Capítulo 87
FENÓMENO DEL TRÍPODE
En la ya citada obra (17) refiere Yule por testimonio de un monje llamado Ricold, que “los tártaros honran sobremanera a los baxitas o sacerdotes de los ídolos, que proceden de la India y son varones de pronfundo saber, austera vida y rígida moralidad, muy versados en artes mágicas y hábiles en tramar ilusiones y predecir los sucesos hasta el punto de que, según se asegura, uno de ellos llegó a volar, aunque la verdad del caso es que no volaba sino que andaba con los pies levantados muy cerca del suelo y hacía ademán de sentarse sin apoyo ni asiento alguno donde sostenerse. De esto fue testigo ocular Ibn Batuta en presencia del sultán Mahomed Tughlak, quien a la sazón tenía la corte en Delhi”.
No hace muchos años operaba públicamente este mismo fenómeno un brahman de Madrás, descendiente acaso de aquellos a quienes Apolonio vio andar a dos codos sobre el suelo. Igual prodigio describe Francisco Valentyn, diciendo que en sus días era cosa corriente en la India. Refiere a este propósito que el operante se sienta primeramente sobre tres pértigas dispuestas en forma de trípode, que se van quitando luego una tras otra de modo que el sujeto se quede sentado en el aire. En cierta ocasión, un amigo mío que presenció este fenómeno y no podía creerlo a pesar de verlo, quiso asegurarse de que no había fraude y, al efecto, tanteó en varias direcciones con un palitroque muy largo todo el espacio comprendido entre el cuerpo y el suelo sin encontrar el más leve obstáculo” (18).
En la ya referida obra da cuenta Yule de lo que vio en sus viajes y dice a este propósito:
Todo cuanto hemos relatado no es nada en comparación de lo que llevan a cabo los prestidigitadores de oficio, y ciertamente que podría tomarse por patraña si no lo atestiguaran tan gran número de autores de muy distintas épocas y diferentes lugares. Uno de estos testigos es el viajero árabe Ibn Batuta que asistió en cierta ocasión a una fiesta de la corte del emir de Khansa. Reunidos los invitados en el patio de palacio, llamó el emir a un esclavo del emperador y le mandó que hiciera sus habilidades. Tomó entonces el hombre una bola de madera con muchos agujeros, por los cuales pasaban largas correas, y asiendo una de ellas lanzó la bola al aire con tal fuerza que la perdimos de vista. En manos del prestidigitador quedó tan sólo el extremo de la correa a la que, agarrándose uno de los muchachos ayudantes, desapareció también de nuestra vista. Llamóle entonces el prestidigitador por tres veces, y como nadie respondiese fingió encolerizarse y desapareció asimismo con ademán de encaramarse por la correa en busca del muchacho. A poco rato fueron cayendo al suelo, desde invisible altura, primero una mano, luego un pie, después la otra mano y sucesivamente el otro pie, el tronco y la cabeza del ayudante. Por fin el prestidigitador acalorado y jadeante, con las ropas tintas en sangre, y postrándose ante el emir hasta besar el suelo, díjole en lengua china algo a que el soberano pareció responder con una orden, pues al punto recogió el hechicero los esparcidos miembros, y después de colocarlos en su lugar respectivo dio un puntapié en el suelo, a cuya señal enderezóse el muchacho tan vivo, sano y entero como antes. Fue tal la emoción que despertó en mí este fenómeno, que me sobrecogieron palpitaciones y se me hubo de administrar un cordial. El kaji Afkharuddin, que estaba cerca de mí, exclamó: “¡Vaya! Creo que aquí no ha subido ni bajado nadie por la correa ni tampoco se ha descuartizado ni recompuesto a nadie. Todo esto es juego de manos”.
No hay duda de que todo aquello fue juego de manos, ilusión o maya como dicen los indos; pero cuando miles de personas son víctimas de semejante ilusión no debe desatender la ciencia el examen de los medios por los cuales se produce. Seguramente que ni Huxley ni Carpenter han de desdeñar por indigno de su atención el arte por cuyas misteriosas reglas desaparece un hombre de nuestra vista en un aposento de cuya cerrada puerta tenéis la llave y a pesar de no verle en parte alguna oís su voz que sale de diversos puntos de la estancia y la risa con que se burla de vuestra sorpresa. Este misterio es, por lo menos, tan digno de investigación como la causa de que los gallos canten a media noche. Yule copia asimismo el relato de Eduardo Melton, viajero holandés que hacia los años 1670 presenció en Batavia fenómenos análogos a los de que Ibn Batuta fue testigo en 1348. Dice así el relato: