Capítulo 163
LOS TIBURONES DE CEILÁN
Conviene considerar dos puntos del pasaje anterior: 1.º Que las autoridades británicas retribuyen a los encantadores de tiburones por el ejercicio de su profesión; 2.º Que desde el establecimiento oficial del régimen británico sólo haya habido que deplorar una víctima devorada por los tiburones (84).
Podrá objetar alguien que el gobierno inglés se aviene a retribuir al hechicero por no romper con una “degradante superstición” arraigadísima en el país; pero aunque así fuera, ¿también están los tiburones subvencionados por el gobierno con el fondo de gastos secretos? Cuantos han estado en Ceilán saben que en la costa perlera abundan los tiburones hasta el punto de ser muy peligroso bañarse en aquel paraje, y mucho más todavía bucear en sus aguas.
A mayor abundamiento podríamos nombrar a varios oficiales de graduación del ejército inglés de la India, que después de valerse de la influencia de los magos y hechiceros indígenas para encontrar objetos perdidos y resolver asuntos de índole escabrosa, se contentaron con manifestar en secreto su agradecimiento, y para colmo de villanía despotricaron a más y mejor en los areópagos mundanos contra las “supersticiones” indas, negando públicamente la verdad de la magia.
No hace muchos años tenían los científicos por superstición de la peor especie la creencia de que la imagen del asesino quedaba grabada en los ojos del asesinado, por lo que era posible descubrir al criminal previo atento examen de las retinas de la víctima, sobre todo si se sometía el cadáver a ciertas fumigaciones y fórmulas de hechicería. Pero he aquí que contra los prejuicios científicos, dice un periódico americano:
Desde hace algunos años llama la atención una hipótesis según la cual se materializa el postrer esfuerzo de la visión, de modo que la imagen del objeto queda grabada en el ojo después de la muerte. Así lo han comprobado las experiencias llevadas a cabo ante el profesor Bunsen y el doctor Gamgee, de la Real Sociedad de Birmingham. Sirvió de sujeto de experimentación un conejo colocado junto al agujero de una cerradura, de modo que forzosamente hubiera de fijar la vista en ella. Muerto al punto el conejo, quedó grabada en sus ojos la imagen de la cerradura (85).
Si del país de la ignorancia, la idolatría y la superstición, como algunos misioneros llaman a la India, nos trasladamos a París, el presuntuoso foco de la civilización, encontraremos la magia disimulada en forma de espiritismo oculto, según demuestra la siguiente carta del honorable John L. O’Sullivan, ex ministro plenipotenciario de los Estados Unidos en Lisboa, quien relata los curiosos incidentes de una sesión entremágica a que asistió no ha mucho tiempo en París con otras conspicuas personas. Dice así: