Capítulo 122
EL SABRISMO CALDEO
Oigamos ahora lo que dice Draper de un pueblo que, según Albrecht Müller (55), acababa de salir de la edad de bronce para entrar en la de hierro:
Si Caldea, Asiria y Babilonia nos ofrecen estupendas y venerables antigüedades cuyo origen se pierde en las sombras del tiempo, no le faltan a Persia maravillas de épocas posteriores. Los pórticos de Persépolis abundaban en portentosas esculturas, tallas, esmaltes, obeliscos, esfinges, toros colosales, anaqueles de alabastro y otras bellezas artísticas. Ecbatana, capital de los medos y residencia vernal de los monarcas persas, estaba defendida por siete muros circulares cuya altura aumentaba de exterior a interior y cuyas piedras talladas y pulidas eran de colores armonizados astrológicamente con los de los siete planetas. El palacio real tenía el tejado de plata, las vigas forradas de oro y a media noche multitud de lámparas de nafta emulaban en los patios la luz del sol. Parecía un paraíso plantado por el fausto de los monarcas orientales en el centro de la ciudad. El imperio persa era verdaderamente el jardín del mundo... Tras los estragos del tiempo y de los saqueos de tres conquistadores, todavía estaban en pie las murallas de Babilonia de sesenta millas de circuito y ochenta pies de altura (56) y se veían las ruinas del templo de Belo en cuya cúpula, que parecía hendir las nubes, se encontraba el observatorio en donde los sabios astrónomos caldeos se comunicaron nocturnamente con los astros. Aun quedaban vestigios de los palacios de jardines colgantes en que medraban plantas aéreas y se veían restos de la máquina elevadora de las aguas del río. También hubo un lago artificial en el que mediante una vasta red de acueductos y presas se recogía el agua procedente de la fusión de las nieves de las montañas de Armenia y la llevaban a la ciudad por entre los diques del Eufrates. Pero lo más admirable de todo era sin duda el túnel construido bajo el lecho del río (57).
Los comentadores y críticos contemporáneos juzgan de la sabiduría de los antiguos tan sólo por el exoterismo de los templos y no quieren o no saben penetrar en el solemne adyta de la antigüedad, donde el hierofante enseñaba al neófito la verdadera significación del culto público. Ningún sabio antiguo pensó que el hombre fuese el rey de la creación ni que para él hubiesen sido creadas las estrellas del cielo y nuestra madre tierra. Prueba de ello nos da el siguiente pasaje:
No pongas tu atención en las vastas dimensiones de la tierra porque en su suelo no medra la planta de la verdad. Ni midas tampoco el tamaño del sol con sujeción a reglas, porque la voluntad del Padre lo mueve y no para tu provecho. No te fijes en el impetuoso curso de la luna, porque la necesidad la impele. El movimiento de los astros no se ordenó para ti (58).
Esta enseñanza es demasiado elevada para atribuir a sus autores la divina adoración del sol, de la luna y las estrellas; pero como la sublime profundidad de los conceptos mágicos trasciende a cuanto pueda alcanzar el moderno pensamiento materialista, cae sobre los filósofos caldeos la acusación de sabeísmo supersticioso, tan sólo imputable al vulgo de aquellas gentes, pues había enorme diferencia entre el culto público y oficial del Estado y el verdadero culto que únicamente se enseñaba a los dignos de aprenderlo.
Citaremos otro pasaje para demostrar lo infundado de la acusación de supersticiosos levantada contra los magos caldeos. Dice así:
No es verdad el amplio vuelo de las aves ni la disección de las entrañas de las víctimas. Todo ello son chucherías en que se apoya el fraude venal. Huye de estas cosas si quieres que para ti se abra el sagrado paraíso de la piedad donde están hermanadas la virtud, la sabiduría y la justicia (59).