Isis Sin Velo - [Tomo II]

Capítulo 128

NAVEGANTES EGIPCIOS

Según dice un escritor (88), los fenicios fueron los primitivos navegantes del mundo y, además de fundar la mayor parte de las colonias mediterráneas en el litoral español, visitaron con preferencia las regiones árticas, de donde trajeron el relato de los días sin noche a que Homero alude en la Odisea (89). La descripción de Caribdis concuerda tan acabadamente con el maelstrón (90) que, en opinión de un autor, “es muy difícil suponer que haya tenido otro prototipo”. Parece que los fenicios exploraron las costas en todos rumbos, pues sus quillas hendieron las aguas desde el Océano Índico hasta las acantiladas abras de Noruega (91).

Algunos autores suponen que estos audaces navegantes de los mares árticos fueron los ascendientes de las razas que más tarde edificaron los templos y palacios de Palenque, Uxmal, Copán y Arica; pero no es tal nuestra opinión, pues con toda probabilidad los construyeron los atlantes.

Brasseur de Bourbourg nos proporciona muchos datos de los usos, costumbres, arquitectura, artes y especialmente de la magia y los magos de los antiguos mexicanos. Dice que el fabuloso héroe Votán (92), el mago más eminente entre ellos, visitó al rey Salomón, de regreso de un largo viaje, mientras se estaba construyendo el templo de Jerusalén. Es muy curiosa la semejanza de las leyendas mexicanas en lo referente a los viajes y hazañas de los hitim con las narraciones bíblicas acerca de los hivitas o descendientes de Heth, hijo de Canaán. Cuenta la tradición que Votán proporcionó a Salomón operarios, maderas preciosas de occidente, oro, plantas y animales de mucho valor; pero que rehusó en absoluto dar indicio alguno tocante al derrotero que había seguido ni al camino del misterioso continente. El mismo Salomón relata esta entrevista en su Historia de las maravillas del universo, en que Votán aparece bajo la alegoría de la sierpe navegante.

Stephens conjetura que “llegará a descubrirse una clave más segura que la piedra de Roseta para interpretar los jeroglíficos americanos y dice que los descendientes de los caciques aztecas habitan todavía, según parece, en las fragosidades de los Andes no holladas por los blancos, con las mismas costumbres de sus antepasados, en edificios adornados con esculturas de yeso, de vastos patios y altas torres a que dan acceso escaleras de largos tramos, y continúan grabando en tablas de piedra los misteriosos jeroglíficos... Vuelvo a la vasta y desconocidad comarca no cruzada por camino alguno, donde la imaginación se representa la misteriosa ciudad vista desde la cumbre de la cordillera con sus ignorados pobladores aborígenes” (93).

Aparte de que viajeros audaces han visto esta ciudad desde largas distancias, no resulta intrínsecamente improbable su existencia; porque, ¿quién puede decir qué se hizo aquel pueblo primitivo que huyó ante las rapaces huestes de Cortés y Pizarro? (94).

Dicen Tschuddi, Prescott y otros historiadores, que los indios peruanos conservan todavía sus antiguas tradiciones y su casta sacerdotal con secreta obediencia al jerarca religioso, aunque aparentemente profesen la religión católica y reconozcan la autoridad del gobierno peruano. Siguen practicando ceremonias mágicas y producen muchos fenómenos de esta índole con tan perseverante lealtad hacia el pasado, que a menos de recibir alientos de una autoridad superior en el orden espiritual, no se comprende cómo mantienen viva su fe. ¿No fuera posible que esta autoridad residiera en la misteriosa ciudad con la que se comunican en secreto? ¿O acaso todo cuanto dejamos dicho no pasaría de ser otra “curiosa coincidencia”? (95).

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