Isis Sin Velo - [Tomo II]

Capítulo 57

RAREZAS ZOOLÓGICAS

No tienen esperanza en otra vida que con los goces del éxito mitigue las asperezas de la presente, y como única recompensa de sus afanes les satisface el pan cotidiano y la ilusión de perpetuar su nombre más allá de la tumba. Es para ellos la muerte la extinción de la llama vital cuya lámpara se esparce en fragmentos por el espacio sin límites. El ilustre químico Berzelius, exclamaba en su última hora: “No os maraville mi llanto ni me juzguéis débil ni creáis que me asuste la muerte. Estoy dispuesto a todo, pero me aflijo al despedirme de la ciencia” (51).

Verdaderamente debe apenar a cuantos como Berzelius estudian con ahinco la naturaleza, verse sorprendidos por la muerte cuando están engolfados en la ideación de un nuevo sistema o a punto de esclarecer algún misterio que durante siglos burló las investigaciones de los sabios.

Echad una mirada al mundo científico de hoy día y veréis cómo los partidarios de la teoría atómica remiendan las andrajosas vestimentas que delatan los defectos de su respectiva especialidad. Vedles restaurar los pedestales sobre que han de alzarse nuevamente los ídolos derribados antes de que dalton exhumase de la tumba de Demócrito esta revolucionaria teoría. Echan las redes en el mar de la ciencia materialista con riesgo de que algún pavoroso problema rompa las mallas, pues son sus aguas, como las del Mar Muerto, de sabor acre y tan densas que apenas les consienten la inmersión y mucho menos el sondeo, porque ni en fondo ni en orillas hay respiradero de vida. Es una soledad tétrica, repulsiva y árida que nada produce digno de estima.

Hubo época en que los científicos de las academias se burlaban regocijadamente de algunos prodigios de la naturaleza que los antiguos aseguraron haber observado por sí mismos. La cultura de nuestro siglo les tenía por necios si no les acusaba de embusteros, porque dijeron que había cierta especie de caballos con patas parecidas a los pies del hombre. Sin embargo, estas especies a que se refieren los autores antiguos, no son ni más ni menos que el protohippus, el orohippus y el equus pedactyl, cuyas analogías anatómicas con el hombre ha descrito sabiamente Huxley en nuestros días. La fábula se ha convertido en historia y la ficción en realidad. Los escépticos del siglo XIX no tienen más remedio que confirmar las supersticiones de la escuela platónica (52).

Otro ejemplo de estas tardías corroboraciones tenemos en la imputación de embusteros hecha durante largo tiempo a los autores antiguos que dieron por cierta la existencia de un pueblo de pigmeos en el interior de África, a pesar de lo cual se ha visto confirmada en nuestros días esta aseveración por los viajeros y exploradores del continente negro (53).

De lunático tacharon a Herodoto por decir que había oído hablar de unas gentes que dormían durante toda una noche de seis meses (54). Plinio relata en sus obras multitud de hechos que hasta hace poco tiempo se tuvieron por ficciones. Entre otros casos igualmente curiosos, cita el de una especie de roedores en que el macho amamanta a los pequeñuelos. De esta referencia hicieron no poca chacota los científicos; y sin embargo, Merriam describe (55) por vez primera una rarísima y admirable especie de conejo (Lepus bairdi) que habita en los bosques cercanos a las fuentes de los ríos Wind y Yellowstone, en Wyoming. Los cinco ejemplares presentados por Merriam ofrecían la particularidad de que las mamas de los machos tenían igual actividad glandular que las de las hembras, de modo que alternadamente con la madre amamantaba el padre a las crías. Uno de los machos cazados por Merriam tenía húmedos y pegajosos los pelos próximos al pezón, como indicio de que acababa de amamantar al hijuelo.

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