Capítulo 170
VELEIDADES DE LOS CIENTÍFICOS
Según opina Jacolliot, el griego es un dialecto del sánscrito. Fidias y Praxiteles estudiaron en la India las obras maestras de Daonthia, Ramana y Aryavosta. Platón copia literalmente la filosofía de Dgeminy y Veda-Vyâsa. En el Purva-Mîmânsâ y el Uttara-Mîmânsâ está toda la filosofía aristotélica con diversidad de otras escuelas, desde el espiritualismo socrático y el escepticismo de Pirrón, Montaigne y Kant hasta el positivismo de Littré. Si alguien dudara de ello, atienda al siguiente pasaje textual del Vedanta de Vyâsa, quien, según la cronología brahmánica, floreció unos 10.400 años antes de la Era cristiana.
Dice así:
Podemos estudiar los fenómenos, comprobarlos e inferir su certeza; pero como ni la percepción ni la inducción ni los sentidos ni el raciocinio son capaces de demostrar la existencia de una Causa suprema creadora del universo, no debe la ciencia discutir la posibilidad ni la imposibilidad de esta Causa primera.
Poco a poco, pero seguramente, quedarán los antiguos vindicados por completo y la verdad limpia de toda exageración. Se demostrará la realidad de lo que hoy se tiene por ficción, al paso que los “hechos y leyes” de la ciencia moderna se verán encubiertos bajo menospreciados mitos. Algunos siglos antes de nuestra era, el astrónomo indo Bramaheupto afirmó que la bóveda celeste estaba fija y que el aparente movimiento de las estrellas confirmaba el de la tierra sobre su eje. Las mismas ideas sostuvieron Aristarco de Samos, 267 años antes de J. C., y el filósofo pitagórico Nicetas de Siracusa. No obstante, ¿quién admitió estas teorías hasta la época de Galileo y Copérnico? ¿Prevalecerá intangiblemente el sistema expuesto por estas dos eminencias científicas? Precisamente en estos momentos el profesor Shoëpfer ha dado en Berlín una conferencia pública con intento de restaurar el sistema de Tycho-Brahe en oposición al de Copérnico, diciendo que “alrededor de la tierra, fija en el centro del universo, voltea la bóveda estrellada en rotaciones de veinticuatro horas, y que el sol (cuyo verdadero tamaño es poco mayor del aparente) y la luna describen en torno de la tierra órbitas circulares, mientras que las de los planetas son epicicloidales” (104).
Pero no nos detendremos en analizar esta novedad que tanto parecido tiene con las viejas teorías astronómicas de Aristóteles y del venerable Beda. Dejaremos el pleito en manos de los científicos, para que laven en casa la ropa sucia, aunque hemos querido aprovechar la oportunidad ofrecida por la defección del conferenciante alemán para exigirle una vez más a la ciencia moderna el diploma de su infalibilidad. ¿Son estos, ¡ay!, los frutos de su tan ponderado progreso?
Muy recientemente, la evidencia de algunos fenómenos observados por nosotros mismos y corroborados por multitud de testigos nos determinó a afirmar la posibilidad de la levitación de cosas y personas, añadiendo que siquiera ocurriese este fenómeno una vez cada siglo, sin visible causa mecánica a qué atribuirlo, demostraría la actuación de una ley natural desconocida de la ciencia. Por ello se nos calificó de iconoclastas y de ignorantes de las leyes de gravedad. Sin embargo, jamás se nos hubiera ocurrido que la ciencia llegase a negar el movimiento de la tierra sobre su eje y alrededor del sol. Creíamos que por lo menos aquellos dos luminares habrían seguido ardiendo sin novedad en el fanal de las academias hasta la consumación de los siglos; pero he ahí que un profesor berlinés desvanece nuestra esperanza de que siquiera en un punto demostraría la ciencia su exactitud. El ciclo está verdaderamente en su punto ínfimo y empieza una nueva era. ¡Curioso sería que la tierra estuviese fija para reivindicar a Josué!