

No obstante, lucha.

Intenta defenderse, intenta mantenerse a flote, se esfuerza, nada. Él, esa pobre fuerza que se agota enseguida, combate contra lo inagotable.

¿Dónde estará el barco? Allá lejos. Casi no se lo ve entre las pálidas tinieblas del horizonte.

Soplan las ráfagas; todas las espumas lo agobian. Alza los ojos y no ve sino las livideces de las nubes. Presencia, agonizante, la gigantesca demencia del mar. Esa locura es un suplicio. Oye ruidos ajenos al hombre que parecen venir de más allá de la tierra y no se sabe de qué exterior espantoso.

Hay aves en las nubes, de la misma forma que hay ángeles por encima de los desvalimientos humanos, pero ¿qué podrían hacer por él? Vuelan, cantan y planean; y él suelta un estertor.

Siente que lo sepultan a la vez esos dos infinitos, el océano y el cielo; uno es tumba y el otro es sudario.

Cae la noche, lleva horas nadando, ya no le quedan fuerzas; aquel barco, aquel objeto lejano en el que había hombres, se ha esfumado, está solo en el formidable abismo crepuscular, se hunde, se resiste, se retuerce, nota por debajo de él los inconcretos monstruos de lo invisible; llama.

Ya no hay hombres. ¿Dónde está Dios?

Llama. ¡Que conteste alguien! ¡Alguien! Sigue llamando.

Nada en el horizonte. Nada en el cielo.

Implora a la extensión, a las olas, a las algas, al arrecife; están sordos. Suplica a la tempestad; la tempestad, imperturbable, sólo obedece al infinito.

En torno, la oscuridad, la bruma, la soledad, el tumulto tempestuoso e inconsciente, los pliegues infinitos de las aguas hoscas. En él, el espanto y el cansancio. Bajo él, la caída. No hay punto de apoyo. Piensa en las aventuras tenebrosas del cadáver en la sombra ilimitada. El frío sin fondo lo paraliza. Se le crispan las manos, y se cierran y aferran la nada. ¡Vientos, nubes, torbellinos, ráfagas, estrellas inútiles! ¿Qué hacer? El desesperado cede; quien está cansado toma la decisión de morir; deja que suceda lo que sea, se deja ir, rinde las armas; y cae para siempre en las profundidades lúgubres del que se ahoga.

¡Ay, caminar implacable de las sociedades humanas! ¡Con hombres y almas quedándose por el camino! ¡Océano donde cae todo cuanto deja caer la ley! ¡Desaparición siniestra del socorro! ¡Ay, muerte moral!

El mar es la inexorable noche social a la que arrojan los penales a sus condenados. El mar es la miseria inmensa.

El alma, cayendo a pique en ese abismo, puede convertirse en un cadáver. ¿Quién la resucitará?

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo